¡Qué rico es el acervo cultural de las gentes del campo! Sobre todo, de aquellas gentes de antes, de nuestros padres, de nuestros abuelos.
De aquellas gentes tan estrechamente ligadas a la tierra que parecían formar parte de ella. De aquellas gentes que solo disponían de sus manos, unas rudimentarias herramientas y, en el mejor de los casos, alguna bestia de labor para obtener de la agricultura su sustento. ¡Cuánta sabiduría encerraban sus dichos y refranes! Valiosísimas perlas que pasan desapercibidas para quien no sabe abrir la concha que las oculta.
Tuve la suerte de criarme en ese ambiente rural. Y a veces acuden a mi mente algunos de aquellos dichos que tantas veces escuché de mi padre, de mis tíos o de cualquier conocido. Como este que hoy nos ocupa: “To las parvas tienen granzas”.
Es posible que algún lector necesite alguna aclaración previa sobre los conceptos de parva, granzas, aventar o abalear. Pero, por no alargar en exceso este escrito, puedo sugerir la lectura de los artículos dedicados a “Bonilla el Pecas”, escritos estos publicados en Alhama Comunicación y también recogidos en un pequeño libro que el Ayuntamiento de Santa Cruz del Comercio y la Diputación Provincial de Granada editaron hace unos años para poner a disposición de los centros educativos de la comarca y de los habitantes del pueblo que tuviesen interés en el mismo.
Abalear. “De abajo hacia arriba, con la escoba tendida, que no se entierren las granzas”. Así nos lo enseñaron nuestros mayores. El abaleo, al igual que la trilla, por su sencillez y el mínimo esfuerzo que requerían, eran las primeras faenas que a los niños nos encomendaban entre tantas y tantas que en aquellos lejanos veranos se desarrollaban en la era. Por la misma razón, también eran tareas de abuelos que ya no podían con otras que requerían mayor fuerza y destreza.
En cuanto a las granzas, podríamos decir que eran un subproducto de la parva. En ellas podíamos encontrar espigas o partes de las mismas que no se habían desgranado durante la trilla, trozos del tallo de la mies excesivamente pesados para volar con el aire, incluso excrementos de las bestias que habían quedado en la parva. Todo esto junto al trigo, cebada o garbanzos que la escoba arrastraba al abalear. Por eso el abaleador tenía que encontrar algún clarillo en su faena para ir cribando las granzas y que nada de grano quedase en ellas.
Daba gloria ver aquellos ‘peces’ de trigo, cebada o garbanzos completamente limpios que, tras un pequeño receso para una ligera merienda o, simplemente, para echar un trago de agua, eran envasados y trasportados a las cámaras. La paja se encerraría a la mañana siguiente. Y allí quedarían las granzas para agregarlas a la siguiente parva o servir de alimento a las bestias. Si eran de garbanzos, podrían constituir un regalo extraordinario para los niños: a veces nos permitían rebuscarlos para cambiarlos por garbanzos ‘tostaos’.
Decía yo en un escrito anterior que, a pesar del buen hacer de quienes avientan, de la destreza del abaleador, diligente en apartar las granzas, y de los vientos favorables que facilitan estas faenas “…no todo el mundo es trigo limpio”. Hoy, además, reflexionando sobre este mundo en el que vivo, me cuesta ver hermosos ‘peces’ de trigo, cebada o garbanzos, limpios de indeseables granzas. Es más, pienso que, en ocasiones, las granzas se han hecho dueñas de la era y nos impiden ver el grano que debería ser nuestro orgullo y sustento para todo el año. ¿Será que no sabremos ya distinguir con claridad los buenos productos de nuestra cosecha? Porque me niego a aceptar que abunden más las granzas que el trigo limpio. ¿O seremos, tal vez, como niños que quieren las granzas de los garbanzos para cambiarlas por ‘tostaos’?
Santa Cruz, marzo 2025
Luis Hinojosa D.