A partir de la altura de cierta edad, resulta que cuando miras atrás lo primero que te viene a la memoria, en lo que a recuerdos y sentimientos se refiere, son los de los años de la infancia y niñez. En mi caso concretamente, tras los seres queridos que se fueron, los veranos de la niñez con el río como máximo e inigualable atractivo.
Hace unos años, Antonio Arenas Maestre, nuestro actual periodista alhameño en Ideal -periódico en el que siempre, de muy diversas formas, ha estado muy presente algún periodista, corresponsal o colaborador de la misma Alhama, como José Sánchez Enríquez, José Luis de Mena Mejuto, Antonio Ramos Espejo, Juan Cabezas Moreno director de Alhama Comunicación, y, entre otros más, el que este artículo escribe que publique por primera vez en diciembre de 1965, mi artículo “Alhama, la Suspirada”, no dejando durante todo mi vida de colaborar y sentirlo como uno de los dos diarios de toda mi vida, con más o menos regularidad, enviando generalmente artículos sobre Alhama y algunos otros temas culturales o artísticos, o en razón a los cargos que iba desempeñando tanto en Málaga como en Andalucía incluso durante los años después en los que profesionalmente era redactor del diario malagueño “Sol de España”- me pidió una síntesis sobre mis veranos de la infancia y la niñez en torno a una fotografía.
Así lo hice y con texto y foto, él, Antonio, publicó toda una bella página, la que en parte es por la que se guía este “Volver al ayer” de hoy. Lógicamente, como se suele decir, no sé si bien corregido, pero si adecuadamente aumentado, volviendo a aconsejar que estos artículos no tienen porque leerse de un tirón, puede hacerse en varias veces. Los periódicos de papel te imponen una extensión necesariamente, este medio te permite no dejarte nada de lo que consideres oportuna que no podemos acabar llevándonoslo con nosotros definitivamente.
UN FRESCOR EN LA MEMORIA
Como decía entonces y he comenzado diciendo ahora, los años de la infancia y la niñez mantienen a lo largo de la vida y, especialmente, cuando esta avanza en tu etapa de jubilado, un frescor en la memoria realmente sorprendente en tantos y tantos casos. Más aún cuando fueron, al menos para uno y desde la visión de esa corta edad, años felices y transcurrieron con muy gratos momentos y acontecimientos. Salvo uno que otro que vino a cambiarte la misma existencia y a empañártela lo que, en cierta medida, te puede quedar muy presente para toda la vida, como puede ser la muerte de tu mismo padre.
Así, al volver a mis primeros veranos, los recuerdos me traen aquellas noches, muy concretamente las de luna llena, en las que mi padre (Inocente García Carrillo, castellano de Toledo nacido en el corazón de La Sagra, en Yuncler, llegó aquí a cubrir por unas vacaciones a un compañero de Correos -era técnico de este cuerpo desde cuando tan sólo tenía 16 años y hasta los veinte y tantos, al no tener padres y sus hermanos estar con el tío Andrés, en Cuenca, se dedicó a las suplencias y vacantes temporales recorriéndose así media España, hasta que llegó a aquí- y se enamoró de mi madre y de Alhama y su Historia) solía disponer que toda la familia, ya al anochecer y hasta altas horas, nos fuésemos a cenar, de picnic, a alguno de los muchos rincones y espacios realmente bellos que hay a lo largo del río Alhama, no muy lejos de la misma ciudad. Su lugar preferido era entorno a la ermita de “Los Ángeles”. Allí, nos narraba, como en casa en los días de invierno todos en la gran mesa redonda del comedor, con su tapete-enaguas de abrigo y su brasero, narraciones, cuentos y leyendas de todo tipo e interés para nosotros, especialmente relacionadas con Alhama, Granada y su Toledo natal. Todas fueron inolvidables, pero la del Salto del caballo y A buen juez, mejor testigo -tradición toledana del Cristo de la Vega, que, milagrosamente, declara como testigo del incumplimiento de una promesa de boda-, eran su especiales por nuestro pueblo, que lo hizo también suyo, y la provincia de su nacimiento a la que nunca ni se olvidó ni se alejó.
Igualmente, algún que otro domingo o festivo, toda la familia, bien preparada para ello, y comenzando el camino al amanecer, nos íbamos a parajes más lejanos, a los mismo nacimientos del río, o a alamedas espléndidas y llenas de encanto y sombras, a los alrededores del cortijo “La Casa Alta” de su amigo y patrocinado como abogado Amaro Márquez. Entonces se hacía con uno o dos animales, asnos o mulas, tanto para la carga de cuanto había que llevar y para subir a los más pequeños, mi hermano Félix Luis y yo. Lo cierto es que se iba excesivamente bien provisto de todo, hasta de platos de cerámica, lógicamente entonces, no los había de plástico, pero llevarlos de cerámica era un verdadero riesgo. Como ese día en el que, antes de hacernos la fotografía de cuantos componíamos la excursión, el burro, estando todo dispuesto para el almuerzo campero, se soltó de su amarre y paso por encima de platos, alguna comida y cuanto había en el mantel apropiado para el lugar y uso, con la correspondiente alarma para todos y valiéndonos después de lo que no tocaron las patas del asno desatado.
EL VERANO DEL 1958
La muerte de mi padre cuando acabada de cumplir los diez años conllevó que el verano siguiente al 7 de abril de 1958, tuviese bastantes más novedades. Por un lado, un mes entre junio y julio, mi hermano Félix Luis y yo, lo pasásemos -como compensación por que ya no existía el Colegio de Huérfanos de Correos- en “La Serrota” en plena Sierra de Gredos en Ávila, un paraje maravilloso donde invitaron a todos los huérfanos de Correos de España menores de unos trece años y que hubiesen cumplido los nueve.
Delicioso lugar y programación, con un campo de fútbol en un bellísimo prado y con dos piscinas, además de otra larga serie de atractivos, teniendo varias horas ocupadas con fuego de campaña tras las cenas y cantando y contando historias varios monitores. Las huérfanas iban a otro albergue distinto.
Félix Luis y yo no olvidamos jamás este mes, ni el viaje a Madrid y el tiempo que quedamos con mis tías Paula y Remedios, hermanas de mi padre. Ni tampoco, en un principio, nos fue fácil olvidarnos que habíamos estado en Madrid y en plena Castilla, ya que volvimos hablando de un casi finolis que les hacía gracia a familia y amigos, si nos esforzamos por hablar bien allí, aquí tuvimos que hacerlo para no quedar como casi pedantes en nuestra forma de expresarnos.
Ese mismo verano, estuvimos una semana con mis tíos Juan Bautista y Paco, nuestros “chachos”, como les denominamos cariñosamente junto a nuestro tío Santiago Martel Velasco casado con la hermana de mi madre Inocencia -cuando no correspondía, ya que “chacho” era y es en nuestra comarca hermano de uno de los abuelos-, en el cortijo de “La fuente del águila”, un gran cortijo de mis abuelos, donde participamos en las más diversas tareas de la recolección que nos era posible, especialmente la trilla, y en vez de hacer la vida en el mismo cortijo la hacíamos bajo una encina bien tricentenaria singular y con un tronco que necesitaba a muchas personas para poder abrazarla en su totalidad y bajo la cual se situaban carros y carros así como cuantos aperos necesitaban los labradores que compartían una inmensa era cercana a ella, donde a la vez se trabajaba hasta cuatro parvas.
Encina que un día, cuando ya había prescrito el “delito” años después, un nuevo propietario del terreno donde se encontraba tan majestuoso árbol, el que siempre se interesó bastante más por el dinero que por cualquier otra cosa, la cortó sin autorización alguna y, como me comentaron, eso sí, vendió en buenas piezas para obtener madera toda la leña que dio, varios camiones. A veces se cometen las más grandes barbaridades ante muchas personas y ninguna de ellas se decide a ponerle remedio si lo ve venir o, cometida “la lamentable braveza”, a denunciarla para que pague el “machote”. Y en este caso, para que no haya confusiones o mal entendidos a propósito, no estoy hablando de nadie que lleve el apellido Maldonado o tenga relación con éste.
CIELO ESTRELLADO Y ROCÍO
En fin, que Félix Luis y yo, durmiendo a la intemperie en la era, entre sacos y con una buena manta que sólo nos dejaba la cara libre, viendo el cielo estrellado hasta que nos quedábamos dormidos, y despertándonos el rocío de la mañana, lo pasamos muy bien. Yo seguí algunos años más yéndome al campo en verano, bien con mis tíos al citado cortijo o a su tierra de “La cuesta de Loja”, o yéndome al de mi tío Santiago, el denominado “Muapelos”, casa nueva y muy bien realizada y distribuida y de los cortijos más modernos en su tiempo en Alhama, con motores propios para tener luz eléctrica y otra serie de comodidades y avances, donde compartía caminatas con mis primas Ana Mari, Chencha, Charo y Carmen, a “El Marqués” -denominación porque correspondió en los repartimientos al conde de Tendida, también primer marqués de Mondéjar- y de éste lugar que está cerca al cortijo de “Caña honda”, donde había un estanque en el que, aunque con poco agua, nos bañamos todos.
“Muapelos” era mi lugar preferido, allí pasé muchísimas de mis vacaciones de verano y de invierno, hasta la Nochebuena de 1963 la pasamos toda la familia. Mi inolvidable Juan Luis, primo hermano, más lo segundo que lo primero, y compadre por su primera hija, María del Carmen Martel Pérez, cariñoso y cabal, me llevaba desde el amanecer a que viera, y si en algo podía ayudar, todas las faenas que la recolección tiene consigo.
Así era y es la vida, unos amigos y compañeros de la escuela y estudios se tenían que quedar en el campo por obligación y necesidad y otros, muy pocos, íbamos para pasarlo bien y estar allí hasta que comenzásemos a echar de menos los baños en el rio Alhama, frescos, pero deliciosos.
A partir de cuando cumplíamos unos diez años, el río se hacía imprescindible en la chiquillería y juventud de toda Alhama, concretamente de aquella que no tenia que quedarse en los cortijos ayudando a sus padres. A estos solía verlos en la Feria de San Juan y hasta el 15 de agosto, el Día de la Virgen como se decía, procuraban estar todos de vuelta en Alhama con los trabajos de recolección efectuados, aunque alargándose en no pocos casos.
“ROMANCES” Y DICHA VERANIEGA
Mientras tantos, junto al pueblo, en el cauce del río, los remansos -nosotros los denominábamos "romances", entonces no sabíamos mucho del ¡Ay de mi Alhama!- que las avenidas del invierno formaban en distintos lugares, así como las acequias de "La Trucha" y "Alta", eran la delicia de todos. Los mejores remansos que recuerdo eran los que se formaban en el río a su paso por la zona de la trucha o un poco más arriba, en alguna ocasión hasta con una considerable anchura y profundidad y corriendo deliciosamente el agua por ellos con una suavidad encantadora.
Agua cristalina y fresca, transparente viéndose el fondo del cauce. Situándonos en su parte más baja para hacer "pis" si era necesario, siempre bastante más abajo de donde nos estábamos bañando todos y subiendo a la más alta cuando nos entraba sed e íbamos a beberla más arriba, precisamente por lo anterior. Sin dejar de estar metidos en el agua, aquí no se solía tomar el sol, desde antes de las once de la mañana -hora de aquel tiempo-, hasta, las dos de la tarde. Volvíamos a casa a almorzar, nuestras madres nos obligaban a guardar la digestión, quizás por aquello de que "¡Como te ahogues, te mato!, y antes de las cinco de la tarde estábamos otras ves en el "romance" preferido hasta las siete de la tarde o más, según se pusiese el sol. Y esto durante casi todos los días de julio y agosto, a pesar de que nuestras abuelas pretendían, pero creo que pocas veces lo lograron, que esperásemos al 16 de julio, Día de la Virgen del Carmen, para comenzar los baños una vez bendecidas las aguas, y dejar de bañarnos el 16 de Agosto, tras el Día de la Virgen de la Asunción, cuando ellas creían que parecía ser que la bendición dejaba de tener efecto.
Mientras tanto, las niñas y jovencitas, como recuerdo en alguna medida y me cuenta y confirma con la excelente memoria que la distingue mi querida Quety Espejo, hermana en amistad y afecto de nuestras familias, con una larga serie de medidas para no poder ser vistas cuando se bañaban, haciéndolo no precisamente con biquinis, sí con todo un vestido apropiado para la ocasión, que nada tenían de minifaldas, ya que sobrepasaban bastante las rodillas como vestidos largos que eran, solían bañarse en las acequias propias de los molinos de “La Purísima” o de “Las mercedillas”, como se conocían los de las familias de Castro Valladares y de Emilio Fernández Castro, respectivamente, o en cualquiera de los otros molinos que dieran la posibilidad de la seguridad que buscaban en este orden de cosas, ya que sabían y veían bien que intentaban ser observadas desde lo alto de los tajos y otros lugares por los jovenzuelos, pero nada, absolutamente nada, conseguían estos, ya que ellas situaban hasta varias amplias sábanas para impedirlo.
También, solo niñas y jóvenes, conseguían disfrutar en solitario de ciertos remansos como eran los del denominado “Romance de los maestros”, rio arriba, o el del molino “Mochón”, ya en la carretera de abajo que llevaba al Balneario. Siempre dispuestas y preparadas para que en modo alguno fuesen vistas.
LEJANA PLAYA E INEXISTENTES PISCINAS
Para el alhameño, al menos en aquellos años, sin piscina pública, ni privada, con el pantano de “Los Bermejales” en construcción, Franco vino por aquellos años después a inaugurarlo, no muy recomendado para el baño y nada fácil de desplazarse hasta el mismo, y sin posibilidad de ir a la playa, aún estaba muy lejana para los de tierra adentro, aunque estuviese tan al alcance para nosotros como la de Torre del Mar, nuestro río, nuestro Marchán, con sus alamedas, lo era maravillosamente todo durante el día en verano. Recuerdo que hasta que no tuve quince años no comencé a ir, alguna vez, bastantes pocas, a la playa.
Se ponían un par de familias de acuerdo y en un coche alquilado -de nueve plazas en las que entraban hasta doce personas, dependía de cuantos pequeños había-, todos hacia la playa, aunque siempre con algo más programado además del baño, visita a la Cueva de Nerja o a la misma Málaga. En el primer caso, antes del horario de baño y, en el segundo, tras éste. Eso sí, el sol hacía con nosotros de las suyas. Especialmente la primera vez que íbamos aquel verano. Aunque, de alguna forma, presumíamos de nuestro "exagerado tostado", al proclamar que habíamos estado en la playa.
INOLVIDABLES TERTULIAS VERANIEGAS
Ya estrenando juventud las primeras horas de la noche y algunas más, se convertían en momentos de juegos y charlas en el entonces denominado “Paseo” a secas, en los bancos del mismo o en cualquier de sus lugares apropiados para formar un corrillo, nos agradaba sobre todo las partes de sus extremos de fondo que lindan con el Castillo, amigos y amigas entrañables e inolvidables, no dejábamos de charlar y contar nuestras experiencias e inquietudes propias de la edad. Algún que otro juego pero sobre todo sincera y buena amistad, de la que quedaba para todo el largo invierno -en muchos casos para toda la vida- tras unas vacaciones que, en aquellos años se iniciaban tras los exámenes del curso correspondiente del Bachillerato hacia finales de mayo principios de junio y la vuelta a Granada a finales de septiembre para comenzar ya en octubre.
La canción del “Dúo dinámico” “El final del verano”, “El final/ del verano/ llegó/ y tú partirás…”, fue y ha sido siempre, al menos para mí, algo que llevo grabado en la misma alma. Han pasado ya sesenta años, pero jamás lo he olvidado todo esto, comenzando por aquellos buenos y entrañables amigos, muchos de ellos con los que todavía, de tiempo en tiempo, volvemos hasta a vernos, otros desgraciadamente en estas últimas décadas, y hasta antes, tomaron el Camino que lleva a la Otra Orilla.
Como siempre he agradecido que tuviera la suerte de ser niño y joven que disfrutó los veranos de una tierra singular y magnífica para pasar, cualquier época del año, pero sobre todo, el verano. Aquí, en nuestra Alhama de y para siempre, donde todo se combinaba y puede aún más combinarse para que fuese y sea ahora así, generación tras generación y todas las existentes a la vez.
Fotos: Pablo Ruiz Becerra y archivo Andrés García Maldonado.