Cuando a Santeña empezó a venir pescado, lo traían de Alhama. Y el primero en hacerlo fue un hombre apodado Chova, que lo traía a cuestas.
Tenía un capacho de esparto que se colgaba al hombro con dos abrazaderas y de aquella manera recorría los nueve kilómetros que separan ambas localidades, bajando incluso hasta Valenzuela cuando no terminaba la mercancía. Todo, decía el hombre, ”pa sacar el jornal y que mis hijos no se mueran de hambre”.
Pero pronto llegaron los adelantos y su sucesor, en vez de a pie, lo hizo ya en bicicleta. Manolo Zamora, que así se llamaba, llegaba sobre las nueve de la mañana y hacía la primera parada en la esquina del palacio episcopal4. Desde allí, a voz en cuello, lanzaba su pregón y hay que decir que los primeros en acudir eran siempre los gatos de toda la calle. Tan así que si, en alguna ocasión, el ama no oía la voz del pregonero, bastaba ver la bandada felina precipitarse calle abajo para saber que Zamora había llegado.
Pero no era a estos felinos a los que temía Zamora, pues ya procuraba él que la mercancía estuviera a buen recaudo. A los felinos que realmente temía eran Pepe Álvarez y los posaderos Manolo y Pepe, que se acercaban a la caja a ver; y, como fueran boquerones o sardinas, los cogían de la cola, los levantaban y, sin pasarles siquiera el dedo para limpiarlos, los engullían, uno tras otro, haciéndose los suecos a las indirectas del impotente pescadero. A veces, desde las cuatro esquinas, algunas mujeres le daban una voz preguntándole si iba a subir pronto; y el pobre Zamora contestaba: “Si éstos me dejan algo, subiré”.
Pero la vida seguía y, después de Zamora, vino otro oriundo de Sayalonga aunque residente en Alhama desde hacía muchos años. Lo apodaban El de las almejas, y como, además, era tuerto del ojo izquierdo, todos lo conocían por El Tuerto Las Almejas. Un día de finales de julio venía el hombre, como de costumbre, camino de Santeña, pero bastante más tarde de lo habitual, pues eran cerca de las once. La carretera desde el puente Los Baños hasta el cruce de Vallalta es empinada y trabajosa de escalar, máxime con una caja de pescado en el portaequipajes; pero desde Vallalta a Santeña se convierte prácticamente en un tobogán y hay que pisar constantemente el freno si no quiere uno dar con sus carnes en tierra. Pero aquel día, ni las curvas ni la pendiente asustaban al Tuerto Las Almejas; y así, deseando llegar cuanto antes y confiado en su pericia, dejó la bicicleta a su aire de modo que literalmente bajaba la cuesta volando. Todo hubiera ido bien si el malhadado pescadero hubiera tenido sus dos ojos cabales; pero la suerte quiso que, en el vértigo del descenso, un importuno mosquito se cruzara en su camino y fuera a dar precisamente en el único ojo útil. El pobre hombre, cegado por el impacto, al no ver la tierra que pisaba ni poder controlar el movimiento uniformemente acelerado del velocípedo, ‘avoleó’ por un rastrojal de la margen izquierda y, rodando rodando, fue a caer en el cercano barranco que vierte aguas al Marchán. En estas entremedias, procedente del Pantano de los Bermejales, aparece el todavía adolescente Juanillo El Posadero sobre la imponente Norton que poseía la parroquia y que el cura Morcillo no se atrevía a conducir para desplazarse a Cacín y al Pantano, (entonces dependientes de Santeña). Al ver lo ocurrido, para y trata de ayudar al pobre hombre:
––“Me he roto los calzones por el culo”, -decía, -“y no veas los ‘esollones’ que me he hecho en el brazo; pero eso no me importa. Lo que me importa es mi pescao”.
El joven samaritano le dijo para animarlo:
––“Lo que tienes que hacer es recogerlo y lo lavas en el río, allí por el puente Las Gitanas, y ya está”.
El hombre contestó:
––“Es que, además, el pescao es fiao, y si no lo pago ya no me dan más”.
Joven y adulto se pusieron manos a la obra, recogiendo del secano los plateados boquerones y las jibias, que era lo que daba ese día el mercado. Terminada la tarea, se despidieron amigablemente y el pobre tuerto le dio las gracias muy de corazón por la sugerencia. Paró El Tuerto Las Almejas en el mencionado puente, se acercó al río, lavó pieza a pieza toda la mercancía para que ni rastro quedara sobre ella de paja o tierra y, al rato, la vendía en Santeña como si tal. Al terminar la venta, tan grande debió de ser el regocijo experimentado por el éxito de la operación, que, en vez de coger carretera arriba en busca de su casa, entró en el Ferubi y se emborrachó como un cosaco. Quizás, después de pensar que había recuperado lo que más le importaba, es decir, su pescado, cayó en la cuenta de que tampoco era moco de pavo haber conservado ileso el único ojo que le quedaba. En cuanto a los desollones, a la segunda copa dejó de notarlos. Y es que el alcohol, ya se sabe, es el mejor bálsamo para las heridas.
Pero la mala suerte quiso que el mosquito fuera a dar en el ojo bueno.