- Asunción, ¿no quiere usted retratar a los niños?.
Es la voz de Luisa, mi vecina, llamando a mi madre que está en el cuarto intentando dormir a mi hermano que, con apenas siete u ocho meses, come como una lima, pero, para dormir, necesita que le mezan la cuna una hora y le canten medio repertorio coplero.
Y mi madre sale con el niño en brazos, más contento él que unas pascuas, y Luisa la pone al corriente y la anima: "que hay un retratista ahí en la calle, que arregle usted a los niños y los retrata, que están mu bonicos..." Y mi madre se decide y nos empieza a arreglar con nuestra mejor ropilla, mientras Luisa sale a avisar al fotógrafo para que espere, que va a venir una mujer a retratar a sus niños.
La aparatosa cámara está instalada sobre su trípode de madera frente a la fachada de mi vecina Antonia; y un pequeño grupo de mujeres y niños merodean curiosos cerca del artilugio. Sigo a mi madre que ya sale con el pequeño en brazos y detrás viene Luisa con el silloncillo en la mano. Nos colocamos delante de la cámara, pero el retratista dice que habría que tapar la pared con alguna tela. Y entonces mi madre sube a la cámara y trae una vieja cortina que tiene allá arriba arrumbada en el arca.
Queda ésta “perfectamente” encuadrada, siguiendo las instrucciones que dicta el fotógrafo mientras termina de poner todo a punto. También se consigue la pose perfecta para los niños. Y el buen señor esconde su cabeza bajo una negra tela e intenta captar nuestra atención chasqueando los dedos de su mano derecha que eleva sobre la cámara y repitiendo "pajarito, pajarito". Cuando por fin se puede desmontar el cuadro escénico, todos esperan ansiosos el milagro fotográfico. Y pueden contemplar cómo en aquel papel ennegrecido que el retratista ha metido en un cubo con agua se ha formado la imagen que la cámara captó con su objetivo. Y en aquella vieja foto, recuerdo de mi niñez, se puede ver una mano y se adivina otra (de Luisa y de Marina la de Savedra) sujetando la cortina que constituye el decorado de fondo.
Cámara y trípode al hombro, sigue el retratista su recorrido en busca de nuevos clientes. Y de vez en cuando se para, descarga su máquina y lanza su pregón: "Retraaaato minuto".
¿Cinco, seis, ocho fotografías? No muchas, seguramente, porque el dinero no abunda. Pero sacará un pequeño jornal. Pasará la noche en la posada para aprovechar el día siguiente por los alrededores y, tal vez, antes de despedirse hasta otro año, obsequie a Josefa la posadera con un retrato de los niños para corresponder a su amabilidad.
Si a este hombre le hubiesen hablado de lo que sería la fotografía a la vuelta de cincuenta años… Sería difícil hacer un recuento de las fotografías de cualquier niño de hoy. ¿Cuántas tendremos de mi nieto? Eso sí, en soporte digital casi todas. De mis abuelos, sin embargo, no tengo ninguna; y no puedo ponerles cara porque no los conocí. Sólo conservo una copia de una vieja fotografía de mi abuela Luisa que nunca había visto hasta hace pocos años y que pude conseguir gracias a un familiar.
La pequeña colección de fotografías familiares antiguas que poseo es para mí un auténtico tesoro. Como pasa con los libros, las modernas tecnologías han puesto a nuestro alcance lo que, hasta hace muy poco tiempo, no hubiésemos podido ni imaginar. Pero nunca estas nuevas tecnologías nos podrán proporcionar ni sustituir con su abundancia, el placer de tocar, hojear, y hasta oler, a la vez que miramos, cualquiera de estos escasos documentos gráficos que constituyen nuestro particular tesoro.