Terminaron por fin las fiestas navideñas. Atrás quedaron la alegría del reencuentro, el descanso por vacaciones, las comidas familiares y de empresa.
Atrás quedó también (¿o aún la arrastramos?) la pena por los que este año ya no están, o por los que, por cualquier circunstancia, no vinieron. Y atrás quedaron los excesos propios de estas fechas y los gastos que, como cada año, superaron nuestras previsiones.
Pasaron también, como cada año, los Reyes Magos de Oriente. Como cada año, llegaron con sus viejos camellos cargados de regalos para dejarnos algo en nuestros zapatos que la noche anterior habíamos dejado cerca de la ventana. Con su oro, con su incienso y con su mirra, remedio de todos los males, siguen haciendo una y otra vez el largo camino a pesar de la dura competencia que de un tiempo acá están encontrando. Y es que un señor gordinflón vestido de rojo, que se desplaza sobre un trineo tirado por renos voladores, se les adelanta en el reparto de juguetes.
¿a alguien más beneficia la coexistencia de los Reyes y Papá Noel?
Algo positivo, sin embargo, sí hay que reconocerle a este personaje (¿Papá Noel, Santa Claus…?): a pesar de su competencia desleal por adelantarse en la fecha y por su moderno medio de locomoción, no ha desplazado a los magos de Oriente para ocupar su lugar. Sí, es lo que hizo el famoso Halloween: barrió de un plumazo nuestras antiguas fiestas de castañas y tenorios para imponernos sus horribles disfraces y sus nefastos botellones. Pero, volviendo a nuestros repartidores de ilusión, si exceptuamos a las grandes firmas comerciales, ¿a alguien más beneficia la coexistencia de los Reyes y Papá Noel? Por supuesto que a los padres no. Y menos aún a los niños.
Creo poder asegurar, refiriéndome a la gente de mi generación, que cada vez que hoy contemplamos a nuestros nietos abrir ilusionados sus regalos no podemos dejar de remontarnos a nuestra lejana infancia y recordar aquellas mañanas de Reyes. ¡Qué ilusión! ¡Cuántos nervios en aquel despertar antes del amanecer, pensando si nos habrían dejado algo o habrían pasado de largo! Y mi eterna duda y preocupación que nunca me atreví a exponer a mis padres hasta que pude resolverla por mí mismo: con lo alta que era la tapia de mi corral, ¿cómo podían saltarla los camellos para llegar hasta la ventana de nuestro cuarto? Porque saltar habían saltado, yo mismo veía sus pisadas cada seis de enero.
Y allí, en el poyo de la ventana, encontraba al levantarme un puñado de caramelos, algunos dulces, tal vez un paquete de galletas… ¿Qué importaba cuál fuese el regalo si me lo habían dejado los mismos Reyes Magos?
...al acercarme a la ventana esperando encontrar mis golosinas… ¿Qué ven mis ojos? ¡Un amocafre!
Hubo, sin embargo, tres ocasiones en que Sus Majestades me hicieron inmensamente feliz. Fue la primera en Agrón, donde mis padres y yo nos encontrábamos pasando unos días con la familia. Yo, que recientemente había iniciado mi escolaridad, nunca hubiese soñado mejor regalo: una cartera de cartón en cuyo interior se hallaba un precioso libro, “Rueda de espejos”. Lo leí, lo releí, lo presté y lo perdí. Hace unos años mis hijos, a quienes en ocasiones les había hablado de él, me consiguieron otro ejemplar a través de alguna página de internet.
Pasados unos años (yo ya había descubierto que los Reyes no tenían que saltar la tapia) recibí un regalo semejante: enciclopedia Álvarez 2º grado. Hacía un tiempo que D. Manuel me había dicho que ya la necesitaba. Y, al llegar las vacaciones de Navidad, mis padres me dijeron que ese sería mi regalo de Reyes este año. Creo que comprendí el esfuerzo que para ellos supuso el gasto extra de 26 pesetas que yo tuve que entregar al maestro para que me trajese la enciclopedia.
Entre el primero y el segundo libro transcurrirían años de caramelos y galletas. Todos muy semejantes. Todos, menos uno. No me lo podía creer: al acercarme a la ventana esperando encontrar mis golosinas… ¿Qué ven mis ojos? ¡Un amocafre! Pero no uno de juguete, no, uno de verdad. En realidad, era algo más pequeño que el de mi padre, pero estaba seguro de que servía para escardar. Y yo ansiaba estrenarlo, con él en la mano me sentía muy hombre.
No sé qué sería de él. Seguramente lo heredaría mi hermano. Ingresé en el Seminario con once años y, a partir de ahí, mi experiencia en el campo se redujo a las faenas del verano (que no es poco) y algo en la recogida de la aceituna cuando las vacaciones navideñas no eran lluviosas. Pero nunca he olvidado el amocafre que los Magos me regalaron en aquella ocasión.
Santa Cruz, enero 2023
Luis Hinojosa D.