Historia de Antonia "La Valleja", el éxodo de la familia Alcalá Santiago (I)

En las profundidades de la memoria de Antonia "La Valleja", una mujer que hoy ha alcanzado ya los 90 años, y cuya vida estuvo marcada por el sufrimiento y la resistencia.

 Este artículo reconstruye parte de la historia de Antonia Alcalá Santiago, Antonia “La Valleja” y su familia, cuyos recuerdos están marcados por la adversidad y la resistencia en uno de los períodos más oscuros de la historia de España, la guerra civi, y la posguerra. La vida de Antonia, es un testimonio vivo de lucha y perseverancia; cada experiencia vivida se convierte en un valioso legado para las futuras generaciones.

 En las profundidades de la memoria de Antonia "La Valleja", una mujer que hoy ha alcanzado ya los 90 años, y cuya vida estuvo marcada por el sufrimiento y la resistencia, se preserva una historia que trasciende generaciones. Este relato reconstruye la travesía de la familia Alcalá-Santiago, que, forzada por la brutalidad de la Guerra Civil Española, vivió un éxodo que les llevó desde su hogar en Padúl en un tortuoso periplo, primero a Jayena, luego hasta formar parte de la Desvandá, llegando a Almería, después a Elche, y luego el regreso a su tierra de Padúl. Viviendo en propia carne la masacre de la denominada carretera de la muerte, Málaga-Almería. Enfrentándose a la persecución, la violencia y la constante amenaza de la muerte. Su historia es un testimonio de resiliencia, de luchas por la supervivencia, y de la fortaleza de un espíritu que, aún en medio de la adversidad, no se doblega.

 A través de los recuerdos de Antonia, quien fue testigo de cada uno de estos dramáticos momentos, revivimos la travesía de una familia que no solo buscó refugio, sino que resistió, luchó y, sobre todo, mantuvo viva la esperanza de un futuro mejor.

 Las historias que guarda seguramente en sus adentros, son un tesoro de sabiduría, y los años que aún le quedan por vivir será una oportunidad para seguir dejando huella en los corazones de quienes la queremos. 

El Inicio

 José Alcalá Parejo y Josefa Santiago Vallejo formaron una familia en Padúl junto a sus tres hijos: Juan, María Josefa y la menor, Antonia, una de las protagonistas de este relato, pues es a través de ella como nos llega esta historia. Antonia vino al mundo el 15 de agosto de 1935 en la calle Mirasoles, en una vivienda poco común: una cueva excavada por su padre con sus propias manos. Esta construcción, nacida de la necesidad y el esfuerzo, refleja la realidad de muchas familias que, enfrentando la pobreza, hallaron en la creatividad una manera de forjar su hogar.

 Una combinación de necesidad, resistencia y fortaleza ante un contexto histórico marcado por la pobreza.

 José representa la realidad a la que muchas personas se enfrentaban cuando la pobreza extrema limitaba sus opciones de vivienda. Excavar una cueva como refugio para su familia era una solución frecuente. En la calle Mirasoles, donde vivía José, muchos vecinos aprovecharon las condiciones del terreno para construir sus propias cuevas, que les servían de refugio.

Comienzo de la Guerra Civil, y exilio de la familia a Jayena

 Antonia vivía sus primeros años de vida alrededor de aquella cueva, donde jugaba, rodeada de las sencillas costumbres y tradiciones propias de su entorno, enfrentando las dificultades de la época con capacidad y fortaleza.

 El inicio de la guerra civil, marcaría a la familia de Antonia, que se vio directamente afectada por el conflicto. Su padre, señalado e identificado como republicano y de izquierdas, fue perseguido por los sublevados franquistas, lo que le obligó a esconderse en las montañas cercanas a Padúl, en el cerro de El Manar. Estas huidas a la sierra eran una estrategia habitual para quienes temían ser detenidos o ejecutados por sus ideas políticas durante el avance de los sublevados franquistas.

 Sin embargo, la vida en la montaña era extremadamente dura y peligrosa. Por lo que José, el padre de Antonia en una de esas noches de tormento en la sierra, toma la difícil decisión de abandonar la montaña y dirigirse a la cueva donde estaban su esposa y su hijo.

 José Alcalá Parejo, conocido como "El Lamparita", le anunció a su esposa, Josefa, su decisión de abandonar El Padúl y dirigirse a Jayena, en la comarca de Alhama de Granada, entonces bajo control republicano. Partieron a medianoche, llevando únicamente dos cestas con algunos víveres. Una de ellas, elaborada en caña por el propio José, evidenciaba su destreza en el trabajo con este material y el mimbre. Aunque el viaje suponía grandes riesgos, también representaba una oportunidad para huir de la persecución que sufrían en su pueblo natal de Padúl.

 La salida de la familia de Antonia hacia Jayena representaba para ellos una forma de buscar refugio en un territorio controlado por los republicanos, donde podrían encontrar protección frente a las represalias franquistas. La Familia de José “El Lamparita”, y su hermano Tomás y su respectiva familia, incluidos sus hijos pequeños, vivieron una experiencia marcada por el temor y el caos de aquellos tiempos convulsos.

Episodio de La venta del Fraile, y el paso por el Puerto de Jayena

 Emprendieron pues la huida hacia Jayena. En este camino se hacía necesario, pasar por la Venta del Fraile, una venta situada en el término municipal de Padúl, a medio camino de la localidad de Jayena, y Padúl.

 A su llegada a la “ventilla del Fraile”, se encontraron que allí, el panorama era desolador: aún podía verse cómo el cortijo seguía humeando, consumido por el incendio que días antes había sido provocado por un grupo de la FAI (Federación Anarquista Ibérica), procedente de Málaga. El enfrentamiento con el dueño del cortijo, quien podría haber sido percibido como un simpatizante franquista, terminó con su asesinato y el incendio del cortijo o Venta del Fraile.

 Estos anarquistas, junto con un conglomerado de tropas de izquierdas, habían llegado desde Málaga, entrando en la comarca de Alhama por Zafarraya. Eran aproximadamente doscientos milicianos y anarquistas que llegaron a la zona a principios de agosto de 1936.

 En el puerto de Jayena, (otro punto de paso del camino de Padúl a Jayena, o viceversa), y las sierras de los alrededores, un grupo de unos treinta milicianos de la FAI había establecido varios puntos de vigilancia, especialmente en el puerto de Jayena, donde ofrecían refugio a quienes huían de los franquistas de Padúl y los pueblos cercanos.

 La familia de Antonia, marcada por el miedo y la incertidumbre, avanzaba con pasos firmes pero cargados de tensión hacia el puerto de Jayena. Era un recorrido peligroso, lleno de riesgos y desconfianza, pues la comarca de Alhama estaba dividida de manera tajante: hasta el puerto de Jayena se extendía la influencia republicana, mientras que el bando franquista dominaba desde la Venta del Fraile toda la zona de Padúl, Las Albuñuelas y el valle de Lecrín. Este punto estratégico simbolizaba la frontera entre dos Españas enfrentadas en la zona.

 Al atravesar la Venta del Fraile, el aire se volvió denso. Cada sonido y cada sombra parecían una amenaza. Las imágenes de soldados armados, miradas hostiles y paisajes desolados quedaron grabadas en sus mentes al salir de Padúl.

 Sin embargo, el grupo continuó, impulsado por la esperanza de llegar al lado republicano, donde esperaban hallar seguridad y un respiro.

 Finalmente, al alcanzar el puerto de Jayena, sintieron un gran alivio al ver la presencia de los republicanos. La imagen de los milicianos con sus brazaletes rojos y su actitud vigilante, pero solidaria, les devolvió la esperanza. Era como si hubieran cruzado una barrera invisible que separaba el peligro de una aparente tranquilidad.

 José “El Lamparita”, abrazando a sus hijos con fuerza, dejó que las lágrimas brotaran de sus ojos, “ahora sí, de alivio”. Habían dejado atrás el territorio hostil y, aunque sabían que la guerra aún marcaba su futuro, estar en zona republicana les ofrecía un respiro y una oportunidad de reconstruir sus vidas en medio del caos.

 El puerto de Jayena, por un tiempo, (más corto que largo), sirvió como refugio para muchos republicanos de Padúl, quienes lograron salvar sus vidas y las de sus familias. Se convirtió en un símbolo de resistencia, donde los milicianos, muchos de ellos originarios de Jayena, ofrecían protección en medio de la tragedia que envolvía a toda la nación.

 En el puerto de Jayena, grupos de refugiados de Padúl y otros pueblos eran guiados por milicianos y paisanos de Jayena que vigilaban toda esa zona de serranía. Con ellos también iban niños pequeños, como Antonia, soportando las adversidades del camino. Al llegar al pueblo de Jayena, fueron acogidos por miembros del Comité del Frente Popular, quienes los distribuyeron en diversas casas, entre vecinos afines a la resistencia republicana. Allí permanecieron hasta finales de enero, recibiendo la ayuda de estos vecinos, que les proporcionaron algo de comida y ropa para sobrevivir.

 Establecida la familia de Antonia en Jayena, la resistencia republicana, organizó un comité para la defensa del pueblo. José, padre de Antonia, y su tío Tomás recibieron escopetas y fueron asignados a tareas de vigilancia en los alrededores del pueblo. Su misión era proteger la zona y evitar la entrada de las fuerzas franquistas, que avanzaban conquistando los pueblos de la comarca de Alhama.

 En ese momento, Jayena era el único pueblo de la zona que seguía bajo control gubernamental republicano, convirtiéndose en refugio para los perseguidos por las facciones fascistas, de toda la comarca Alhameña, y pueblos como Padúl. Sin embargo, la tensión aumentaba, ya que los franquistas se aproximaban cada vez más, mientras los habitantes y refugiados intentaban resistir con los medios disponibles.

De nuevo el exilio

 A finales de enero de 1937, Jayena es tomada por los sublevados franquistas. La resistencia republicana fue mínima, ya que días antes, la mayoría de los vecinos y refugiados identificados como colaboradores republicanos, de ideología izquierdista habían abandonado el pueblo en busca de refugio en la zona del Levante español, que aún permanecía bajo control republicano.

 La salida de Jayena estuvo marcada por la urgencia y el miedo al avance franquista. Familias enteras, incluidos ancianos y niños, emprendieron una travesía difícil, agravada por las condiciones climáticas del invierno de 1937, particularmente duro, con lluvias constantes y nevadas que hacían del camino un desafío extremo.

 Viajaban de noche, guiados por lugareños expertos en los caminos, y amparados por la oscuridad para evitar ser descubiertos. La climatología adversa, con intensas nevadas en la sierra de Almijara, retrasó el avance franquista, lo que permitió a los republicanos continuar su huida.

 Los senderos eran angostos y resbaladizos, cruzaban ríos helados y zonas fangosas. Antonia narrar que en su recuerdo tiene la imagen, que, en algún momento del trayecto, tuvieron que atravesar un río, posiblemente el Turillas o el Bacal, con el agua helada calando hasta los huesos. Antonia relata que pasaron varias noches muy frías y heladas que apenas podían caminar por la nieve que había, y la dificultad de llevar niños y ancianos, durante el día se refugiaban donde podían. Las cuevas que encontraban en la sierra servían como refugio improvisado, ofreciendo algo de resguardo frente a la nieve y el frio. En ocasiones, lograban encontrar cortijos cuyos dueños, probablemente simpatizantes republicanos, o de izquierdas, les permitían descansar en las cuadras junto a los animales, o en habitaciones escondidas, compartiendo lo poco que tenían: pan duro, algo de legumbres, o leche para los niños más pequeños.

 El frio era intenso, y muchos no contaban con ropa adecuada para el invierno. Las mantas eran escasas, y la humedad empeoraba las condiciones. A pesar de todo, el grupo seguía adelante, impulsado por el deseo de llegar a la costa de Granada, que aún se encontraba bajo control de los rojos, y donde esperaban encontrar refugio más seguro.

 Atravesada la parte norte de la sierra Almijara y entrando en la zona sur de dicha sierra, el transito ya era otro, el alivio, de encontrarse el camino sin nieve, hacía la travesía más tolerable, aunque llena de dificultades, también estuvo marcada por la solidaridad entre todo el grupo de exiliados y huidos. Los más fuertes ayudaban a los más débiles, animando a continuar, compartiendo sus escasas provisiones entre todos. Este viaje, aunque doloroso, quedó en el recuerdo de Antonia como un símbolo de resistencia y esperanza en medio de la adversidad.

 Nos cuenta Antonia: La travesía por la sierra Almijara fue dura y penosa. La climatología era muy adversa: abundaba la nieve, y avanzar por aquel terreno escarpado se hacía casi imposible. Íbamos con niños pequeños y ancianos, lo que hacía aún más difícil el camino.

 Tardamos varios días en cruzarla, agotados y hambrientos, no perdimos la esperanza, hasta que finalmente llegamos a la costa, cerca de Almuñécar, allí nos encontramos con muchísima gente que, al igual que nosotros, huía desesperada de los franquistas, buscando refugio y una esperanza de salvación.

Según recuerda Antonia, el ambiente en los alrededores de Almuñécar era desolador. Familias enteras se amontonaban junto a la carretera, enfrentándose al frio y a la incertidumbre. Había miedo en los rostros, pero también una sensación de resistencia silenciosa. Todos compartíamos el mismo anhelo: sobrevivir.

 A la llegada la familia de Antonia y la familia de su tío Tomas, junto con varias familias del Padúl, y de Jayena, que atravesaron juntos la sierra Almijara llegan a la llamada y conocida hoy, como el camino o la carretera de la muerte, la carretera de Málaga-Almería.

 Durante este trayecto, se encontraron con miles de republicanos procedentes de Málaga y otras localidades de la provincia de Granada.

 Málaga que se encontraba esos días bajo ataque de las tropas franquistas apoyadas por las fuerzas italianas y la aviación alemana, se convirtió en el origen de uno de los éxodos más dramáticos de la guerra: la conocida “DESBANDÁ “.

 El grupo de Antonia se unió a esta multitud que se desplazaba hacia Almería con la esperanza de alcanzar, Almería aun en manos republicanos.

 El camino, conocido como la “carretera de la muerte “, fue testigo de una de las mayores tragedias de la guerra.

 Los desplazados, en su mayoría civiles, avanzaban a pie mientras eran atacados desde el aire por la aviación alemana y desde el mar por buques franquistas. Lo que dejo miles de muertos y heridos a lo largo del trayecto.

 Antonia le cuenta a este cronista, que eso parecía una procesión de gente, unos detrás de otros, que nunca vio tantos muertos juntos, y niños perdidos llorando preguntando por sus padres, sin saber si ya se habían quedado muertos tirados en la carretera, que, a la llegada, algunos pueblos sus habitantes no los dejaban descansar en algunos pueblos, por represalias hacia ellos por los franquistas. Que su padre en muchos trayectos del camino, los sacaba de la carretera durante el día, y los metía en las sierras colindantes a esa carretera, y por la noche volvían de nuevo a la carretera ya que por la noche los aviones y barcos no actuaban.

 Antonia cuenta que caminaban de noche agrupados, hombres mujeres, niños, mulos, burros, cabras, gritando los nombres de sus familiares desaparecidos, perdidos entre la multitud caminando unos cuatro o cinco días hasta Almería.

 A pesar de las penurias, la familia de Antonia logró llegar a Almería el 12 de febrero de 1937, En ese día las tropas franquistas lanzaron aproximadamente unas cuarenta bombas sobre la ciudad, esto ocurre en el momento álgido de la llegada de los refugiados de Málaga y Granada a la capital de Almería, entre ellos Antonia sus hermanos sus padres, y sus tíos.

 Las sirenas que avisaban, de la llegada de los aviones de los sublevados hacia Almería, solo consiguieron avisar con medio minuto de antelación a la primera explosión.

 José y toda su familia estuvieron durante unos meses, tratando de adaptarse a las difíciles circunstancias que los rodeaban, sobreviviendo en una Almería colapsada por el éxodo de refugiados.

Viaje hacia Valencia: otro éxodo más

 La situación en Almería era cada vez más hostil: las tensiones sociales crecían y la inseguridad se apoderaba de las calles, ya que los franquistas amenazaban con la toma de la ciudad.

 Después de varias noches en vela y largas conversaciones, José y su hermano Tomás tomaron la decisión de abandonar Almería. Recogieron las pocas pertenencias que tenían y se subieron a un viejo camión de milicianos que se dirigía a Valencia, El camino no fue fácil. Atravesaron carreteras desiertas, con la constante incertidumbre de lo que podrían encontrar más adelante.

 A la llegada a Elche el viejo camión ya no soportaba sus años y allí se quedó escacharrado, dispersándose por el pueblo de Elche sus viajeros.

 Antonia y toda su familia se vieron entonces forzados a intentar sobrevivir en Elche. La suerte por una vez le sonrió, y en Elche encontraron un poco de sosiego y tranquilidad. Allí comenzaron a trabajar, ya que la ciudad era un importante centro agrícola. Buscaron cobijo en casas abandonadas. A menudo, estas viviendas eran precarias, pero para ellos, acostumbrados a dormir al raso en camas hechas de retamas o tomillos, les parecían auténticos palacios.

El final de la guerra, regreso a Padúl

 Cuando la guerra terminó en 1939 con la victoria franquista, la familia de Antonia regresó a su pueblo natal, Padúl.

 José, "El Lamparita", y toda su familia emprendieron el camino inverso después de tres años de guerra y huidas. Regresar a Padúl implicaba cruzar territorio bajo control franquista, lo que los obligaba a actuar con extrema discreción para evitar ser considerados simpatizantes de la izquierda.

 Al llegar al pueblo, Antonia y su familia volvieron a la cueva en la que habían vivido antes de huir. Afortunadamente, nadie la había ocupado en su ausencia.

 José, consciente de la situación, optó por mantener un perfil bajo para evitar complicaciones debido a su pasado republicano. Sin embargo, en Padúl todos sabían que José era "rojo", aunque él ya no quería destacar políticamente, pues había sufrido demasiado.

 José siempre era mirado con desconfianza por algunos vecinos simpatizante franquistas, un día “El Lamparita “y su mujer Josefa, se van a rebuscar patatas a la vega del Padúl, ya recolectada la cosecha, para poder alimentar a su familia, ya que por el hecho de ser rojo, apenas le daban trabajo los terratenientes del pueblo.

 Un vecino del pueblo que le tenía poca simpatía por ser José rojo, fue y le dijo al terrateniente dueño de esa tierra, con poder e influencia en el pueblo, que había visto a José en su terreno, el cacique se fue al cuartel de la guardia civil diciendo que le habían robado un saco de patatas, aunque no hay pruebas claras. Ese vecino argumenta en su declaración que “José es rojo y resentido “, y que ha robado por venganza.

 La denuncia llega a la guardia civil, que no necesita mucho para meter a José en la cárcel del Padúl, ya que la denuncia se convierte en excusa para ajustar cuentas por ser rojo.

 José de la cárcel del Padúl es llevado a la de Granada donde es condenado a siete años de cárcel, no solo por el supuesto robo, sino también por su pasado republicano.

 Mientras José estaba en la cárcel, a su mujer Josefa la sacan de su casa cueva, unos falangistas, y es llevada junto a otras mujeres del pueblo a la plaza la Purísima del pueblo, y las raparon la cabeza, el rapado del cabello de las mujeres era una práctica humillante que aplicaban los franquistas, como castigo a las mujeres que tenían alguna relación con gente de izquierdas, o simpatizantes.

 José de la cárcel de Granada es trasladado al penal de Santa María donde logró huir, pero es capturado nuevamente y de nuevo ingresado en dicho penal donde se encontraban más de cinco mil internos, las condiciones de los recluidos eran deplorables, inhumanas por el hacinamiento, la suciedad, el hambre y las enfermedades infecto contagiosas.

 La familia de José, compuesta por su esposa y sus tres hijos, tuvo que enfrentar el desamparo de su padre y marido, en una humilde casa cueva, sin ingresos ni apoyo, sobrevivían pidiendo en las casas de los terratenientes de la zona, una práctica humillante pero necesaria para sobrevivir, también rebuscaban patatas y otros alimentos en la vega del Padúl, y salían a los secanos del pueblo para rebuscar las pocas espigas de trigo que quedaban en el suelo después de ser barcinando dicho trigo.

El encuentro en la cárcel, y la libertad

José llevaba años encerrado, acusado de ser republicano, de haber defendido la idea de una España libre y justa. No había cometido más delito que pensar diferente.

Cada día esperaba la temida llamada que podía significar su traslado a un destino peor o, lo que era aún más probable, su ejecución.

 Una mañana, mientras los presos eran alineados en el patio para el recuento, un grupo de oficiales franquistas cruzo el umbral de la prisión.

 José mantuvo la mirada baja, sabiendo que cualquier gesto malinterpretado podía costarle caro. Sin embargo, sintió una presencia inquietante que lo obligo a alzar la vista.

 Uno de los oficiales se había quedado inmóvil, observando con atención. La sorpresa en su rostro era evidente. Era el comandante Julián Sáez, un hombre de su mismo pueblo, aquel que había sido un joven teniente al inicio de la guerra y ahora ostentaba un cargo de poder. Antes de la contienda, había sido un simple conocido.

 Julián se acercó lentamente y, sin apartar los ojos de José, le pregunto en voz baja: 
- ¿Tú que haces aquí ‘? José trago saliva y apenas pudo responder: - Ya lo sabes, comandante.

 Hubo un largo silencio. Julián miro a su alrededor, como asegurándose de que nadie prestaba demasiada atención, sin palabras se marchó.

 José pasó los días siguientes con el corazón en vilo, esperando lo peor. Sin embargo, una tarde, cuando ya el sol caía, un guardia lo llamo a gritos

- ¡José ¡recoge tus cosas.

 José creía que lo llevaban a fusilar, pero contra toda lógica, le entregaron un documento de liberación.

- ¡Puedes irte ¡- le dijo el guardia civil con indiferencia, José no entendía nada.

 José supo que aquel hombre había arriesgado su posición para salvarlo. No era un gesto de simpatía política, sino de humanidad. Quizás, en el fondo, aún quedaba algo de honor en medio del horror de la posguerra.

 Sin más palabras, José emprendió el camino de regreso a Padúl, sabiendo que jamás podría olvidar aquel encuentro en la cárcel.

 José tras salir de la cárcel, regresa a Padúl y se reencuentra con su familia en la cueva, José con su familia empieza hacer una vida normal, y se dedica hacer candiles de barro para las casas poder alumbrarse, esos candiles los vende por el pueblo y por los pueblos , del Valle Lecrín, José se levanta de madrugada y lo acompaña su hija Antonia, como no tenían recursos ni siquiera para comprarse un burro, todos los días tenían que hacer el trayecto hacia esos pueblos andando , con una cesta cada uno colgada del brazo.

 José con el tiempo de los años va perdiendo la vista y sus ojos se van secando, pues era otro golpe más en una vida marcada por la guerra y los años que estuvo detenido y en la cárcel.

 José comprendió que, aunque había perdido la vista, nunca perdería su historia. Y en ella, seguiría vivo para siempre.