No he inaugurado la agenda del 2019 con una lista de propósitos.
Es absurdo dejar constancia por escrito de algo que, a todas luces, sabemos que no vamos a llevar a cabo. No tengo previsto adelgazar treinta kilos, ni hacer más deporte, ni someterme a los rigores de una dieta estricta; tampoco voy a leer los diez libros imprescindibles y sin los cuales mi vida no tendrá sentido, ni a consagrarme a una orgía de serie televisivas…
No tengo especialmente claro lo que voy a hacer con este año recién iniciado, pero creo que ver atardeceres y amaneceres, andar sin propósito alguno por calles, carreteras, carriles y veredas es un buen programa inicial. Supongo que seguiré fatigando folios digitales con mis opiniones, que sé que hay alguna, poca, gente a la que le interesan, pero tampoco aspiro a mucho más. Pero tampoco a nada menos que poder decir, escribir, lo que pienso, sin tener que pensar lo que escribo, frase que plagio a Quevedo, que era un mal nacido con toda la cuerda dada, pero que sabía manejarse con la pluma y, tal vez con la espada. Escribir lo que pienso sin otro limite que el respeto al buen gusto, la verdad (o al menos no mentir a sabiendas) y a los lectores.
Más de una vez, me he propuesto, eso sí, alejarme de los aires pestilentes de la política con minúscula, pero siempre caigo en el viejo vicio de desear que las cosas pueden cambiar para bien, de que la sensatez venga a iluminarnos a todos y nos demos cuenta de que, en el fondo, somos vecinos del mismo y único planeta que habitamos y, que no hay más raza que la raza humana. Y que las divisiones en las que nos desangramos son artificiales. Que da igual que el trabajo te lo quite un extranjero o el hijo de tu vecina, el caso es que igual vas a ver a tus hijos pidiendo pan, a ser posible con algo dentro. ¿O es que el hambre de tus niños es distinta según el idioma, la religión o el color de la piel de quien “te quita el trabajo”?
Sé que todo esto lo he escrito ya muchas veces, que me hago pesado y cansino. Pero creo que el único privilegio que otorgan los años es el de poder afrontar con cierto sosiego eso que se da en llamar “el qué dirán”. De modo que, pese a que ni a mismo me gusta tener que escribir estas cosas, tener que repetirlas hasta la saciedad, sí que hago propósito de continuar escribiéndolas. Sé perfectamente que no va a servir para nada, que los que votan populismo, de izquierda o de derecha van a seguir convencidos de las verdades eternas, de los salvadores surgidos de última hora, de las soluciones fáciles a problemas complejas, de que la culpa es siempre de “los otros”. No hay manera de cambiar esa forma de pensar que surge directamente de las tripas.
Pero también sé que, si no lo digo, si no lo expreso, las ideas, los sentimientos, las opiniones, se me quedan empantanados en el alma. Y no hay nada más peligroso que el alma empantanada de cosas sin decir, de silencios culpables.
Por mi propia salud y estabilidad emocional me creo en la obligación de no callar nada de lo que debo decir, aunque en ocasiones pueda molestar a propios y extraños. Máxime partiendo de la premisa de que el periodismo que resulta cómodo al poder, a cualquier poder no merece ser llamado periodismo. Entre las misiones de la prensa está la de dar cuenta de los errores de los que gobiernan, sean quienes sean, que de los aciertos ya se encargan ellos, sus gabinetes de prensa y sus colaboradores.
Y, la verdad es que el actual inquilino de la Moncloa, promete dar mucho más juego en ese sentido que el ya olvidado Mariano Rajoy, que tantas miradas me inspiró.