En la casa de Teresica, sita en el Mentidero entre el callejón Ancho y el callejón Estrecho, había una pequeña habitación con puerta a la calle, y aquí vino a vivir un lojeño, barbero de profesión, huyendo del hambre y de la represión política de su ciudad.
El maestro, apodado Tacones, alquiló la humilde pieza y en ella instaló su barbería. Allí tenía el hombre sus escasos enseres y un colchón de farfollas que, durante el día, permanecía arrollado en un rincón y por la noche él extendía para que le sirviera de lecho. Comenzó Tacones el ejercicio de su profesión –Peluquería y Barbería– y, en seguida, recibió el beneplácito de la clientela. La gente acudía mayoritariamente a él y, en poco tiempo, quedó convertido en el barbero de Santeña. Como el negocio marchaba viento en popa, a los seis meses sustituyó la modesta silla que tenía por un sillón más vistoso y confortable, cambió las farfollas por una humilde camita plegable y él mismo cambió de imagen vistiendo un batín blanco que realzaba tanto su persona como el rango de su oficio. De todo esto se hizo eco la murga de los carnavales, comparando su maestría en el uso de la navaja con el blando roce de una pluma de cisne sobre la cara. Y es que, antes de que él viniera, la gente consideraba normal salir con la barba desollada cuando iba a la barbería.
Una fría mañana de invierno, cuando el maestro barbero todavía dormía calentito en su flamante lecho, se presentaron en la barbería sus enemigos de profesión, abrieron a golpes el postigo de arriba y le enseñaron las hojas de unas grandes navajas que llevaban, diciéndole: “Tacones, te vamos a matar”.
Presa de terror, se puso Tacones a gritar con voz desgarradora: “¡Que me quieren matar! ¡Que me quieren matar!”. A los gritos del barbero acudieron los vecinos y le preguntaron por qué decía aquello. Él, temblando, contó lo ocurrido. Todos se esforzaban por consolarlo diciéndole que no hiciera caso a las amenazas y que se aplicara aquello de “perro ladrador poco mordedor”; que, además, el pueblo entero estaba de su parte y no consentiría que le hicieran nada malo. El hombre les dio las gracias por la ayuda prometida y, confiado, continuó trabajando. Pero como las amenazas le seguían llegando unas veces mediante esquelas por debajo de la puerta y otras con fuertes golpes en la puerta misma a deshoras de la noche, el buen hombre, que había llegado a Santeña huyendo de amenazas también, se puso tan nervioso y tan temblón, que los cortes y los trasquilones fueron pan de cada día y la clientela empezó a retirarse del hábil barbero por temor a quedar marcada para siempre.
La cara demacrada y pálida del maestro Tacones decía bien el bache que estaba atravesando y toda Santeña se dolía de su desgracia, reprobando al mismo tiempo la conducta de los adversarios. Desesperado al ver rondarle de nuevo el fantasma del hambre y sabiendo que, en los tiempos que corrían, resultaba fácil e impune pasar de las amenazas a la acción, para alejar de sí tan terribles calamidades, pensó en buscarse la vida por cortijos y huertas haciendo su trabajo a domicilio.
¡Que me quieren matar! ¡Que me quieren matar!
Mientras esto ocurría, llegó a oídos de un empleado de la Compañía Eléctrica llamado Pareja el duro trance que estaba atravesando el maestro barbero. Pareja bajaba de Alhama dos veces al día, una por la tarde y otra por la mañana, a conectar y desconectar la luz en un cajetín que había en El Carril; y, luego, cada fin de mes, pasaba por las casas a cobrar los recibos. Compadecido del desgraciado barbero y deseando remediar en algo su situación, le propuso encargarse de hacer lo que él hacía cada día por treinta duros al mes. El apurado Tacones vio el cielo abierto, pero, antes de aceptar, preguntó si el empleo propuesto suponía algún conocimiento tan siquiera mínimo de electricidad, en cuyo caso se vería obligado a renunciar a los tan necesarios treinta duros ya que él no tenía la más mínima noción de cables ni enchufes debido a que, en toda su vida, no había hecho otra cosa que pelar y afeitar. El empleado lo tranquilizó asegurándole que su trabajo consistía única y exclusivamente en subir y bajar una palanca a las horas convenidas. Quedaron de acuerdo y aquella misma tarde empezó Tacones a actuar.
Pero... ¡menudo tabardillo! En cuanto la gente lo vio abrir el cajetín y manipular la palanca, dedujo que era empleado de Las Eléctricas e, ipso facto, quedó convertido en el nuevo ‘tío de la luz’. Y desde ese momento, todas las quejas y reclamaciones relacionadas con el deficiente funcionamiento de la iluminación pública y doméstica fueron a parar a él.
––“Que no tengo luz en el cuarto”.
––“Que le doy a la llave y no se enciende la perilla”.
––“Que en la cuadra los cables echan chispas y se asusta el mulo ca vez que encendemos o apagamos la luz”.
Y un larguísimo etcétera.
El hombre trataba de explicar lo mejor que podía que él no era electricista, que su misión era subir y bajar la palanca y que lo único que podía hacer era comunicar a Pareja las averías que le dijeran. Pero ni por ésas. Él era ‘el tío de la luz’ y a él continuaban llegando los incordios de la tecnología.
Un día se presentan en su habitáculo unas mujeres diciéndole:
––“Maestro, vaya osté a la puerta de Úrsula, que hay un cable de la luz soltando chispas, vaya que ocurra una desgracia”.
El pobre Tacones, escoltado por las tercas visitadoras y refunfuñando, bajó al mencionado campus stellae y en seguida vio que uno de los cables, bastante descarnado, se había salido del soporte de cristal al que estaba sujeto y, al moverse con el aire y rozar en la pared húmeda, producía chispas. El barbero mandó traer la escalera del ayuntamiento, que era la más larga del pueblo, subió por ella y, ante la admiración de todos, cogió el cable suelto con la mano izquierda como si nada; pero, al tocar la parte metálica del soporte donde debía sujetarlo de nuevo, se produjo tal descarga que el electricistaa-la-fuerza salió despedido de la escalera yendo a caer sobre dos herpiles ubicados exactamente debajo del aciago punto luminoso y cuyo dueño tenía la intención de encerrar a la mañana siguiente. Aunque de la caída salió ileso, la impresión y el susto que se llevó fueron tales que allí empezó el declive de su azarosa carrera.
Cierta tarde lo vieron por el Pozo de Don Juan, con un macutillo al hombro camino de Loja. A alguien que le preguntó adónde iba, le dijo que a ver a su familia y que estaría de vuelta “tras pasao mañana”. Pero esos tres días no han pasado todavía.