En ningún sitio del Génesis ni del Corán aparece que el árbol del bien y del mal, de cuyo fruto comieron los primeros desahuciados de la historia, o el mito, fuese un manzano. Y sin embargo en casi toda la iconografía alusiva a este mito aparece la manzana.
Tiene su propia leyenda negra esta fruta, saludable como pocas por otra parte, recordemos la manzana de la discordia que dio nada menos que origen a la guerra entre aqueos y troyanos; pero esta es otra historia...todas las frutas se deterioran, llegado el caso; pero solo hablamos de manzanas podridas, esas que contagian al resto, cuando queremos hablar en realidad de personas corruptas o corrompidas. En el caso de la manzana la responsable del gusano que la horada es la polilla de la manzana que en tal fruta pone su larva; en el caso de los humanos la polilla, palabra que por cierto define la Real Academia como “Aquello que menoscaba o destruye insensiblemente algo” es el dinero, la ambición de tener más, de ser más, de incorporarse al elenco de los que pueden permitirse comprarlo casi todo y a casi todos.
El dinero compra voluntades, la polilla del deseo siempre insatisfecho de acaparar riquezas, honores, bienes y todo cuanto hace la vida más cómoda y lujosa, instala la larva de la codicia en políticos, sindicalistas. Banqueros, y suma y sigue.
Es el caso que igual que revolotea la polilla alrededor de los manzanos, en nuestra sociedad, desde tiempos muy lejanos, sobrevuela el querer vivir muy bien, a ser posible a costa de los demás. Castigó Yahvé a sus primeras criaturas a comer el pan con el sudor de la frente y, desde entonces se considera en estas tierras de la vieja Sepharad el trabajo como algo infamante. Era mucho más elegante solicitar préstamos a los judíos y dedicarse a la caza, la guerra o cualquier otra actividad propia de los nobles y dejar el duro trabajo de la tierra, por ejemplo, a los campesinos patanes e incultos, que esos sí que deben trabajar y no ponerse exquisitos si no encuentran ocupación que les acomode (pero esto último no es historia pasada).
Sobrevuela aún ese espíritu viejo y enfermizo de considerar el trabajo, más aún el manual, como algo propio de gentes bajas y el ocio, pero el ocio más degradante, el de borrachos y puteros de alta alcurnia, como las actividades nobles y propias de la gente de sangre azul.
Entonces, ¿cómo nos asombramos de que quien pueda, del modo que sea, imitar a quienes ostentan desde los primeros cargos del estado, lo haga? ¿Trabajan honradamente quienes recetan trabajo a los demás? ¿Se aprietan el cinturón los que recomiendan austeridad? El problema no es que haya una manzana podrida, el problema es que el aire que respiramos día a día está tan impregnado del olor a sentina que lo que sorprende es que haya aún una mayoría de gente honrada dispuesta a trabajar honradamente cada día por un sueldo que cada vez va siendo menos decoroso.