Mis queridos amigos y, sobre todo, paisanos y amables lectores, no, no penséis que de niño o joven era un pendenciero. Cuantos me conocieron y trataron, mis amigos de aquellos años que muchos lo siguen siendo al seguir en este mundo, lo saben muy bien. Jamás busqué un enfrentamiento con nadie, ni menor, ni mayor que yo -aún menos-, pero era un tiempo en el que o te defendías o te podías llevar un buen golpe y hasta una pedrada. Finales de los cincuenta y principios de los sesenta del pasado siglo.
Van pasando los años y atrás van quedando recuerdos y sentimientos de toda nuestra vida. Puede que de estos últimos lustros haya algo que te cueste recordar. Mientras tanto, de los años de la niñez y primeros de la juventud, florecen constantemente casi como si hubiesen sucedido hace poco tiempo, en algún caso, ayer mismo. Probablemente, además de por quedar grabados en nuestra memoria para siempre, porque fueron momentos o instantes que te dejaron una especial huella de personas que quisiste y te quisieron.
Cuando uno escribe o habla con tanta asiduidad sobre hechos y acontecimientos vividos, sucede que los hay para todos los gustos. Hablando de Alhama cuando era niño o iniciaba mis años jóvenes, comento tantas cosas como cualquier lector puede recordar, comentar o hacer referencia de esos años. Así, permítaseme, que el “Volver al ayer” de esta semana de nuestra “Alhama Comunicación”, esté dedicado a una selección, las que mejor recuerdo, de “las peleas” o “pugilatos” físicos de aquel niño o joven que fui.
Dejando claro, apreciado lector, por mi honor y consciencia, perdona que vuelva a insistir, que creo que jamás ocasioné o provoqué yo pelea o reyerta alguna. Desde hace muchos años, muchos, esto ha cambiado y ya las peleas físicas entre menores, así como las de mayores, no se dan, puede que se produzca alguna en el colegio o en el instituto, pero es la excepción y el comportamiento de la inmensa mayoría, casi de todos, en, precisamente, tanto en evitarlas como, si llegan a producirse, en cortarlas es evidente.
Tú, estimado alhameño, sobre todo si tienes ya bastantes años, ¿Recuerdas algún encontronazo físico o pelea con un compañero o conocido en tus años niños o primeros jóvenes? Puede que sí. ¿Pero cuántos años hace que ni te acordabas? Decenas y decenas.
No olvidemos que en aquellos años, décadas de finales de los cincuenta y primeros de los sesenta del siglo pasado, en tantos casos, estábamos más en la calle que en nuestras casas. No había televisión y nuestro gran atractivo era la película que el “Cinema Pérez” proyectaba cada domingo, en función de las 7,30 tarde. Donde ahí si abundaban las películas que llamábamos “Del Oeste”, en las que solía haber toda clase de peleas, pendencias y peloteras físicas, sobre todo en el “Saloon” del lugar donde el protagonista solía repartir “a los malos” sus contundentes puñetazos.
AUTOESTIMA Y COMPETENCIA
Por nuestra parte, tras comenzar a ir a la escuela con seis años, poco a poco se iban asentando más en nuestra personalidad, como sucedía en todo niño por lo general, en formación dos sentimientos muy importantes, como son el de la autoestima y el de la competencia, aunque ni nos diésemos cuenta, pero sí influían en nuestro modo de ser, sobre todo en relación con los de nuestra misma edad. Y ello nos llevaba, en más ocasiones que las deseadas, a la pugna con posible refriega con nuestros compañeros, y hasta amigos, del colegio o de la parte del pueblo donde vivíamos.
Estos encontronazos solían suceder en aquella media hora del recreo, el que comenzaba a las once y media de la mañana, aunque también a la hora de la salida de clase bien para almorzar o concluyendo por la tarde la jornada escolar y, tras la merienda, vuelta a jugar con los amigos. La causa para una pelea la había para todos los gustos y caprichos, porque “el matoncete” de turno te elegía como presa de su liderazgo observándote ante los demás más débil, porque jugando -casi siempre al fútbol- se discutía una acción del encuentro que se jugaba, o te discutía el gol metido o el buen regate realizado, también porque opinabas abiertamente que no eras seguidor del equipo nacional de él, etc., etc. Para el desencuentro de las personas desde la misma niñez ha habido toda clase de causas y excusas. Es condición humana.
Cuando se veía venir el pugilato que se iba a producir, la inmensa mayoría de compañeros, en vez de evitarlo, lo alentaban y no pocos se ponían a favor de uno de los contendientes. Se formaba un corro de chiquillos en cuyo centro quedaban los dos posible “púgiles” enfrentados cara a cara, dispuestos con más o menos ganas a agredirse físicamente, y siempre había alguien que calentaba más la eventual enemistad entre los dos abocados a darse algunos golpes.
Por ejemplo, ocurriéndose dibujar dos rayas en el sueleo, en ocasiones en la misma tierra en otras con tiza. ¡Qué pocas calles había asfaltadas entonces en Alhama! Y diciéndoles a ambos que la raya más cercada a cada uno de ellos representaba a su madre, e invitando a ver quién era capaz de pisar a la raya del otro, o aconsejándoles, si veía agobiados a los protagonistas y en duda la riña, pues que el primero que mojase con saliva la oreja del otro, había ganado si éste no respondía al “gravísimo insulto”. Si alguien intentaba evitar que llegasen a las manos, los enfrentados se negaban a dejar la pendencia, ahí ya influía muy profundamente para la mentalidad de ambos lo dicho de la autoestima y la competencia como personas. Quedar como cobarde era lo peor que te podía pasar, peor que recibir unos cuantos golpes.
La mayoría de estas peleas acababan en combate nulo porque no se llevaban a cabo, tras mucho decirse por ambas partes y llegar hasta el insulto grueso, por suerte sonaba la frase “Adentro de la Escuela de don Juan”, cuando era en el recreo, y, como cuando se salva uno por la campana, aquí era porque se había acabado el recreo y era muy peligroso que nuestro buen maestro Agustín o el mismo don Juan tuviesen noticia de esta pelea entre alumnos suyos y en horario escolar. Lo dejaban para después y, lo cierto, es que la mayoría de las veces no pasaba nada y cada uno, al concluir las clases, para su casa.
Pero claro peleas entre los niños y jovencitos de aquella época si llegaron a haber y, la mayoría, ya fuera del colegio y sus horarios, en los largos tiempos de vacaciones. Y eso es lo que voy a contar de las que yo recuerdo, comenzando por aquel día que mi hermano León Felipe, que tenía merecida -no sé si buena, aunque siempre estuvo al lado del débil- fama de que quien se enfrentaba con él se lo pensaba dos veces al menos y sabía demasiado de ataque y defensa personal, me dio una lección esencial que jamás olvidé: “tienes que estar muy atento, pegar siempre primero y procurar salir del alcance de los puños del adversario inmediatamente”.
CON LUCAS
Lucas era una excelente persona y buen amigo. Éramos vecinos, él vivía en la Calle Alta, casi al inicio, y yo en el denominado "Rinconcillo" de la calle Fuerte.
No recuerdo la causa, sí que tendríamos unos 9 años, y nos encontrábamos en el Paseo, a la altura del Estanco. Estábamos peleándonos y creo que el reparto de golpes, aunque no iban a dejar secuelas a ninguno, se mantenía ya durante unos minutos. En medio de la refriega, observo que se acerca mi padre e, inmediatamente, vine a pensar algo así como: “Lucas ahora te vas a enterar la que te vas a llevar”.
Mi padre nos separó del todo, nos dio un cachetazo a cada uno y dijo que no quería peleas y que lo que teníamos que ser es buenos amigos, nos cogía a cada uno nuestra mano derecha y nos las acercó para que nos la diéramos. Y dijo algo así como “Así me gusta”, nos dio a cada uno una peseta, a mí un beso, y se fue.
La verdad es, lo recuerdo perfectamente, que aquello a mí no me gusto nada, pero nada de nada, aunque sí es cierto que Lucas y yo seguimos jugando como si no hubiese habido disputa alguna.
CON MANOLIN
Manolín, buen y estimado amigo, era algo “quemasangres”, y Félix Luis, aunque tenía buen humor, demasiado serio para su edad, quizás porque era el niño “empollón”, con una inteligencia nada común. Si mal no recuerdo estaba también nuestro vecino y amigo, de ambos, Manolo Quesada González. Nos encontrábamos entre la barbería de su padre y la posada de la Calle Alta.
Sin saber porque, algo le dijo Manolín a Félix Luis, que la consecuencia es que se inició una verdadera pelea en la que se alcanzaron e hicieron daño, en un momento dado mi hermano le propició un gancho en toda la mandíbula, que provocó que por la boca de su contrincante saliesen “varias piezas blancas”.
Félix-Luis, al observar el golpe y sus consecuencias, dejó la pugna y el lugar y salió corriendo para casa, diciéndome: “¡Andrés, vamos corriendo!” y es lo que hice tras él, corrimos como alma que lleva al Diablo, nuestra casa no estaba nada lejos.
Mi hermano, asustado, me decía: “Le he roto los dientes y verás ahora la que va a liar”. Pensaba que vendría el padre de Manolín y que estas conductas mi padre las castigaba y más aún ante la gravedad que parecía tener ésta.
Se acabó aquél día de feria para los dos, dijimos a nuestros padres que ya no teníamos más ganas de salir, y pasaban las horas hasta que nos fuimos a dormir pensando que al día siguiente la íbamos a tener buena.
Nada, llegó el día siguiente y no había señal alguna de los vecinos de la casa de abajo. Estábamos extrañados, hasta pensando que Manolín nada había dicho en su casa. Pero no lo comprendíamos ya que fueron varias piezas blancas las que vimos salir de su boca tras el puñetazo que le dio.
Total, que ya que no se movía nada, decidimos salir nosotros. Y por “El pretil de los bollaos”, a la altura del “Bar El Andaluz”, estaba Manolín. Nos acercamos y fue él el que dijo que no quería más peleas a Félix Luis, éste le preguntó cómo estaba y le contesto que bien. A lo que mi hermano respondió: “que qué había pasado con los dientes”. Y Manolín contestó: “¿Qué dientes?”, “los que se te cayeron con el puñetazo”, le dijo Félix Luis a lo que contesto Manolín: “¿Pero qué dientes? Si eran piñones dulces que me gustan mucho”.
Desde entonces, especialmente por Navidad o Ferias, a Félix Luis y a mí, los piñones dulces siempre nos trajeron el recuerdo de este hecho y una sonrisa, en mi caso, que jamás ha dejado de acercarme al hermano querido que tan pronto decidió tomar el Camino de la Eternidad.
LOS PAVIA
El padre, hombre alto y fuerte, era buena persona y muy cordial. Dos de sus hijos, uno algo mayor que yo y otro menor, bastante traviesos y con cierta “malaleche”, y no con modales exquisitos y refinados. Quizás por mi situación de “placetero” y de que en la escuela estaba siempre mejor situado que ellos, la tenían tomada conmigo.
Una tarde, llegado ya el verano, estaba por el Paseo de Abajo, los dos se acercaron a mí con el propósito de meterse conmigo y pegarme, me defendí bien y fui yo quien iba saliendo mejor parado a pesar de estar en desventaja. Entonces, uno de ellos cogió una piedra y con ella me pego en plena cabeza, concretamente entre los huesos frontal y parietal, haciéndome una herida que comenzó a sangrar inmediatamente.
El padre, que venía Paseo de Abajo hacia arriba -hoy Carrera de Francisco de Toledo- a la altura de las entonces escuelas donde estábamos, observo el comportamiento de sus hijos y cuando vio que sangraba y pregunto qué de quién era yo, a sus hijos les dijo que se fuesen rápido para casa, pero sin regañina ni nada. A mí, me seguía saliendo sangre, me animó y me dijo que no era nada y que se iba a curar con agua fresca de la Pila la Carrera. Creo que se preocupó de la situación y, hasta que la sangre, coaguló me retuvo. Como mejor pudo me secó la cabeza y no sé, pero hasta me medio peinó. Lo cierto es que yo no dije nada, Félix Luis sí se dio cuanta pero para la cena, más de dos o tres horas después, ya estaba el pelo totalmente seco y yo bien peinado, y había procurado que ni mi padre, ni mi madre, me viesen, pasando el tiempo jugando en nuestras habitaciones de abajo.
Aunque parezca mentira, quizás por la edad, lo cierto es que me quedó una pequeña señal, en el frontal, pero jamás dije nada salvo a mi hermano Félix Luis. Eso sí, “Los Pavías” no se volvieron a meter jamás conmigo. Algo es algo, no sé si el padre les llamó al orden o les canto las cuarenta, insisto era un hombre cordial y creo que bonachón.
El entonces Paseo, hoy Paseo del Cisne, en aquellos años
LOS TEODORO
El guardia civil llamado Teodoro, no recuerdo el apellido, pero así con su nombre propio lo conocía toda Alhama, tenía dos hijos uno de ellos de mi edad y el otro un año y pico menor.
Ya había muerto mi padre y tendría uno 11 años, cuando me afectó la enfermedad de “La tiña”, en aquel caso una infección del cuero cabelludo, por la que me quedé prácticamente calvo y en clase se me autorizó a llevar una boina que no me quitaba absolutamente para nada, tapando mi gran ausencia de pelo.
Estábamos aquella tarde jugando un partido de fútbol en el Patio del Carmen -entonces también conocido por Patio del Cuartel- y los hermanos Teodoro formaban parte del equipo contra el que jugábamos. En un momento dado, metí un gol en la portería adversaria que constituíamos como uno de sus postes la morera existente allí desde 1931.
El mayor de los hermanos, con mucho genio y cabreado, de muy mala manera, me quitó la boina y la lanzó al suelo. El dejar mi calva al aire era para mí como el despertar “un genio” que no concia en mí. No cogí la boina, me fui directamente hacia él y comencé a pegarle, inmediatamente su hermano se sumó a la pelea, y, es lo cierto, también le di.
Cuando estaba en toda esta refriega, veo que se acerca el padre de los chavales, el guardia civil Teodoro que esa tarde y hora estaba, precisamente, de guardia de Puertas y por lo tanto había contemplado todo lo sucedió. Al principio me preocupe, pero pronto observé su clara actitud. Cogió primero a su hijo mayor y le dijo que cogiese la boina y me la entregase correctamente, una vez que hizo esto, los cogió a los dos y les dio a cada uno un par de bofetones y los echo para su pabellón -en el cuartel-, manifestándoles algo así como que, además, los dos habían salido escaldados. La verdad, me inclino por lo primero porque sé la gran personas que era aquel guardia civil, buen amigo de mi querido tío Santiago Martel, pero no sé si le molestó más la actitud lamentable de sus hijo de quitarme la boina o que los dos hijos juntos no pudieron conmigo, claro el berrinche y, por lo tanto, genio que yo tenía en aquellos momentos debió de ser de aúpa a pesar de mi corta edad.
CON SALVADOR
Entrañables amigos y con las familias muy amigas, así como los mismos hermanos. No sé cómo llegamos a la pelea porque, entre estas y otras razones, nos llevamos siempre muy bien. No recuerdo que en alguna otra vez llegásemos a pelearnos o a discutir por lo más mínimo. Lo cierto es que estando en la plaza que había encima de la fuerte de la Cruz del Humilladero, nos enzarzamos y su hermano menor, ni corto ni perezoso, cuando vio que nos pegábamos, tendríamos entonces 12 años, se abalanzó también contra mí, me parece o así lo vi yo venir que su propósito era intentar tirarme un bocado en la oreja.
Salvador, al observar esto, dejó de mantener la pelea conmigo, era mucho más fuerte que yo y las daba bien, y comenzó a pegarle tortazos a su mismo hermano y yo a los pocos momentos, cuando me había quitado de cerca de mi oreja a su hermano, comencé a separarlos a ellos. Y todo quedó en esto y tan amigos como fuimos desde que nacimos y durante las vidas de cada uno de ellos, desgraciadamente partieron para la Otra Orilla muy jóvenes.
La hoy Plaza de la Constitución y Paseo, con el pretil de “Los bollaos”, zonas donde más jugaban los niños
JUAN MIGUEL
Pasaron algunos años más, ya de vacaciones de verano y también Feria, ya con unos 16 años, solíamos por la mañana estar por el Paseo de Abajo, hoy Carrera de Francisco de Toledo, cuando mi amigo Juan Miguel, otra buena persona que por entonces era algo quisquilloso, y fuerte. Si yo tenía algún año más que él, el me llevaba bastante más de una cuarta, con el que jamás había tenido ni la más mínima diferencia ni nada por el estilo, comenzó a meterse conmigo sin razón alguna que pueda recordar.
Le pedí que abandonase su postura, como lo hicieron los tres amigos que nos acompañaban y lo eran mutuos de los dos. Nada, aquella mañana estaba con ganas y seguía, llegando a manifestar que no se callaba y que además si era necesario me iba a dar una hostia.
Aquí, si que recordé a mi hermano León Felipe. Inmediatamente le dije, ya teníamos unos años como jóvenes, esa me la vas a dar ahora, pero nos vamos a un sitio donde resolver esto, vaya aclararlo sin crear ningún alboroto o llamar la atención. Se decidió que en el Patio del Carmen, ya no estaba la Guardia Civil allí, y nadie nos molestaría.
En el Patio establecimos unas mínimas normas para la pelea, nada de agarrarse ni golpes bajos. Y los dos, hechos unos boxeadores de pacotilla, nos pusimos frente a frente y nuestro amigos como testigos y jueces, indicaron: “Cuando queráis”. Lo cierto es que le arreé, con fuerza y seguidos, dos puñetazos en plena cara que ya lo dejaron asustado y pienso que bien dolorido. Con sinceridad, vine a preguntarle manteniéndome en mi posesión: “quieres más” y entonces intento darme un puñetazo, lo que no logro, mientras yo le respondí dándole otro en la barriga y con más genio aún. Lo que ya vino a dejarlo algo así como “K.O.”, sin caer al suelo.
Ya los tres amigos se metieron por medio, muy bien hecho, y dijeron que aquello se había acabado, nos pidieron que nos diésemos la mano y así lo hicimos. Entonces yo tenía un dinerillo, me sentida con cierto remordimiento por haberle pegado, no me gusta absolutamente nada todo lo que había pasado, aunque me justificaba en conciencia que era él el que se lo había buscado. En fin, los cinco nos fuimos a “La terraza” y nos bebimos una botella de “La Casera” fresca por invitación mía. Y ahí quedó todo y la amistad volvió para siempre y hasta se reforzó aún más desde aquel día.
Amigo lector, créeme cuando te digo que la pelea no suponía una ruptura de relaciones ni definitiva ni larga, generalmente era cuestión de horas o de un simple día para que todo quedase olvidado por ambas partes, salvo excepcionales casos. Que a mí jamás se me han dado y porque creo que siempre he sido hombre de paz y concordia a todos los niveles y dentro de todas las edades, como bien he demostrado en tantos cientos de casos y situaciones que a lo largo de mi vida he vivido. La fuerza no resuelve estas situaciones, es la concordia y la buena voluntad, como la justicia, la ley, siempre que no se hagan trampas, pruebas falsas y donde dije digo, digo Diego. La verdad, toda la verdad, antes o después se sabe. La obsesión y el odio se pagan muy caros a lo largo de toda la vida.