Resulta profundamente cómodo creer que mi patria, mi bandera, mi religión, mi ideología, mi territorio, mi lengua, mi cultura, mis tradiciones, etc. son las mejores del universo, y que mi líder indiscutible es el mejor de los posibles, que mi país ha sido bendecido por Dios y todos los demás territorios en que se divide el planeta están puestos ahí para mi uso y disfrute.
Llamo fascismo a todo sistema de creencias que incluyan los ingredientes que conforman ese cómoda forma de pensar que nos libera de la necesidad de reflexionar o de cuestionarnos el estado de cosas y, que, de paso, nos da respuesta a la causa de nuestros problemas: el origen es siempre el otro, los extranjeros que nos quitan el trabajo; o la casta política, o los catalanes, o los españoles...
Esa es la forma de ver el mundo que viene casi impuesta por nuestra condición de descendientes de esos primeros australopitecos de África, nuestros ancestros y nuestro lugar de origen, de todos los humanos actuales, quiero decir. Pero en el trecho que hemos recorrido en esos algo más de tres millones de años que han transcurrido nos las hemos arreglado para crear todo eso que llamamos cultura y que nos sirve para alejarnos de lo natural, que casi nunca es lo mejor para nuestra especie.
Lo cultural es saber que somos una única especie y que, por tanto, somos iguales en lo fundamental, lo cultural es respetar las diferencias de los demás, las creencias de los demás, las patrias de los demás y las religiones, si desean tenerlas, de los demás. El quijote de Cervantes, con ser una de las mayores obras de la literatura universal no es nada comparado con el logro que supuso dominar el fuego y usarlo para mejorar nuestra condición de monos desnudos. Insisto en esto porque, al hablar de cultura solemos usar la palabra para referirnos a lo que es sólo una parte de la cultura. Cultural es todo lo que es creación humana y no natural, es decir lo que nos distingue del resto de las especies animales y del fascismo.
Desde ese inicial dominio del fuego hasta nuestra época, hemos avanzado tecnológicamente varios millones de años; pero nuestra forma de pensar y afrontar el convivir con los demás parece anclado, en muchos casos, en esa otra época en la que la defensa del territorio de caza era esencial para la supervivencia de la tribu y en la cual desconfiar de los de fuera de la tribu podía tener alguna utilidad práctica.
Comportamientos como el de no dejar dar una conferencia a quien sea, imitar los sonidos de los monos a la salida de un jugador de fútbol negro, desconfiar de alguien por ser forastero, pueden ser naturales, es decir, fascistas, pero demuestran un grado de evolución cultural discutible, cuando menos y no dejan de ser síntomas alarmantes de que caminamos, cada vez más, hacia algo que ya creíamos superado. Pero parece ser que no, parece ser que la visceralidad y la irracionalidad se oponen a la razón. Y esto es lo peor, la irracionalidad asociada a los peores sentimientos; los del odio, la intransigencia y la violencia.
Lo natural en política es ser fascista, pero yo prefiero lo cultural, como en casi todo lo demás.