Un hombre sale al escenario, da un paso, vacila con una cojera que finge, pero todo el mundo sabe que es de él, sube la mano, saluda, la luz del foco descarga todos sus vatios sobre un bombín, entorna los ojos, escala una montaña que ahora es un taburete y se sienta más o menos como siempre.
Yo lo vi desde donde entran los toreros, donde se reza a la virgencita de las Angustias y se fuma el cigarro de antes, subido al sibanco de la barrera y con la piel de gallina, no había dicho nada, pero el ruido del aplauso sonaba como si el concierto estuviera acabando. Como si esta vez al toro lo hubieran sacado por la puerta grande. Allí estaba el hombre de la Canción más hermosa del mundo, y allí estaba yo, que casi nunca lloro, con un par de lágrimas que no habían pagado la entrada.
El Sabina entró a la Plaza de Toros de Granada como el torero que antes de trincar el estoque ya ha cortado las orejas y el rabo. Él quería estar en Triana, con lidias de su generación, pero sospechó que se quedaría dormido por eso hizo lo que mejor sabe hacer, emocionar. Todo por culpa de un miura que escapó de los chiqueros para coger sitio en el palco del cielo, su María Jiménez solo le iba a perdonar si la cambiaba por Granada. Y Joaquín entró por el Paseo de los Melancólicos y salió por el de los Tristes, con la sonrisa y la dentadura más joven del lugar, riendo como llora Chavela.
La guitarra no la llevaba en bandolera, tal vez porque hay cuerdas que van sosteniendo las notas y no al ahorcado. Pero el Sabina no dejará nunca de vivir mientras pueda, por eso sigue girando, por eso no duda en volver a la carretera, aunque ahora evite las nacionales. Sabina dejó la sospecha de un niño que cumplía años de diez en diez y había llegado al final del camino mucho antes que el resto. Por eso yo estaba agarrado a mi madre y mi padre, apoyando mis fuerzas en los bastones que me dieron la vida y al Sabina. Cantó de seguido y luego se fue a la barrera, donde cuelgan los vampiros, a fumarse un cigarro mientras los picadores desangraban sus letras. Ahí me di cuenta que el Dylan español cambió el albero por césped artificial, el Whisky por agua embotellada, los tacones por sillas de plástico, lo popular por lo exquisito, la femme fatale por señoras que hacen aquagym, la china de hachís por los cigarrillos electrónicos.
Siguió cantando hasta que dejó de cantar, la peña salía del coso como el peregrino que decide empezar su ruta desde Santiago, con los garitos llenos de reggaetón y cachimbas, y con la urgencia de mostrar al mundo a través de sus redes que el Sabina no es un mito, que ellos lo vieron y que sigue vivo. El perro andaluz se fue de Granada escondido tras el cartel de poeta en extinción, un poco menos canalla, un poco más viejo, un mucho más artista.