Yo también me iría



Si me hubiesen esquilmado los recursos naturales de mi país.

 O, si, por ejemplo, hubieran impuesto una guerra porque mi gobernante es poco grato a los tuyos, casi siempre por motivos económicos. Que resulta curioso que seamos tan demócratas que no podemos ver a un dictador presidiendo un país e iniciamos una guerra para liberarlo, por la vía rápida. Ahora mismo estoy hablando de Libia, lugar en el cual se sustituyó a un dictador, por una serie de bandas armadas, partidas de bandoleros y otras gentes poco recomendables, que sobreviven, las unas de las otras, mediante el recurso de los fusiles de asalto AK-47. Lo que hace que, en mi modesta opinión, la vida sea mucho más complicada de lo que solía ser. Siria aún sigue con el conflicto que iniciamos nosotros. Vale, puede que tú mismo, no; pero si los europeos que aterrados con la presencia del doctor Al Asad (medico oftalmólogo) dieron comienzo, aprovechando las Primaveras Árabes a una torpe operación contra el gobierno de Siria, con los resultados de la guerra que todos conocemos, nosotros que tanto nos conmovimos con Aylan, (¿Os acordáis de Aylan, verdad?). La guerra sigue, como sigue la de Yemen, como sigue la de Israel contra Palestina y como siguen todas las guerras en las que los europeos tenemos gran parte de la culpa, ya que no toda.

 Recapitulemos. Que nos llevamos los recursos de todos los lugares en los que es posible robar algo todavía, que les llevamos la guerra a las puertas de sus casas, de sus escuelas, de sus hospitales y de sus vidas, que si exportan algún género comestible, no lo queremos porque arruinan a nuestros productores españoles...Y, aun así, nos indignamos por que elijan el camino que les puede llevar a la muerte, de la que huyen o a una vida más o menos digna en esta Europa, que no es nuestra, ni de ellos, ni de nadie. Es, únicamente un pedazo de tierra de algo más de diez millones de kilómetros cuadrados (para los amantes de la estadística esto supone el 2% de la superficie total de la tierra), pero que ha tenido la suerte de ser habitada por el animal más peligroso de todos cuantos ha conocido el planeta: el inevitable hombre blanco, feliz forma de calificarlo de Jack London:”Haced saber a un blanco que hay ostra perlífera en una laguna infestada por diez mil hambrientos caníbales, y hará rumbo hacia allá con media docena de buzos kanakas y un despertador por cronómetro, hacinados como sardinas en un cómodo queche de cinco toneladas. Murmurad que se ha encontrado oro en el Polo Norte, y la misma inevitable criatura de piel blanca emprenderá el camino, armado de pala y pico, una penca de tocino ahumado y la perforadora más moderna. Haced correr la voz de que hay diamantes en los muros incandescentes del infierno, y el señor hombre blanco tomará por asalto esos muros y obligará a Satanás a empuñar una pala. Ese es el resultado de ser estúpido e inevitable.” (Jack London, el inevitable hombre blanco).

 Nuestra buena o mala suerte ha hecho que seamos descendientes de esa gente que ha llevado allí donde ha ido sus lenguas, religiones, culturas y leyes, y esto puede que sea bueno; pero también la esclavitud, la guerra, el hambre, la devastación, en pocas palabras, a los cuatro jinetes del Apocalipsis, subidos en el cómodo vehículo de la democracia occidental.

 Vivo en un barrio en el que tengo por vecinos a bastantes emigrantes, los puedo ver en los supermercados en los que suelo comprar y me digo a mí mismo, que si yo hubiese nacido en sus lugares de origen, también hubiera elegido cruzar el mar, aventurarme para tener la posibilidad de vivir como un europeo: Poder llevar a mis hijos al colegio, o al médico con las seguridad de que ni la escuela, ni el hospital van a ser bombardeados por fuerzas leales al gobierno o de la coalición internacional, cuyas bombas matan igual que las otras, por muy inteligentes que sean.

 Por lo demás, jamás he tenido más problemas con los vecinos inmigrantes que con los nativos. Ninguno, con nadie.