Recuerdo, como si hubiera sido esta mañana (que decía mi suegro), mi primer día de escuela. No empecé yo mi escolaridad un primer día de curso, no; ni tampoco al cumplir los seis años como era lo habitual en esos tiempos.
Y es que mi vecino y amigo Pepe Luis, con seis años ya cumplidos, había empezado a ir al colegio; y yo me empeñé en que también yo tenía que ir. Muy impertinente debí de ponerme con este afán de escolaridad prematura para que mi padre decidiese comentárselo al maestro. Estaban ambos sentados en la muralla de la plaza, yo rondando no muy lejos, y el bueno de D. José me llamó y me hizo algunas preguntas. Debió de quedar satisfecho con mis respuestas, o al menos eso aparentaba con su sonrisa bonachona y su mano sobre mi hombro, porque, para descanso de mi padre y gozo mío, me dijo: “mañana te puedes venir a la escuela”.
Y allí estaba yo al día siguiente, bastante antes de las diez de la mañana, con mi pizarra y mi pizarrín, mi libreta de dos rayas y mi lápiz, y la cartilla. La primera impresión, cuando por vez primera me vi dentro del aula, fue de que aquello era inmenso: grandísimas las ventanas, el techo muy alto, y los escolares… desde mi reducida estatura (nunca fui muy espigado) y mis cinco años, aquellos mozalbetes se me antojaban auténticos mozuelos.
Pero llegó la época de la aceituna y aquellos niños, que a pesar de mi impresión personal eran sólo eso, niños menores de doce años, comenzaron a faltar a la escuela, un día dos, otro día cuatro, para convertirse en aceituneros. Y llegó el tiempo de sembrar los garbanzos y aquellos niños volvieron a ausentarse del colegio para convertirse en “pintaores”. Y cada vez eran menos los que retomaban las clases. Y se comentaba que a fulanito su padre ya se lo había llevado a trabajar al campo; y que menganito se había colocado de porquero en un cortijo; y que… Y, a medida que fuimos creciendo, a todos nos fue tocando “disfrutar”, por periodos más o menos largos, de estas campestres vacaciones aceituneras o garbanceras.
No recuerdo yo haber oído aquello de “el año que viene entro en el Instituto” o de que “el hijo de Frasquito ya ha terminado la carrera”. Sólo tres o cuatro privilegiados del pueblo, hijos de aquellos a los que la gente llamaba ricos, podían permitirse el lujo de estudiar en Granada.
Bueno, también había otro muchacho estudiando para cura y la verdad es que sus padres ricos no eran. Y, pasados unos años, cuando yo ya era escolar aceitunero y pintaor, otros tres chavales ingresaron en el Seminario de Granada. Tampoco estos pertenecían a familias acomodadas.
¿Cómo podía ser esto? ¿Cómo podía el hijo de una familia humilde ingresar en un colegio interno y hacer una carrera? No tuvo que pasar mucho tiempo para que la respuesta me llegase en forma de experiencia personal. Y una buena mañana, al terminar la misa (yo era monaguillo desde hacía bastante tiempo), D. Manuel, el párroco, me dijo que si a mí me gustaría irme al Seminario. Su pregunta, sorprendente y absolutamente inesperada, me desconcertó. Pero, como pude, reaccioné y le dije que sí, que yo estaba dispuesto a irme.
Mi caso fue uno de tantos, uno de aquellos tan frecuentes en los pueblos de nuestra geografía allá por los años cincuenta del pasado siglo. Sé que algunas órdenes religiosas también intentaban captar chavales que pudiesen ingresar en sus respectivas congregaciones; pero de esto no puedo hablar con conocimiento de causa. Del Seminario de Granada, el que yo conocí, sí puedo decir que albergó entre sus muros a muchos niños y jóvenes de nuestra comarca en aquella época.
Por mi experiencia personal y por publicaciones que he tenido ocasión de leer sobre este fenómeno sociológico, sé que la mayoría de aquellos alumnos procedían de los pueblos y de familias humildes. Familias, la mayoría, que no podían permitirse pagar las cinco mil pesetas (treinta euros) que costaba un curso completo en el Seminario. Familias para las que el mero hecho de prescindir de la ayuda de aquel hijo que se iba ya suponía un gran sacrificio.
¿Qué fue de aquellos seminaristas? ¿Cuántos se hicieron sacerdotes? Lógicamente, muy pocos. A veces me pregunto si el Seminario y aquellas buenas personas que con su dinero sufragaban nuestros estudios eran conscientes de que la mayoría de nosotros orientaríamos nuestras vidas por otros derroteros. Y la respuesta es sí, claro que lo eran; como también lo eran del inmenso bien que hacían a tantos y tantos niños y jóvenes a los que ayudaron a abrirse camino en la vida.
En una de esas publicaciones a las que antes aludía y en la que tuve el honor de colaborar, yo decía que, sin la oportunidad que el Seminario me brindó, mi formación académica hubiese quedado en el nivel de la Enciclopedia 2º Grado de Álvarez. Y, por mis contactos con antiguos compañeros, sé que la mayoría así lo reconocen. Somos conscientes de que gratuitamente recibimos una gran formación (también extraacadémica) y que desinteresadamente debemos ponerla al servicio de los demás. Y también somos conscientes de que la Iglesia a la que tantos fallos se le echan en cara (muchas veces con razón), nos brindó el derecho a una educación que la sociedad de nuestro tiempo nos negó.