El viaje a las míticas ruinas se iniciaba a las cinco de la mañana cuando el reloj dice “en pie”. Media hora más tarde aparece el chófer con su carro [coche] para trasladarme hasta la estación de salida a la que llegamos cuando ya ha amanecido: Poroy está a rebosar, prácticamente el tren va hasta la bandera, lo que significa que es un medio rentable para los que decidieron continuar explotándolo turísticamente hablando.
Estamos ante una empresa privada que goza de gran popularidad entre los operadores turísticos de todo el mundo que abocan sus paquetes en uno de los mejores y más fiables medios de transporte que nos puede ofrecer la región. Fastuoso el recorrido primera hora la mañana, el paisaje parece sacado de un cuadro. Pequeñas chacras [huertas], algunos borricos que me llevan a evocar mi niñez y el que tantas veces monté, el burro de Teresa la Poncha [¿Os acordáis toda la familia García Pinos de aquellas correrías con el podenco de turno, siguiendo por el camino de la Trucha hasta comenzar a vender por los cortijos como forma de poder conseguir el pan de cada día?] Apenas hay vida, tampoco la temperatura invita a estar en la calle, en los campos, a medida que levanta el día se va llenando el inmenso espacio no sólo de luz, sino de actividad. Infinidad de adultos que en esta época del año apenas si pueden hacer algo en los terrenos, buscar leña, preparar la tierra y reparar desperfectos en las acequias que llevan el líquido elemento que hace el milagro de una nueva cosecha, sobre todo de la insustituible patata que servirá para el largo y duro invierno andino.
Van apareciendo algunos poblados en torno a la vía, estos me parecen de impronunciables nombres y apenas si los has visionado ya han desaparecido. En Ollantaytambo toca realizar una breve parada para recoger a otros viajeros que se incorporan a la ruta, teóricamente, vienen de la zona norte tras haberse “zampado” el trayecto por carretera que dura varios días y que dicen es impresionante [siempre aconsejaría hacerlo en tren, pero en aquellos momentos sólo hay un viaje al mes, cuestión de intentar hacer coincidir el periplo con ese medio de transporte, único no sólo por las dificultades orográficas, sino por la calidad de la obra en el momento de su construcción]. Cruzamos el mítico río Urubamba que, tras superar la gran sierra y bordeando la montaña se adentrará en el tramo que se conoce como el Marañón y finalmente vierte sus aguas sobre el inmenso Amazonas.
El río es ahora nuestro compañero de viaje, vamos bordeándolo realmente a una velocidad aceptable que calculo está en unos 30 kilómetros, como si el maquinista quisiera darnos el placer de inmortalizar en nuestra mente tan majestuoso paisaje. Cada vez estamos más cerca de la estación de Aguas Calientes [sin esperarlo, automáticamente es transportado al pueblo que lo vio nacer por la coincidencia del topónimo, el agua caliente y el río que me devolvía al Baño. ¡Ay de mi Alhama!] cuando se acaba el trayecto con el caballo de hierro y toca volver a la modernidad con los autobuses; pero antes toca ráver el “zig-zag” que debe realizar el convoy para adaptarse al desnivel del terreno; un ingenioso sistema que permitirá sortear el obstáculo de una orografía terriblemente dura para el hombre y que ahora está en transformación ya que al otro lado del río se está construyendo una moderna carretera que llevará años para adentrar la ruta a la parte oriental del país.
Fueron casi dos horas de tren estoy en el pie de la célebre ciudadela, más tarde de lo que tenía calculado cuando realizaba las reservas de entrada en España y parte de lo proyectado no será posible utilizarlo, queda pues eliminado el tramo a pie porque los últimos que acceden a él ya llevan una hora de camino. El control es estricto y, sin reserva, no hay posibilidad de acceder y deambular por el recinto arqueológico [imagino que ese “censo diario” es también sobre el que se trabaja en caso de accidentes o pérdida de turistas].
Tras una breve espera en Aguas Calientes se toma el autobús para subir a la zona de acceso, trazado en zig-zag, te encoge el alma, sobre todo cuando en las curvas el “bicho” saca el morro sobre el precipicio. El ajetreo es constante y matemático: son los únicos vehículos que pueden hacer ese ascenso infernal [existe un trazado a pie, pero debo confesar que uno ya no está para esos trotes] que, sin querer, te obliga a mirar al cielo ante el panorama que se abre bajo los pies si te atreves a mirar el lecho del río.
Los controles e inicias el último tramo a uno de los lugares más impresionantes de cuantos visité en mis correrías por medio mundo. El panorama, obligado es decirlo, merece realmente la pena. La meta es un regalo para los sentidos, una cima que prácticamente permaneció oculta hasta que el norteamericano Hiran Bingham la puso en el mapa el 24 de julio de 1911 y la desempolvaba de su largo sueño de ocultación sobre la maleza. Hoy pasa por ser uno de los lugares que más atrae en todo el orbe a pesar del limitado número de personas que pueden acceder cada día al emplazamiento que según dicen fue levantado en 1450 por Pachacútec, originalmente fue un palacio y santuario, destacaría su intrincado sistema de cultivo en terrazas y la red de canales de agua y bancales hechos desafiando la verticalidad del terreno, evidentemente, uno deduce que entonces no había subsidios de ningún tipo y sólo comías si trabajabas. El observatorio astronómico o la escultura del cóndor no dejan de impresionarte en ese conjunto que en su esplendor albergó y alimentó a centenares de personas y hoy muestra todo su esplendor a los osados viajeros que se atreven a desafiar sus alturas.
Hasta la próxima aventura. Juan Franco Crespo.