No está concretado el tiempo en el que comenzaron a escribirse romances, tanto por su carácter popular como anónimo, ello llevó a que se perdieran gran número de ellos.
En lo que sí coinciden cuantos autores han abordado con profundidad este tema, es que este género de poesía, esencialmente popular, hubo de ser uno de los primeros ensayos poéticos de la lengua romance, creciendo y extendiéndose al tiempo que ella y, así, tomando el mismo nombre de la lengua empleada para darle forma.
El primer documento donde se citan los romances en la indicada acepción, no en la de "lengua” ni en la de “novela corta” que tenía esta palabra en la Edad Media, es en el Proemio del Marqués de Santillana, escrito entre 1445-1448: “Infinitos poetas son aquellos que sin ningún orden, regla ni cuento facen estos cantares y romances, de que las gentes de baja y servil condición se alegran”.
El mismo Ramón Menéndez Pidal, que escribió que era uno de los españoles de todos los tiempos que había oído y leído más romances, nos romances, nos afirma que los romances comienzan a ser oídos en los palacios ya en 1445, en el tiempo de Alfonso V de Aragón, donde servían de modelo a la poesía trovadoresca, y, menos de veinte años después, en la de Enrique IV de Castilla. Después, en la corte de los Reyes Católicos, eran estimados en su aspecto de poesía política, “destinados a mantener el público interés despierto hacia la Guerra de Granada”.
Entre los romances más antiguos de los que tenemos noticia se encuentran los de Carvajal, poeta de la corte napolitana de Alfonso V de Aragón, contenido en su “Cancionero de Stuniga, uno de ellos con fecha de 1442. También se conservan tres más antiguos atribuidos a Rodríguez del Padrón, los que figuran en un manuscrito que se encuentra en el Museo Británico.
En el reinado de los Reyes Católicos, en el mismo que tiene lugar el heroico hecho castellano de la toma de Alhama, los poetas eruditos cultivadores del romance forman legión, no limitándose a componerlos como propia creación, sino que es común en estos glosar y rehacer otros romances, los que se vienen a clasificar como “viejos”, los que tienen una excepcional importancia por ser uno de los primeros ensayos de nuestra poesía popular y contener expresiones de gran belleza.
Milá y Fontanaís, Menéndez y Pelayo y el mismo Menéndez y Pidal opinan que los romances son restos de cantares de gesta. En general de autor anónimo, estaban escritos para ser recitados por los juglares en los castillos de los nobles y por lo general solían de hazañas guerreras.
“Como poesía histórica, las crónicas y las historias –escribe Menéndez y Pidal- los incorporaban a veces en sus relatos. Luego la música de salón, la de los vihuelistas, cultiva el romance tradicional en las Cortes de Carlos V y Felipe II, muestras de esta moda hallamos desde el arte de vihuela del caballero Luis de Milán (1535) hasta el tratado de música de Salinas (1577).
Creciendo cada vez más el gusto por los romances, empieza la costumbre de coleccionarlos en tomitos de bolsillo. “El cancionero de romances” abre la serie, hacia 1548; siguen “Silva de romances”, “La flor de romances”, hasta el “Romance general” de 1600, y sus derivados. Las primeras colecciones recogen los romances viejos y tradicionales; las últimas acogen los de novísimas modas, principalmente los moriscos de estilo renovado”.
Nos concreta igualmente cómo el Romancero no es un producto meramente medieval, por lo que no puede observarse la gran boga que los romances alcanzaron en el siglo XVI como un fenómeno antirrenacentista o al menos arrenacentistas, “como una prueba de la tesis que se ha enunciado con la formula “España sin Renacimiento”, dejando bien sentado que el Renacimiento, por doquier, tuvo como consecuencia esencial la alta consideración de la poesía local.
Al hablar de “popular”, Menéndez Pidal, nos lleva al humanista Juan de Valdés, el que distinguió adecuadamente los términos de popular y vulgar, tan frecuentemente confundidos, quien enlazaba la naturalidad de los romances “porque en ellos me contenta aquel hilo de decir que va continuado y llano, tanto, que pienso que los llamas romances porque son muy castos en su romance”, contraponiéndolos al “ decir bajo y plebeyo, al que hace referencia el Marqués de Santillana, entre otros autores, de numerosas canciones de poetas cortesanos.
Lo cierto es que el favor que logró la poesía cortesana en aquella época trajo consigo el abandono de los códices antiguos, así del “Mester de clerecía” como del de “Juglaría”, como de los asuntos que estos cantantes celebraban y de los fragmentos conservados a la memoria se apoderó el pueblo, entendiendo por “pueblo” lo que decía la partida 2ª (tit. X1ª) el “ayuntamiento de todos los homes comunalmente, de los mayores, et de los menores, et de los medianos”, siendo así estos nuevos poemas de carácter popular los romances.
Además, no hemos de olvidar que, en sí, el romancero es también la historia de una frustración y de un extrañamiento, como dicen Blanco, Puértolas y Zavala, los del ser humano en un momento de crisis y cambios religiosos, políticos, sociales y económicos, convirtiéndose así en la historia de hombres y mujeres que comienzan a ser y son modernos.
Los primeros romances incluidos en los “Cancioneros”, así como los publicados sueltos, fueron tan bien recitados por el público, que obligó, por el interés despertado en general, a editarse libros dedicados concretamente a recopilar romances. La primera colección publicada en España, que se tenga noticia, en la de 1550 de Esteban García de Nájera, que se imprimió en Zaragoza, con el título de “Silva de varios romances de que están recopilados la mayor parte de los romances castellanos hasta ahora que hasta ahora se han compuesto”.
El gusto por los romances y, con ello, el romancero que lo contiene decae hacia la segunda mitad del siglo XVII, llegando hasta a ser despreciado en el siglo siguiente, quedando con alguna vitalidad en pueblos alejados y medios rurales, a pesar de que ya en ese tiempo su extensión por toda la Península así como por Iberoamérica, Norte de Áfricas, países de Asia Menor, etc., se consolida hasta nuestros mismos días, “mostrando una proyección geográfica que ninguna canción tradicional iguala ni ha llegado a igual”, escribe Ramón Menéndez Pidal.
Nuevamente fueron los extranjeros, como en tantas otras cosas, fueron los extranjeros los que ya bien avanzado el siglo XVIII, hicieron posible que los romances volvieran a resurgir, mostrando por los mismos gran estima y resaltando su importancia y atractivos literario y popular.
Una gran relación de escritores de toda Europa y Estados Unidos ponen a los romances en lo más alto, rehabilitándolos totalmente durante el siglo indicado y el siguiente, el XIX, destacando en ello muchos españoles, en los que se encontraba José Zorrilla y el duque de Rivas. Ambos profundizaron y se sumergieron especialmente en el “¡Ay de mi Alhama! Concretamente Menéndez y Pelayo, resalta nuestro romance como una de las mejores poesías de todos los tiempos de la Literatura Española.
Sí, de toda nuestra Literatura a lo largo de los siglos. De ahí el que estas Veladas, Alhama, Ciudad de los Romances, la que se va a desarrollar el próximo sábado en la Plaza de los Presos o Real, sea ese justo recuerdo de la grandeza que tiene Alhama dentro de esa gran Historia Española de la Literatura y en concreto cuando tratamos sobre los romances.
Sin lugar a dudas, la intervención de Manuel Juan García-Calvo Ruiz, como Invitado de Honor de esta XXVII edición será singular e inolvidable.