Las islas flotantes de los uros (Perú)



 Nada más llegar a la ciudad de Puno, lo primero que hice fue contratar la salida para el día siguiente a las islas flotantes que se “escaparon” en mi estancia por el lago un par de décadas atrás mientras trabajaba como voluntario en una escuela de niños sin recursos y acogidos por diferentes instituciones.


 En esta segunda oportunidad “ataba” esa carencia y con puntualidad alemana me recogían a las ocho y me dejaban en la lancha para realizar esa salida, chocante y única: la visita a las islas flotantes de los uros. El ingenio humano y el uso de los recursos disponibles en el entorno de acuerdo con las características de la naturaleza, coloca al hombre ante la tesitura de seguir adelante y no deja de sorprender porque es apasionante descubrir que unos simples juncos [no sé si las fotografías permitirán observarlos detenidamente]pueden obrar milagros; aquí son materia prima insustituible para construir sus “barquitas” y todo cuanto necesitan en sus “peculiares islas privadas”[personalmente me hacía recordar la maestría con la que el “sillero” en las Calles Bajas hacía su tarea cotidiana arreglando los culos de las sillas con las aneas que se podían conseguir en diferentes puntos de la geografía “jameña”, entre otros en los denominados “chortales” del Cortijo las Cuadras que me vio crecer].

 La realidad es sencilla, los juncos que crecen en las aguas del Lago Titicaca son seccionados pacientemente en trozos más o menos de medio metro cuadrado y se transportan a la “islita” que cada familia se ha montado, sólo permanece en contacto con el agua la parte que estaba hundida, o sea, la de las raíces que ha creado una especie de “tramado” que la hace compacta y permite flotar. Los restos se utilizan a modo de alfombra natural que trata de combatir la humedad, sobre todo durante la noche, cuando el lago se convierte en algo insalubre y acogota a los nativos [sobre todo a los mayores] por los inevitables dolores de huesos: artritis y reuma. Cada familia conforma “su espacio”, pero también encontramos zonas comunales, mercado, escuela, restaurante, etc. Todo gestionado, naturalmente, en sentido comunitario [en definitiva el sistema comunista no lo inventó Marx ni mucho menos otros ideólogos, porque ese “teórico paraíso” ya existía por otros lugares del mundo desde hacía centenares de años.

 Evidentemente, ponernos a tratar el tema nos llevaría a un camino sin salida y lo mejor es dejar fluir el relato sobre esta peculiar zona andina]. La mayoría de los habitantes de la zona vive de la pesca y de los pequeños trueques entre comunidades. El turismo les aporta pequeños ingresos [pero los ha aculturizado] y la familia que te acoge en su islita tratará de sacar algunos soles vendiendo las artesanías tan pacientemente confeccionadas [generalmente las hacen las mujeres, aunque a decir verdad, todos “pencan”, aquí no tienen subsidios y hay que ingeniárselas para sobrevivir]. No piden nada, pero lógico es agradecerles la gentileza llevándose algún recuerdo que en el momento más inesperado te devolverá a “revivir” aquella experiencia.

 Las barcazas tradicionales son de totora y disponen de una pequeña atalaya para que los que quieran puedan contemplar el paisaje más allá del horizonte que, a veces, sólo te deja ver las plantas acuáticas. Tras la visita suelen llevar a los grupos a la isla que hace de Centro Social y allí se degusta algún pescado del lago, cerveza o fruta, como en cualquier otro rincón del mundo al que llegan los turistas. Si el sol es de campeonato [y lo es porque a 4000 metros de altura estamos más cerca del astro rey y su potencia se hace notar, imprescindible protector solar o gorra] en un cielo impecable en su coloración azul. Uno entiende por qué el cuerpo te pide líquido y también por qué los que viven en las islas son indígenas más morenos de lo habitual: salvo en el interior de las cabañitas, prácticamente desde que sale el sol y hasta que se pone están bajo su influencia, la región presume de casi once meses de sol espléndido y un azul clarísimo durante todo el año. Según nos explicó el guía, apenas 300 personas quedan en este peculiar archipiélago flotante.

 Los uros fueron un antiguo pueblo de la región, hoy desaparecido, aunque las islas flotantes conservan el topónimo. Otras islas, como las tenemos asimiladas son las de Taquile (la más visitada), Amantaní y, frente a ella, al otro lado del lago, se encuentra la isla de Soto. Algunos viajeros prefieren tomar esa ruta más salvaje [o sea: menos comodidades para realizar el trayecto hasta pasar a la vecina Bolivia] partiendo desde la desolada Juliaca, ciudad en la que durante mi estancia hubo varias muertes porque habían empinado el codo y se quedaron al raso, durante la noche el mercurio baja con inusitada rapidez y la hipotermia los abatió [sería interesante que nuestros sesudos “políticos” que ya han dejado caer de hacer “soplar” hasta a los peatones, que propusieran esa “vacuna” a sus colegas peruanos, igual conseguían salvar a alguien, aunque a mime dice la “mosca” que lo único que están estudiante es cómo sacarnos “los cuartos”; se ve que con el “trilerismo” que nos montaron no han tenido suficiente y buscan nuevos “umbrales” de negocio –para ellos, claro-].

 Los uros llegaron a la zona cansados de las presiones que ejercieron los Collas e Incas, en el lago se aislaron por completo y los restos de aquella huida idearon la forma de sobrevivir montando las islas flotantes sobre las que continuaron con sus tradiciones y, curiosamente, sus barcas tradicionales que ahora transportan a los visitantes, dicen que son idénticas a las que se emplearon en el Antiguo Egipto; la única diferencia es la planta empleada, papiro y totora respectivamente. Los que tengan tiempo para quemar, en la región dicen que la experiencia de pernoctar con los nativos es única e irrepetible aunque apenas hablen español. Lo único realmente constatable es la pérdida de la autenticidad ante el aluvión de extranjeros que se pasea por la región [hace dos décadas se contaban con los dedos de la mano].

 En Taquile continúan vigentes las normas impuestas en el histórico incanato y hay que realizar un pago simbólico para poder acceder a ella, siempre hay alguien listo para recordárselo al recién llegado [al margen de los letreros como espero refleje alguna de las fotos]. Los pequeños poblados existentes a orillas del lago viven de los recursos que este genera y el constante tráfico transfronterizo. El pueblecito de Chimu sería una de esas escalas imprescindibles para ver cómo se hacen las barcas de totora, allí encontraremos a los mejores artesanos de toda la región, verdaderos maestros en el arte de trenzar y entrelazar las totoras que permitirán cruzarlas aguas con toda tranquilidad. En Juli se puede uno entretener esperando el transporte lacustre para ir hasta Bolivia a través de algún catamarán, generalmente sale uno al día, así que hay que tener la precaución de intentar conseguir alojamiento y llegar el día anterior para poder saborear el ambiente sencillo de sus gentes; no hay mucho que ver, salvo algunas iglesias coloniales que, lógicamente, están a un tiro de piedra entre ellas, lo más aconsejable es disfrutar de la quietud que nos ofrece este lugar que está a casi un centenar de kilómetros de Puno [también aquí se puede tomar el barco hasta Bolivia, pero ciertamente no lo utiliza mucha gente, debido a su alto coste, está pensado para el turismo].








Hasta la próxima aventura: Juan Franco Crespo.