En el reloj de la iglesia dan las siete cuando mi madre, mi hermano y yo llegamos a la plaza. Es más de noche que un cuento y el frío cortante de esta gélida mañana del mes de diciembre hiela mi cara, mis manos y mis piernas que el pantalón corto deja al descubierto. Pero no importa, soy feliz porque hoy voy a Granada y, desde allí, seguiré viaje hasta Agrón.
Tenía yo por entonces ocho o nueve años y sólo había viajado una vez a la capital. Fue en un camión, cuando nació mi hermano, y lo único que vi fue una sala del Cínico. Ahora era distinto, íbamos a comprar; y, además, también iríamos en coche a Agrón y esto sí que era nuevo para mí, que hasta ahora todos los viajes al pueblo materno los había hecho a lomos de mi burra Paloma.
En la cochera, que ocupa los bajos de su pequeña vivienda, Pérez se esfuerza en arrancar con la manivela su viejo coche negro, que parece resistirse a ponerse en marcha esta mañana. Al resguardo del frío, tres hombres fuman un cigarrillo sentados en la escalera, mientras dos mujeres aguardan ya en el interior del vehículo la hora de salir. Pérez nos aconseja montarnos ya (“que se van a quear los chiquillos arrecíos”) y así lo hacemos, en el asiento trasero.
Llegan los últimos viajeros, Pérez se toma un tazón de café con picatostes que le ha bajado Concha y por fin nos ponemos en marcha. Los baches provocan saltos de los pasajeros en sus asientos y quejas del chófer; las curvas de Moraleda, los primeros vómitos. Comienza a amanecer cuando enfilamos la carretera general y el viaje se hace más sosegado. La montaña rusa, Láchar y Santa Fe. Pasado el primer arco, desembocamos en la plaza, en la que, a pesar del frío, hay muchísimos hombres; seguramente esperan que los llamen a trabajar en aquellas vegas y ganar el peón del día. Pasamos muy despacio porque Pérez dice que la gente de Santa Fe no se aparta aunque los pilles. Y, tras atravesar el segundo arco, una carretera toda adoquinada nos llevará hasta Granada.
Dos horas y cuarto de viaje y hemos llegado a nuestro destino; la parada, un húmedo patio de una antigua posada, en la plaza de la Trinidad. Y allí están ya esperándonos mis primas Patrocinio y Conchita que han venido desde Agrón.
¡Qué casas, qué calles, qué tiendas! Una mañana como aquella hoy sería insufrible para mí. Pero entonces me pareció mucho más divertida aún que la misma feria. Y comer en una fonda, ¡en mi vida! Fuimos a comer a la pensión que en la calle Lucena regentaban las hermanas Irene y Almudena (las Cucurucas), junto con su madre, Consolación. Tenía mi familia una antigua amistad con estas mujeres, que años atrás habían dejado Santa Cruz para ocuparse en la capital de este negocio, y durante el largo rato que duró la comida que compartimos preguntaron por todo y por todos. No recuerdo el menú, pero sí recuerdo que la madre debió de estar cerca de media hora pelando la naranja que tomó de postre, hasta dejarla sin una sola brizna de blanco.
Apenas abiertos nuevamente los comercios, hubo que seguir con la inspección de escaparates, visita de tiendas y sí, también alguna compra de última hora. Un día feliz para mí. Para mi madre y mis primas, seguramente no tanto, que tuvieron que cargar todo el día con el pequeño en brazos.
Ha anochecido ya cuando de nuevo nos encontramos en la posada. Un coche semejante al de Pérez nos llevará hasta Agrón. Es de Jayena y al conductor creo que lo llaman El Rubio. Va abarrotado y tanto mi hermano como yo tenemos que ir sentados sobre los mayores. Armilla, Gabia, La Malá, Las Ventas. Y un hombre que está allí esperando para coger también el coche hasta Jayena. No hay problema: este nuevo pasajero viajará en el estribo, agarrado a la baca, hasta que, llegados a Agrón, nuestros tres asientos queden libres.
Junto a la carretera ya nos espera mi tío Antonio con una linterna, pues Agrón aún no disfruta de los adelantos de la electricidad. Tras unos días con la familia, los suficientes para confeccionar unos abrigos con el paño comparado en los almacenes Vázquez, volvemos de nuevo a Santa Cruz. Esta vez a lomos de la burra con la que mi padre había ido a recogernos.
Como en todo, también en esto han cambiado mucho las costumbres: en nuestras visitas comerciales a la capital solemos ir con coche propio; y tanto si es así como si lo hacemos en taxi o autobús, no suelen prolongarse más de media jornada y casi siempre en grandes superficies. Y lo que no suele fallar es el ratito de descanso para el café o la cerveza; es la ocasión que aprovechamos para descargar la vejiga, que todo es preciso. No existían entonces por aquí esas grandes superficies ni la economía del común de los pueblerinos permitía el lujo de sentarse en un café a gastarse parte de lo que con tanto trabajo se había ahorrado para compras mucho más apremiantes. Pero sí existían en la Plaza Bibarrambla unos servicios públicos que todos los catetos de los pueblos teníamos que visitar al menos un par de veces a lo largo de nuestra jornada en la capital. Y así lo hicimos también nosotros aquel día. Recuerdo a mi madre, mi hermano y yo en el mismo habitáculo y mi madre que le baja el pantalón a mi hermano y le dice que orine allí. Pero él, que lo más parecido a aquel cacharro que había visto eran los recipientes donde se guardaban las costillas y el lomo, con cara compungida y cogiéndose a las faldas de mi madre, dijo: “en la orza no, mamá”.