Hablar con el teléfono



Lo normal suele ser hablar por el teléfono, es decir emplear el artilugio para comunicarse con un humano.

 Sin embargo, desde hace algún tiempo es posible hablar, hasta cierto punto, con el dispositivo y hasta mi madre me dijo el otro día que le preguntase al teléfono que si iba a llover por la tarde. Todos en uno u otro momento hemos usado el asistente de Google para acceder a alguna información, sobre todo si no disponemos del poco tiempo que se necesita para teclear las palabras de búsqueda o para marcar el número de la persona con quien queremos charlar. Pero es que desde hoy mismo, según leo en la prensa especializada el nuevo asistente de Google no sólo podrá establecer conexión con la consulta de nuestro óptico, si no también pedir cita en nuestro nombre, o reservar mesa en un restaurante o ayudarnos a hacer la lista de la compra.

 Francamente, puestos a hablar, prefiero entenderme con un ser humano o un animal inteligente mucho más que con una máquina, y en los casos en los que al llamar a determinado número la inteligencia artificial del otro lado del aparato me pide que marque uno, dos o tres me siento bastante molesto, sobre todo si llamo con un móvil, como creo que nos ha pasado a casi todos.

 Lo realmente preocupante de esto es que creo que aumenta significativamente la información que damos a Google, que ya de por si es inmensa. Con la posibilidad real de convertir al sistema operativo de nuestros teléfonos en un ayudante virtual creo que perdemos más de lo que ganamos, sobre todo si llegamos a depender de ese asistente, o asistenta, que no se aún cuál es su género, aquí escribo correctamente “genero” puesto que dudo que las inteligencias artificiales tengan sexo...por el momento. Soy, quien me conoce lo sabe, propenso a la charla, incluso a la verborrea, lo padecen quienes me conocen; pero también creo tener la capacidad de escuchar a mi interlocutor si creo que éste tiene necesidad de ser escuchado. Y eso es algo que una maquina o un programa no podrá llegar a saber hacer nunca. O espero que nunca llegue a suceder. Porque ese simple escuchar con atención y empatía a quien lo necesita es bastante más que un simple poner el oído atento, se necesita poner también el alma, el corazón y la vida (tal vez no tanto como todo eso, pero es un bolero que me encanta) y, sobre todo, hacer saber a quién habla que lo que cuenta te interesa. Basta no pocas veces ese simple escuchar empáticamente a quien tiene necesidad de ello para aliviar en parte penas y sufrimientos. Y ni siquiera es necesario aconsejar nada. Quien lo ha experimentado lo sabe. Y no es necesario decir a veces nada, Escrito lo dejó en forma de copla de soleá Juan de Mairena: “Le dijo a la lengua el suspiro/ vete buscando palabras/ que digan lo que yo digo”.

 No sé si el asistente virtual de Google alguna vez alcanzará a interpretar correctamente un suspiro, pero en todo caso yo me quedo con la versión simple de la que ahora disfruto, que según le pille el cuerpo virtual me responde de viva voz a preguntas sencillas o me pone al alcance del dedo el enlace a la web que puede resolver mis dudas. Pero nuestro grado de intimidad no pasa de ahí y cuando tengo necesidad de una larga conversación ante un buen café, se perfectamente que no va a ser con mi teléfono, que por muy inteligente que sea, aún no es capaz de captar todos los matices que se requieren para establecer una conexión real entre seres humanos.

 Supongo que con el tiempo todos confiaremos nuestras pequeñas gestiones del día a día a esos asistentes virtuales, igual que hemos acabado ‘enwasados’ hasta las cejas; pero de momento me llevo muy bien con agendas, papelillos sueltos, bolígrafos y libretas y, sobre todo con el viejo arte de llamar con el teléfono de toda la vida, más o menos, para pedir cita en la peluquería, reservar una mesa o, lo que más me gusta, llamar a mi librería habitual para encargar libros que acaban de salir y me interesan. Ese placer no me lo va a quitar ningún asistente virtual, ni ninguna tienda on line por muy ‘supercalifragilisticoespialidosa’ que sea. Hasta ahí podíamos llegar.