A José Antonio “Conejeras” (I) In memoriam

Esta entrega va dedicada íntegramente a un joven cacineño que vio segada su vida en su mejor momento, cuando estaba en la cima de su corta existencia. Se trata de nuestro querido amigo José Antonio “Conejeras”.

Nada vale más que un amigo. 
(T. Kallifatides)

 Ya es hora de que le rindamos debido tributo a ese fabuloso ser con quien tuvimos la enorme fortuna de compartir camino y días, un alma limpia que tocó las vidas de muchos con su magnanimidad, su coraje, su bonhomía, y su bendita locura; y ello, con el retraso de unas décadas que han agigantado aún más su calibre como persona y amigo. Es tiempo, reitero, de que pongamos en valor su paso por nuestras vidas, que glosemos su figura, que celebremos su vida entre nosotros, y que apreciemos la estatura y hechuras del personaje que nos dejó hace ya 34 años.

 Agradezco la generosa y brillante colaboración de José Luis Carreón Espadas, José Cervera Fernández, Francisco Jiménez Arévalo y Manuel Garcés en la elaboración de este texto. 

Va por José Antonio…

 En Cacín y alrededores, los años 70 y 80 del siglo pasado no se entienden sin la presencia constante - por lo fiel - y sonante - por lo ruidosa, expresión de su alegría inherente - de José Antonio Conejeras, un joven de Cacín a quien la vida desertó en hora negra. Es justo, por tanto, que este texto no sea un breve inciso. Porque a José Antonio Conejeras hay que honrarlo con clarines y trompetas, en celebración de su corta pero resplandeciente existencia. Su figura merece unas páginas, que vamos a elaborar con el concurso de quienes lo conocieron y gozaron de su amistad; en lugar preminente, entre otros, hemos convocado a Pepe Espadas (José Luis Carreón Espadas), Pepe cuchillas (José Cervera), Paco peínes (Francisco Jiménez), y Manolo el torillo (Manuel Garcés). 

 José Antonio era la encarnación de la lealtad. Grandullón, de pelo ralo y paso largo, peinado arrabalero e impenitente, vestimentas y ademanes de legionario desmañado, montés y bravío, venía definido por su mejor rasgo: la sonrisa. Esa sonrisa suya mostrando siempre el colmillo derecho - el de la honradez, rectitud y cabalidad -, era desarmante: te arrastraba en la risa, te arrollaba con ella, hacia bueno el dicho víctorhuguense de que la risa es la distancia más corta entre dos corazones. Su desbordante vitalidad caminaba acorde con sus francas carcajadas y celebraciones. Cualquier problema era una leve sombra que él apartaba con resolución de ejecutivo, ayudándose de un leve pero enérgico movimiento descartador y apartatorio de mano, acompañado de un “¡Bah!” o “¡Nah!”, por si aún le cabía alguna importancia al asunto de que se tratase. Era la epifanía de la vida y de la amistad. Qué remolinos de alegrías me traían él y Salvilla cuando venían a verme a Alhama, donde estaba yo destinado, en el 83 – se nubla la mirada cuando lo revivo. Entraba a grandes zancadas por las escaleras de aquella destartalada casa que me procuré como aposento temporal, allá en lo alto de la calle Fuerte jameña, seguido de un vibrante Salvilla, su compae, y su llegada era la premonición de la fiesta que seguiría: carcajadas, palmetazos en las espaldas, cogotazos cariñosos, sacudidas y risas, muchas risas, las risas de los cacineños, todo el tiempo que me acompañaban en esas esporádicas visitas que uno acababa extrañando, y que terminábamos con la mente pastosa y la lengua arenosa – agudas, llanas, y esdrújulas merodeando entre alvéolos y paladares, en desigual pelotón desmadejado, sin atreverse a fonar, siquiera con maneras de onomatopeya.

 Y sabía compaginar todo lo anterior con otra de sus grandes destrezas: era también un gran cazador, como me enseñó aquella mañana de hurón y conejos, y como refiere Pepe Espadas…Mientras ultimo esta entrega, me cuenta Pepe que solían salir de cacería juntos; que tenía una certera puntería; que tenía la precaución de  tirar a la cabeza de los conejos para no partirse un diente al comerse un plomo despistado en el arroz con conejo o liebre;  que tenía unos perros fabulosos, al igual que Pepillo Fuerzas; que hacían ejercicios de puntería, y que José Antonio, con su escopetilla de plomos,  acertaba un mínimo de 6 ó 7 veces de cada 10 a una caja de mistos que Pepe le tiraba al aire,  llena de tierra para que pesara y no se la llevara el viento; que un día de caza ocurrió lo que sigue, narrado en las palabras emocionadas de Pepe Espadas, desde Mallorca:

“Era domingo y había boda en Cacín - creo que se casaba María Amparo de Mari y Gonzalo -, y el día antes hablamos de ir a buscar una liebre con su perra galga, que, aunque era un poco vieja, era muy buena. Por supuesto, fuimos al sitio escogido por él, y "entramos" por el sitio adecuado para asegurar el posible tiro sin que molestara el sol, que ya se despertaba. La liebre tuvo la fortuna de arrancarse por mi lado, y yo sólo pude tirar un tiro, que fallé, y el segundo, ya no pude, porque la perra ya estaba encima de la liebre. El espectáculo que nos brindaron los 2 animales hubiera sido digno del mejor reportaje de Jara y Sedal, un programa de TVE dedicado a la caza y la pesca; la perra se acercaba a la liebre, pero ésta se lanzaba en picado a los troncos de los almendros, para frenar y cambiar rápidamente de dirección. Con esta maniobra, la liebre sacaba una distancia de unos 15 a 20 metros, a pesar de que la perra frenaba arrastrando el culo; pero, tras unas cuantas revueltas la perra se empezaba a cansar, y en una de ellas la liebre “endirgó” pecho arriba como un cohete, y la perra la siguió hasta que las perdimos de vista. Al final, tras media hora de búsqueda, encontramos la perra tumbada en el suelo con la lengua fuera y medio muerta. El espectáculo que nos brindaron los animales fue maravilloso, y la liebre, como mínimo, se llevó el susto de su vida.” 

 El show estelar de estas dos atletas caciñenas hizo fulgurar la mañana; ganó la liebre, que tenía más que perder que la galga.

 Y continúa Pepe Espadas, narrándonos otro día de agónica cacería con el buen José Antonio:

 “Vamos con el amigo Conejeras y las liebres, que nos llevaban de cabeza. Hubo un segundo intento en la caza de la liebre. El amigo Conejeras lo planeó muy bien, y esta vez fue por la tarde, en lo que es la cresta del pinar y los almendros. La táctica me la explicó, era muy fácil: había que “mergar” los almendros, cada uno por el centro de un linio. Y vuelta va, y vuelta viene; y, a pesar de nuestro empeño, la tarde se acababa, y la liebre no aparecía. Habíamos aparcado el coche por encima del cortijo ‘l Amo, entre la carretera y un carril. Ya al lado de los coches, y casi dándonos por vencidos, dice el maestro José Antonio:

- Pepe, vamoh a echah la perra en ezoh matorraleh, y noh ponemoh uno a cá lao a veh zi hay zuerte.
Y vaya si la hubo -  pero no para la pobre liebre, que salió por su lado. Sonó un solo tiro, y, a continuación, la voz de Conejeras:

- ¡Pepe, l’ he dao, Pepe, l’ he dao!.

 Pero ya era más noche que día, y ni la perra ni nosotros dábamos con la liebre. Al rato, y ya convencidos de que la liebre nos había dado otra vez esquinazo, yo me acordé de los consejos que me daba Antonio “el negro”, mi vecino de toda la vida, y como familia que nos tratábamos. Él era un gran especialista de todo tipo de cacería, y me decía:

- Zi hay barro, lah liebreh van poh lo ehcurrío, sobre tó zi van dah (“dadas”, heridas). Ziempre buhcan loh caminoh pa poeh correh mejoh.
José Antonio me escuchó; y, ya sin la escopeta, pues estaba ya la luna fuera, me dice:

- Viá dah la úrtima güerta.

 Yo me quedé en el coche, por si me perdía. A los 10 minutos, se presenta con una mano atrás, y me dice:

- ¡Miá lo que traigo! 

 Era una liebre grandísima; efectivamente, la encontró en el camino, sobre las rodadas que dejan los tractores. La cara de felicidad que tenía la puedo ver todavía. Digamos que yo no he comido nunca ni liebres ni conejos ni perdices - si alguna vez cazaba algo mi madre lo regalaba a quien a ella le parecía...”

 Toma el relevo Paco peínes, desde Onil. Me dice que sí, que tiene excelentes recuerdos de él. Que era buen vecino suyo, y gran compañero. Que un día salieron de caza José Antonio, su cuñado Funes y él. Fueron al pinar, por la parcela del Chencho, para bajar las perdices para las vegas. Continúa: 

“Después tiramos por las salinas. Recuerdo que me dijo: 

- Echa tú por lah vegah, por el centro.

 Y mi cuñado, Funes, echó por arriba. José Antonio me dijo que me adelantara, y que ellos me las echarían para ver si mataba alguna, que yo era mal tirador. No acertaba con ninguna, a pesar de que vinieron unas cuantas perdices. Y luego, al mediodía, venía el cachondeo cuando estábamos en el bar tomando la cerveza. Pero siempre con buena armonía y compañerismo. Era un gran amigo y compañero, que siempre estará en nuestros recuerdos. No se puede decir nada mal de él, todo bueno. Estará siempre con nosotros”.

 Bondad y generosidad a lo bruto, a lo enorme, como era él. Buscando la complicidad y el bienestar de los demás, incluida la autoestima cazaora.
     
 No le va a la zaga el relato proustiano de Pepe cuchillas: 

 “Al recordar a José Antonio, lo primero que se me ha venido a la cabeza es un día que nos comimos una buena fuente de cangrejos en tu casa, no recuerdo quién los pescó ni quién los guisó; sólo recuerdo que estaban buenísimos. Bueno, yo de José Antonio sólo puedo decir lo que pienso que diría cualquiera de nuestro pueblo: que era una excelente persona, sin maldad ninguna, sencillo y sincero como él solo, muy servicial y amigo de todo el mundo. Yo tuve la suerte de ir varias veces de caza con él y lo pasaba muy bien ya que, como digo, era buen compañero, y muy simpático. Tengo que decir, y puntuar, que en una ocasión me envenenaron una perra que yo tenía, de raza bretona, y él me la curó poniéndole una inyección. Pero el envenenador repitió la “gran acción”, y ya no la pudimos salvar. Esto lo recuerdo con mucho cariño por su parte, y con mucha tristeza por la parte de la persona que puso el veneno, que, aunque desde el primer momento supe quién era, no lo pude demostrar. No tengo más que poder decir; sólo eso, que no tengo palabras para decir la buena persona que era.“

 Añado yo que los cangrejos los pescó él, los guisó mi madre, Josefa la de Pepico, y nos los comimos todos: qué pinta tenían, y qué sabor antiguo más suculento. 

 Y que se prestaba hasta al intrusismo veterinario si hacía falta, como se ha visto, siempre que eso solucionara algún entuerto e hiciera feliz a sus amigos.

 Turno de Manolo el torillo. Me dice que no ha conocido un compañero igual. Que era una persona muy alegre, dicharachera, audaz y disparatada, presta al auxilio para lo que fuera, y lista para la empresa que se le propusiera. Que no conocía el miedo, y que era lanzado para todo, con un punto de exceso y desmesura si se trataba de compartir “fechorías” con los amigos. Como aquella vez que se subieron al semiderruido cortijo ‘l Amo a fumarse unos cigarros en el palomar, a riesgo muy probable de caerse y romperse la crisma, sólo por disfrutar de las vistas y de la compañía.

 Un día -me explica Manolo-, estaban aburridos, y decidieron hacer una ouija en casa de José Antonio... 

(Continúa en parte II)