De toda cuanta gente ha pasado por mi vida, o aún permanece en ella, la que más duradera huella ha dejado en mí ha sido la que tuvo en sus manos la tarea de ponerme en condiciones de andar en ese camino que es la vida con algún equipaje con el que transitar con cierta desenvoltura.
Maestros, profesores les llamábamos por aquel entonces, que tenían la misión de prepararnos para un futuro que ni ellos ni nosotros conocíamos y que es este presente huidizo que apenas acabo de escribirlo cuando ya es pasado; gente de cuya labor aún disfruto cada día de mi vida y a la que caigo en la cuenta de que no he dedicado ni una mala línea. Precisamente a la gente que me enseñó a escribir y leer; desde la Señorita Gloria, que fue quien me enseño las primeras letras, hasta don Isaac, profesor del que aprendí los rudimentos de la gramática española ( y cuyas invitaciones a la lectura, a todo tipo de lectura eran constantes), creo recordar que en cuarto de EGB, pasando por Andrés Cuevas, al que apeo el tratamiento a petición suya del que aprendí, ayer, casi ayer, no solo la historia necesaria para juzgar el presente con algún conocimiento de causa, sino también y sobre todo que la base de una vida que se pueda llamar satisfactoria es el desempeño de una tarea que se lleva a cabo con entusiasmo, con el mismo entusiasmo que él ponía en sus clases. También me hizo recordar lecciones de bonhomía que he procurado practicar en mi trato cotidiano, con qué acierto, toca a los demás juzgar.
Creo haber dicho en alguna otra ocasión que he tenido la suerte de haber sido educado, que es bastante más que haber sido instruido, por muy buenos profesores y profesoras, gente vocacional, enamorada de su profesión y desempeño de los cuales aprendí no solo el bagaje cultural necesario para caminar por la vida sin demasiados tropiezos, sino también formas de ser y estar en el mundo ,maneras de entender, o intentar entender este, para afrontar la tarea que es vivir de modo que mi presencia resulte lo menos lesiva posible tanto para el mundo como para quienes me rodean.
No sé si mis profesores me prepararon para el futuro, no hablo en esta mirada para nada de eso que se llama ganarse la vida que es cuestión aparte, hablo de ese hecho que es vivir en su entera acepción en el que conviven el trabajo y el ocio, la risa y el llanto, el placer y el dolor, los aciertos y los errores. No creo que la tarea del enseñante deba ser únicamente preparar al enseñado para obtener un título, porque quedarse en esto es un mero cumplir el trámite administrativo que cada nuevo gobierno y cada ley de educación proponen. Tampoco creo que sea responsabilidad única de los docentes ese preparar para la vida al alumno. Sin el trabajo de los padres en la casa, el de los maestros en la escuela no tiene mucho sentido. Se trata de una tarea compartida en la que, las más de las veces, una parte de este binomio, los padres, hacen dejación de funciones, pensando que es tarea única del profesor, que para eso cobra, el dotar a los educandos de todas las armas y herramientas culturales y educativas que éste ha de precisar para afrontar, sin muchos descalabros, la tarea de ir subiendo peldaños en ese proceso educativo que no debe terminar al salir de la universidad sino, y es modesta opinión, que debe continuar a lo largo de todos la vida. Soy un firme partidario de la educación permanente y todo buen profesional de lo suyo sabe que es imprescindible continuar la enseñanza y la búsqueda de conocimientos a lo largo de toda la vida laboral y, aún después.
Sea esta mirada mía de hoy un sencillo homenaje a quienes en su momento despertaron en mí el gusto por las letras, los libros, la curiosidad, el juego; en definitiva por todos aquellos aspectos de la vida que nos preparan para vivir, aparte de para ganarnos la vida.
Sea, también y una vez más, una reivindicación de una escuela laica, pública, de calidad, gratuita y universal en la que todos tengan al menos la posibilidad de iniciar el camino en igualdad de condiciones. La manera de caminar ese camino es luego cuestión propia de cada uno.