Acogotado por el calor que parece haber llegado con el AVE a Granada, acongojado por las negociaciones políticas, así me hallo.
Por tanto y dado que me resultaría imposible centrarme en los asuntos políticos de actualidad con la debida claridad mental para no desbarrar en demasía, he decidido navegar en las aguas calmas de la philosophía de lo cotidiano, disciplina en la que me muevo con cierta soltura, dada la sencillez y falta de dificultad de los asuntos que trata esta área del saber humano. Pensar en lo que se tiene más a mano, la propia vida cotidiana de cada cual, y sacar las enseñanzas que ese pensar nos puede ofrecer.
Y nada más sencillo y cotidiano que unas patatas con huevos fritos, a las que tal vez si la gula nos incita y el presupuesto lo permite se pueden añadir un chorizo u otra pieza cárnica para acompañar. Cuestión bastante peliaguda para el millón ochocientos mil españoles, según leo en la prensa de hoy, que no pueden consumir cada dos días una pieza de carne, pescado o ave en su dieta. Veganos a la fuerza, más o menos.
Pero me ciño a lo propuesto que es contar, a grandes rasgos la grandiosa historia de la humanidad, que nos ha llevado a nosotros a poder aunar las patatas y los huevos, ya sea fritas y fritos, ya en tortilla, ya en esa ensalada de patatas con su huevo duro picado. En primer lugar está el fuego, ese milagro cotidiano que en forma de hornilla de gas nos permite emular a esos primeros antepasados nuestros que hace 800.000 años, década más, década menos, comenzaron a dominar ese cuarto estado de la materia, el plasma, que creo que es el fuego.
El aceite no tengo claro si lo introdujeron en la península los fenicios, los griegos o los romanos, pero está claro que con quien fuera, tenemos los españoles y los andaluces, especialmente, una deuda impagable. Sí que he leído en algún sitio que la avicultura, y, por tanto, el consumo de huevos, fue cosa de los romanos. Nos falta las papas, cultivadas en los Andes desde tiempo inmemorial e introducidas en Europa a través de la conquista de España, con lo cual se puede decir, con alguna exageración motivada por el calor, que la historia del humilde plato del que escribo, se inició con la venta de las joyas de Isabel de Castilla, para que Colón pudiera sufragar los gastos de intentar llegar a las Indias.
Y eso sin contar con el inmenso esfuerzo que nos supuso el arte de la metalurgia necesario para la creación de esa sartén preferida que todos tenemos y en la cual las patatas con huevos fritos nos salen especialmente bien.
Hay, por tanto, más historia y cultura en un huevo frito, aunque sea sin patatas, que en el Guernica de Picasso, a fin de cuentas para que el pintor francés pintara el cuadro, sólo hizo falta que el gobierno de la Segunda República Española pusiera sobre la mesa el medio millón de pesetas, de las de entonces, que cobró el artista y que seguro que entonces cundían mucho más que los tres mil euros que son hoy en día y con los cuales se pueden pedir y pagar unas cuantas raciones de huevos rotos en Casa Lucio, que por mucho folclore que le pongan y por caros que los cobren, 20 euros el plato, no deja de ser unas patatas fritas con un par de huevos que se romperán con el tenedor y se repartirán por las patatas.
Mucha historia, mucha cultura en plato humilde al que 1.800.000 españoles no pueden agregar una pieza de carne o embutido. Y mientras tanto el presidente en funciones amagando con nuevas elecciones si no lo hacen presidente sin nada a cambio, Y he escrito de política, es que la cabra siempre tira al monte. Es inevitable.