Religión y ética



 Como todos los niños de mi generación di clases de religión en el colegio, clases que no me sirvieron ni para ser mejor persona, ni para tener conocimientos del fenómeno religioso, ni mucho menos del cristianismo.

 Como mucho sirvieron para adoctrinarme en ese nacionalcatolicismo, que ya en aquellos fines de los sesenta y primeros de los setenta estaba empezando a dar sus últimos coletazos, al menos de manera oficial. Lo de ser mejor o peor persona no sé cómo lo llevo, eso lo dejo a juicio de los demás. Lo del interés por el fenómeno religioso y el estudio de las religiones surgió después, precisamente en la época en que, ya en el instituto, daba clases de ética.

 Estoy absolutamente convencido de que el estudio de las religiones y su comparación entre ellas es absolutamente necesario para el conocimiento cabal del mundo en que nos movemos; aquello de dónde venimos, quienes somos y a donde vamos tiene en ese estudio algunas de sus respuestas. Lo que no creo que sea necesario es el adoctrinamiento religioso en la escuela; la elección del sentir religioso, o de su falta de él es una cuestión personal y que compete únicamente a los padres y, después al que deja de ser niño y se incorpora al mundo de los adultos. Decisión suya, y solo suya debe ser si lo hace como creyente, como ateo o como agnóstico.

 Escuela laica, pero que incluya el estudio comparativo de las tres religiones en las que se mueve este mundo al que pertenecemos- todos tenemos algo de moros, judíos y cristianos, para bien y para mal- de las religiones “del libro” como las llama el Corán. No está de más saber algo de historia de esas tres religiones, como tampoco está de más tener la Biblia y el Corán en casa. Ningún conocimiento sobra ni es inútil.

 En todo caso y se opte por la religión que se opte, o se opte por ninguna, lo que se es absolutamente indispensable es el respeto a las leyes del país en que uno viva; insisto en lo de las leyes, otra cosa son las costumbres. Y, sobre todo una ética personal basada en la consideración a los demás y el respeto a si mismo. Quien se respeta a si mismo y respeta a los demás puede ir por el mundo con la conciencia tranquila sin necesidad de conocer el Código Penal. Pero para eso es necesario tener eso que se llama conciencia, esto es, conocimiento interior del bien y del mal, y empatía, es decir poder identificarse con los estados de ánimo ajenos. Y ese es el principal problema de muchos de cuantos nos gobiernan, que son incapaces de identificarse con los estados de ánimo de la gente por la cual dicen trabajar. Pero es que, no sólo carecen de la empatía, es que tampoco tienen una sólida moral de respeto hacia los demás y se dejan llevar por el egoísmo más básico y primario, fortalecido además por la creencia de que son los elegidos- en este caso elegidos por los dioses, que no por las urnas- y por tanto merecen gozar de todo cuanto apetezcan; que su moral está por encima del bien y del mal, y que los que estamos por debajo de ellos, “la masa” no merecemos nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual.

 Para evitar esto es para lo que se necesita una ciudadanía educada desde la escuela en el respeto a los demás y a sí misma y conocedora de las trampas que acechan en el uso de las religiones como cemento aglutinador para manejar y dividir a unos contra otras y para fomentar odios raciales o religiosos. Y esto se hace con asignaturas como educación para la ciudadanía, ética o historia de las religiones; y como no se hace es con disfrazar de asignatura obligatoria lo que es adoctrinamiento religioso, al cual no me opongo siempre que sea en la intimidad de la propia casa o iglesia; pero que me resulta enojoso cuando es pagado con mis impuestos.

 Eduquen en las escuelas en el respeto a las diferencias, en el ejercicio responsable de derechos y deberes, en el cumplimiento de la leyes humanas, en la crítica razonada a todo poder establecido; en el respeto a uno mismo y la necesidad de actuar de manera que la forma de actuación propia en todo momento pueda ser norma universal que no me parece mala norma para ir por la vida, que dijo Kant, más o menos.