No ha amanecido aún y Encarna ya está terminando de desayunar: un tazón de café negro (café llama ella a aquella cebada tostada que venden en la tienda a ocho gordas el cuarto) migado con un cantillo de pan, algo duro, que tenía en el cajón de la mesa de la cocina.
Paco, su marido, se fue ya hace rato. Anoche vino, después de diez días, a darse un “lavaíllo” y a vestirse de limpio. Ahora está segando en la loma de las chaparras y le ha dicho que ayer mismo por la tarde terminaron de barcinar allí dos hazas.
Encarna recoge la mesa, ordena un poco y sube a la cámara donde duermen sus hijos a echarles una última ojeada. Coge su esportilla de pleita y su saco de esparto y sale a la calle. Tras asegurarse de que la puerta queda bien encajada, enfila la calle arriba en busca de su amiga y compañera de fatigas, Manuela, algo más joven que ella, y con la que, desde hace tiempo, comparte trabajo y confidencias.
Las dos mujeres salen del pueblo cuando por el horizonte ya se vislumbran las primeras claras del día. Y no, seguramente ninguna de ellas sabe nada de la famosa espigadora que también salía del pueblo con el hatillo y recibía a la aurora “cantando como un pajarillo”. No, no la conocen; y no cantan. Hablan, hablan de sus problemas, de sus penas y sus alegrías, de sus niños y de sus maridos; de lo que ya han recogido y de lo que aún podrán recoger; de lo que han pagado y de lo que podrán comprar.
Charlando, charlando, casi sin darse cuenta, están en la linde de la primera haza. El sol ya apunta por Sierra Nevada (qué bien se ve desde aquí la sierra) y las dos mujeres emprenden su tarea (”levantarse y volverse a agachar”). Hay espigas, sí, pero no tantas. Y es que estos segadores de Prudencio Moles son muy curiosos para el trabajo; pero, sobre todo, es que Prudencio se da de vez en cuando una vuelta por el tajo y no le gusta ver espigas en el rastrojo. Y las dos mujeres rebuscan esta haza y la otra, y otra de más allá…
Al final, no está mal; para medio día han podido llenar cada una su saco y, con él cargado a la espalda toman el camino, ahora cuesta abajo, de regreso a casa. Y allí está María, la hija mayor de Encarna, que, con solo diez años, tiene que hacerse cargo de sus hermanos toda la mañana y “hasta me hace algunas faenillas”, comenta la madre orgullosa, “una mujercilla que es mi niña”.
Pero la casa precisa mucho más que las faenillas de María. Y lo más duro queda para su madre que, nada más acabar de comer, tiene que volver a ponerse en marcha. Y ahora tendrá que lavar, y tendrá que planchar, y tendrá que… Y tendrá que limpiar el saco de espigas que hoy ha traído. Una espuerta grande, una maza de majar esparto y una acriba son sus aperos. Y con un poco de viento que siempre corre en la puerta, Encarna va transformando aquel saco de espigas en unos cuantos kilos de trigo.
Y mañana será otro día como hoy; y, si hay suerte, también pasado mañana. Y otro día, en vez de trigo, serán garbanzos. Y Encarna mira una y otra vez el saco del trigo limpio, y el de los garbanzos; y echa cuentas. A lo mejor cuando acabe la temporada podrá comprar alguna ropilla a los niños, o cambiarle al panadero el trigo por unas fanegas de vales. Y con los garbanzos piensa tener la olla asegurada todo el año. Es verdad que algunos no son muy tiernos, pero con el bicarbonato se ponen como las gachas. Los del último día siempre se los da a los niños para que los cambien por tostados: “angelicos, otros gustos no puedo darles.”
Muchas Encarnas y Manuelas rebuscaron espigas bajo el ardiente sol de verano, agachadas sobre los rastrojos, para intentar remediar de algún modo las maltrechas economías familiares. Muchas Marías cargaron con responsabilidades impropias de su edad, ejerciendo, a su manera, las tareas de la madre ausente. Años duros, de duro trabajo y escaso jornal; de cenas con olla en el tajo de la siega y una cama de rastrojo bajo una chaparra. De espigadoras que reciben a la aurora pensando con temor en los hijos que dejaron solos. De niños que, al despertarse, no podrán llamar a mamá para que los vista y les prepare el desayuno; de niños que con un tazón de garbanzos tostados se sentirán enormemente felices porque es el único capricho al que pueden aspirar.
Es verdad que la figura de la espigadora no fue algo muy común en los campos de Santa Cruz durante aquellos años de mi niñez. Es verdad que, al contrario de otros muchos de mis relatos, las protagonistas de éste sólo son fruto de mi imaginación. Pero también es verdad que entre mis recuerdos infantiles está el de una mujer que, en uno de mis veranos en Agrón, veía yo muchas tardes afanada en sus tareas de limpieza de aquellas espigas que, seguramente, esa misma mañana habría buscado por esos campos. Sin que me viera, yo observaba su trabajo desde una ventana de la casa de mis tíos, o desde el portal de mi tía Encarnación, mientras ella, en una pequeña explanada al final de la calle Espartería, justo enfrente, trataba de colocar su espuerta en el lugar más favorable para la entrada del aire.