Economistas sin título



Andaba yo enfurruñado por la escasa cuantía de la subida del salario (muy) mínimo interprofesional.

 Preguntaba en qué se pueden gastar esos quince eurillos más al mes, cuando mi madre me contestó sin dudarlo: “En comprar tres cajas más de leche al mes”. Yo que soy más de cortado que de café con leche veo poco cambio en el asunto, pero, para quien, como ella, es una gran bebedora de leche, la cosa está clara. Eso si gastas Puleva granadina, si compras marcas blancas, cunde más.

 Pero aún sigo con el enfurruñamiento con el salario (muy) mínimo interprofesional y como la ira es mala consejera a la hora de opinar con cierta elegancia en el decir y alguna corrección en el estilo, lo cual puede comprobarse a diario en las redes sociales, he decidido dedicar esta mirada no a mi madre, si no a todas las madres economistas del mundo obrero, agrario o industrial, es decir a las que, como bien cantaron Ecos del Rocío “tú que siempre te aviaste con los flecos de un jornal”.

 Mujeres que siempre tienen algún ahorrillo, ellas y Dios saben cómo, para solventar imprevistos, porque las personas previsoras saben que no hay nada más previsible que los imprevistos y que la mejor forma de hacerles frente es contar con dinero contante y sonante. La lavadora que se avería, los zapatos rotos (otra vez) del niño, el cumpleaños de Juanita que se acerca y hay que comprarle algo para poner una sonrisa en su rostro de niña seria, madura y algo triste. Ella será otra economista sin título. Muchos son los previsibles imprevistos a los que hacer frente con un jornal escaso y para ello hay que ser una experta en economía, fluctuaciones del mercado (de la esquina) y el resto de los demás conocimientos que a mí se me escapan, hombre como soy, y hombre que ha vivido con mi madre o parejas toda la vida. Es decir, hombre acostumbrado a hacer eso que mi padre me dijo una vez un sábado por la tarde cuando entregó el sobre con la “semanada” a mi madre: “Antonio, cuando ganes un sueldo lo que tienes que hacer es dárselo entero a tu madre, cuando te cases a tu mujer”. Eran tiempos en los que el trabajo de la mujer era poco frecuente, aunque mi madre, alguna vez trabajó fuera de casa cuando hizo falta que arrimara el hombro. Tal vez la anécdota pueda tener un cierto matiz machista, puede ser, pero la época era la que era y mi padre hijo de ella.

 No estoy diciendo en absoluto que el papel de la mujer sea el de quedarse en casa a cargo de la economía doméstica, si no reconociendo y destacando el valor de un trabajo que pocas veces se reconoce como tal, que no está pagado de ningún modo, que no cotiza a la seguridad social y que es tan absolutamente necesario para el buen funcionamiento del mundo que habitamos. Me da igual que sea la mujer, el hombre o los dos a la vez. El trabajo en la casa, lo que, en la añorada, por algunos, época de la dictadura se daba en llamar “profesión, sus labores”.

 Para todos los que claman en redes sociales por dar un trabajo de cuatro horas limpiando bosques, montañas, carreteras y hospitales a los que cobran la “paguita”, les ofrezco la posibilidad de reclamar un sueldo digno para todas las economistas sin título a fin de que no haya ni paga sin trabajo, ni trabajo sin paga.

 Seguramente alguna vez Groucho Marx les dijo a sus amigos: “Para tomar una decisión económica importante consulto con mi banquero y con mis abogados y luego hago lo que me aconseja mi asistenta doméstica, que es la que sabe de economía” y si no lo dijo, debió decirlo.