Felicidad



No me refiero, evidentemente, al fondo de escritorio del extinto XP.

 No es exactamente felicidad lo que trasciende la imagen del niño, más bien es asombro, casi, infinito, ante el contenido de esa mochila escolar que, suponemos, debe ser material cotidiano para todos los que hicimos la EGB: Lápices, bolis, algún rotulador, cuadernos, esa goma Milán con olor a vainilla, ¿o era nata? En cualquier caso, el hecho que me causa a mí la felicidad del título es que ese niño pueda iniciar el curso escolar en las mejores condiciones posibles y que sea gracias a la ayuda de la Unión Europea y, sobre todo, de UNICEF, organismo reconocido como el mejor sitio al que hacer llegar nuestra ayuda, para cambiar a mejor la vida de los niños de zonas del mundo a la que nosotros hemos esquilmado cada vez que hemos podido. Tal vez ninguno de mis lectores lo haya hecho, pero somos herederos de quienes sí lo hicieron y, sabido es, se heredan también las deudas.

 Me gustaría ser un triunfito muy bonito, o un tenista de éxito, gran mordedor de medallas, o alguien, en fin, con prestigio sobrado como para poder sugerirles que apoyen económicamente a UNICEF, para poder seguir llenando mochilas. Mochilas escolares, de instituto, de universidades; no sólo para que esos niños, como el de la foto, puedan cumplir sus sueños; también para que, en un futuro, en sus países los médicos, maestros, enfermeras, políticos y toda suerte de gente necesaria para el buen funcionamiento de la salud, la educación y el gobierno salgan de sus escuelas, institutos y universidades. Pero es evidente que no soy más que un patético e iluso opinador que semana a semana se pone cada vez más en ridículo manifestando sus sueños e ilusiones.

No voy, por tanto, a sugerirles que después de finalizar la lectura de esta mirada, acudan a Google a buscar “colaborar con UNICEF”. Esa es una opción personal que deben elegir ustedes libremente y sin coacción de ningún tipo. Faltaría más.
 Pero si alguna noche de septiembre han velado sus cuadernos, lápices, rotuladores y otro material escolar, como el buen Alonso Quijano veló sus armas en la venta; si estrenaron una camisa o un pantalón para el primer día de clase, si su madre rebuscaba el dinero para un plumier (aunque no se lo pidieran), saben lo que se siente al comenzar septiembre sin curso que empezar, sin profesores nuevos que conocer; entonces sabrán que esa sensación de desánimo y abandono de la edad feliz ya no va a dejarnos nunca. Y, tal vez, sólo tal vez, deseen transferir sus ilusiones, sus nervios de ese primer día de clase, a otros niños, como ese de la foto, con esa inmensa sorpresa ante lo que ve dentro de esa mochila.

 La foto es evidentemente publicitaria, publicidad de UNICEF, pero no sólo la comparto si no que les confieso que la intención de esta mirada no es otra que poder compartir esa foto. Por lo general primero tengo la idea, luego escribo y, por último, busco la foto. Esta vez ha sido justo al contrario: La foto me llegó a través de una red social y supe de inmediato que tenía que dedicarle una mirada, supe que tenía que hacerles llegar esa imagen llena de esperanza e ilusión, supe que tenía que compartir el rostro de ese niño con ustedes, no para motivarles a nada, si no para poner, acaso, una sonrisa, un atisbo de ternura, un soplo de aire cálido en el corazón de quien me lea. Esa foto nos habla de que aún hay gente dispuesta a colaborar para hacer del mundo un lugar un poquito mejor, esa foto se dirigió directamente a mi corazón y me dijo, calladamente, “haz lo único que sabes hacer medianamente bien, escribe lo que se te ocurra, pero compárteme”.

 Por otra parte, si desean colaborar con UNICEF, yo no voy a quitarles las ganas. Hasta ahí podíamos llegar.