En Los Corralones, desde el supermercado actual hasta donde se inicia la calle del antiguo cinema Gómez, había una hilera de casitas, resto de las que construyó la caridad pública después de los terre- motos de 1884.
En una de ellas vivía un matrimonio muy particular, Guillermo y María, con un hijo de corta edad, Guillermín.
En Santeña, como en todos los pueblos, cada cual tiene un mote. Pero Guillermo, por no ser como el común de los santeñeses, tenía dos. Era el primero ‘Azañas’, nombre de resonantes ecos políticos aunque, realmente, resultaba difícil saber por qué se le motejó de esta manera, ya que ambos se parecían como un ajo y un candil. Sus motivos habría, pero a nosotros no nos han llegado. Era el segundo ‘La Bicha’ y de éste sí sabemos todo. Debíase a que, generalmente, cuando se le preguntaba con intenciones aviesas o por algo que po- día encerrar algún daño para él, no contestaba con palabras sino con rapidísimos movimientos de la cabeza parecidos a los de los ofidios que, por entonces, pululaban en nuestros campos. Añádase a esto su extremada delgadez, la barba sin afeitar, los ojillos vivarachos y un perfil de cara acusadamente triangular, y tendremos algo semejante a la cabeza de un ofidio. Tan característico de él era este gesto y tanta gracia hacía a los paisanos, que no faltaba quien se lo pidiera a cambio de un cigarrillo, a lo que accedía de mil amores, con tal de conseguir el preciado narcótico. Y, cuando estaba de vena, le salía tan requetebién, que el público le decía: “¡Vaya bichina güena que te ha salío hoy!”.
Eran su mayor vicio el vino y su mayor afición los perros. Ambas cosas le hacían perder el juicio y, por ambas cosas, lo perdió. Estaba casado con María, una mujer alta, delgada y charlatana, con algún problema de secreción que la obligaba a estar continuamente sor- biéndose el moquillo y limpiándose las legañas. Al parecer, había enviudado cuando todavía era muy joven y contraído segundas nup- cias con Azañas, por lo que pasó a llamarse María La Azañas. Tenía María una hermana en la vecina Valenzuela, casada con un viudo en buena posición, pero las relaciones entre ellas apenas existían debido, al parecer, a haberse casado con el borrachín de Santeña. De esta unión había nacido un hijo que era un verdadero encanto. Ellos lo adoraban, pero cuidarlo no entraba en sus planes. Eran los vecinos, -tan pobres como ellos, pero con mejor cabeza- los que, del modo que podían, socorrían al niño. Víctima de todas las epidemias, desnutrido, desabrigado, desaseado, confinado a las cuatro paredes porque su flaqueza física y su timidez raramente le permitían alter- nar con el resto de los niños, el chico creció como crece una flor en un estercolero. Y ya fue un milagro que, entre la incuria de sus pro- genitores y los males endémicos, el niño lograra sobrevivir. Porque si el padre era un alcohólico irremisible, la madre era un desastre en lo tocante al hogar. Allí no se hacía comida, allí no se limpiaba, allí no había platos, allí no había sillas, allí no había leña, allí no había ropa... Allí sólo había dejadez y miseria. Y como allí lo importante eran los perros, la casa era eso, una perrera. ¿Cómo puede un padre anteponer los animales a su propio hijo? ¿Cómo puede una madre despreocuparse de una criatura de tan corta edad? Porque tanto él como ella eran dos benditos, sin la menor maldad y loquitos con su Guillermín. No puede haber otra explicación que la de algún fallo en el complejo y misterioso mecanismo del ser humano.
Los que conocían a Guillermo de tiempo atrás decían que había sido un buen trabajador; pero su delirio por la caza con hurones y galgos y por la pesca a mano de peces y cangrejos, tan abundantes entonces en nuestro río, lo perdieron. Esto, que no podía ser un modus viviendi ni entonces ni ahora, pero que sí le robaba todo el tiempo, hizo que dejara de ir a ganar el jornal con regularidad y lo condujo a la bebida. La miseria llegó a ser tal que, en una ocasión, espoleado por el remordimiento de ver a una criatura -su hijo- pasar hambre y frío, se presentó en la posada a pedirle el mulo al posadero para ir por una carga de leña porque no tenían con qué calentarse. Fue Guillermo por leña, contento de la buena lumbre que iba a echar en su casa, y volvía eufórico cuando el mulo dio un tropezón y rodó por un balate hasta caer en el fondo del barranco. Dando gritos de auxilio y deses- peración, se echó Guillermo terraplén abajo y llegó hasta donde es- taba el animal, que agitaba las patas y daba enormes bufidos mientras el cabestro, enredado en el cuello, lo asfixiaba; pero nada pudo hacer pues ni siquiera llevaba una mala navaja en el bolsillo.
Mientras bajaba sin leña y sin mulo, lanzaba su pena a los cuatro vientos y cuantos lo oían o lo veían de lejos, se sorprendían de los gritos y de los gestos que describía en el aire, semejantes a los de un actor en el clímax de la acción. No vamos a contar lo que pasó cuan- do le contó al dueño lo ocurrido. El posadero era hombre de buen corazón y dudar de Guillermo hubiera sido injusto.
––”Antonio, por Dios”, -le decía-, “yo le trabajo a osté gratis to la vida pa pagarle el mulo; pero Dios sabe que lo que le cuento es la ver- dad. Venía yo ya tan contento con mi leña y, como por mano de peca- do, el demonio se ha metío por medio y mire osté lo que me ha pasao.
¡Qué desgraciaos semos los probes, Antonio! To nus sale mal”.
Cuando terminó de hablar y de llorar y de limpiarse con el puño, Antonio habló:
––“Si no tienes leña, llévate unos cuantos troncos y echa lumbre por lo menos esta noche”.
Guillermo le cogió las manos y empezó a besárselas, acompañán- dose de otra letanía de alabanzas a su bienhechor y de improperios contra la perra suerte de los “probes”; todo con abundancia de lágri- mas y un sorbeteo continuo que hacía ininteligible la mayor parte de lo que decía.
Pero volvamos a Los Azañas. Como hemos dicho, la casita era una de las pocas que ya quedaban en el pueblo, construidas después de los terremotos. Constaba de dos habitaciones: la primera, con rincón para el fuego, hacía de cocina, comedor y salón; la otra era el dormitorio. Había además un corralillo sin cobertura que hubiera podido servir de perrera y de huronera para los cuatro o cinco pe- rros y los tres o cuatro hurones que siempre tenía. Pero, como ya hemos dicho, tales bichos eran para él lo más importante y no podía permitir que estuvieran expuestos a las inclemencias del tiempo, así que los perros fueron a parar al dormitorio y los hurones a la cocina en una caja grande que consiguió en la tienda de Emilito (1).
Sorprenderá que fueran tan pobres y pasaran tanta hambre sien- do el cabeza de familia cazador y pescador. Pero es que, cuando Guillermo traía alguna pieza, si no se la echaba él mismo a los perros o a los hurones como premio al trabajo realizado, se iba a la taberna y allí se la bebía en vino. O salía María en busca de comprador y, con el dinero que podía sisar, compraba carne de membrillo y pan de higo que no le daban quebraderos de cabeza a la hora de cocinarlos. Y lo mismo hacía con todo. En una ocasión, también Antonio el po- sadero le dijo a Guillermo que acababan de barcinar los garbanzos de Los Morrones y que podía ir a rebuscar antes de que entrara el ganado, porque había muchos. No más llegar a su casa, le dijo a Ma- ría que fuera con el niño, que los garbanzos del posaero eran los más tiernos del pueblo porque estaban mejor estercolados que ningunos. Fue María de mala gana con su Guillermín y en cuanto tuvo lleno el hueco del delantal, se volvió.
A los pocos días, la ve Antonio y le pregunta:
––“Qué, María, ¿son tiernos los garbanzos?” Ella, con la mayor naturalidad, contestó:
––“Pos no lo sé, Antonio, porque nus los hemos comío asaos”.
Pero si los garbanzos se los comían ‘a la brasa’ porque no eran plato para sus bichos, el tocino y la leche que otras almas caritativas les daban iban generalmente a los perros y a los hurones. El hijo no contaba.
A veces, los hurones se salían de la caja y correteaban por el suelo. María cogía a su Guillermín y empezaba a dar gritos. Decía que le
(1) Emilito tenía tienda en la ‘Placituela’, lugar donde confluyen las calles Caridad, Gremios, Rodríguez Avial y callejón Estrecho, daban mucho susto y que no lo podía remediar. Entonces Guillermo se quedaba mirándola con cara de bichina y le decía:
––“¿Susto? ¡Si eres tú la que los asusta a ellos!”
Con esta forma de ser y de vivir, sin respeto entre ellos ni mira- mientos de ningún tipo, se convirtieron en el blanco permanente de todas las burlas y bromas de la localidad, especialmente por parte de la juventud. Y no era por maldad, sino simplemente por ganas de di- vertirse. Porque eran generalmente los mismos que se reían de ellos los que los defendían cuando alguien intentaba engañarlos o hacer- les mal; y hasta los socorrían cuando la situación llegaba a preocu- pante. Así pues, rara era la noche que no había jarana en la puerta de Azañas. Por citar alguna, recordemos aquella en que cuatro o cinco pollastrones se presentaron una noche aporreando la puerta. Todos dormían y todos se despertaron sobresaltados. Guillermo soltó una maldición, pero no llegó a sus destinatarios. Luego, una voz:
––“Guillermo, abre la puerta; que sé aonde hay una galga mu güena y yo no la quiero”.
Voz de Guillermo:
––“Pos si no la quieres te la metes en los cojones. Y yo me voy a cagar en la puta que sus parió, so banda de sinvergüenzas; que ya tenéis tos los cojones negros”.
Pero como las palabras eran su fuerte y de las palabras nunca pa- saba, los mozos volvían cada noche dispuestos a divertirse oyéndolo disparatar. Esto lo llevó a atrancar la puerta cuando estaba en su casa; que era lo menos frecuente, ya que, con un duro o un conejo que vender, se iba a la taberna y allí se estaba hartándose de vino hasta que, hecho un haz, lo cogían los cuatro gamberros de turno y lo llevaban en procesión a su casa.
Otra noche se presentaron con unas armónicas y una bandurria y le gritaron desde fuera:
––“María, abre la puerta, que te vamos a tocar una serenata; que somos los tocaores”.
María contestó:
––“Es que no quiere Guillermo que abra; que a mí bien que me gusta la música”.
Y, sin dejarla terminar, se oyó la chillona voz de Guillermo:
––“Sí, la música del Paúl seis vusotros, que iban veinte pidiendo y uno tocando”.
Viendo que la puerta no se abría, dice uno de los rondadores:
––“Guilli, abre que me des fuego pa encender el cigarro”. A lo que contestó Guillermo:
––“¡No encendieras con la luz de un relámpago! Y mañana, ya veremos. Esto se va a terminar, porque vusotros me habéis tomao a mí por un chinganillo, ¡banda de tiraos!”.
Guillermín se marchó en cuanto pudo valerse. Eran sus padres, pero aquel espectáculo permanente era demasiado para él. Joven, con una educación y corrección que sorprendían, se instaló por la provincia de Madrid y se los llevó con él; pero no eran ellos personas que se adaptaran fácilmente a un género de vida distinto del que ha- bían llevado, así que volvieron a Santeña y otra vez comenzó el ciclo. Con menos vigor, cierto. Los mozos de años antes habían crecido y muchos eran ya padres de familia. El pueblo les ayudó como lo había hecho antes, pero Guillermo y María eran mayores y sus carencias, en todos los sentidos, mayores también. Guillermo empezó a decli- nar antes con una galopante demencia senil. Dormía en el cuarto, junto a sus perros, todos sobre un colchón tirado en el suelo. María se arrebujaba en un rincón de la cocina y allí, con la cabeza caída y los brazos cruzados, quieta como una estatua, podía permanecer las horas muertas. Si le llevaban algo de comer comía, y si no, tampo- co pedía. De la higiene, qué decir. No la habían conocido cuando estaban en condiciones de cuidarla, mucho menos ahora. Delgados como esqueletos, Guillermo murió a poco de caer en este estado. María marchó de nuevo con el hijo, pero acabó volviendo al pueblo de sus amores y desdichas, y, en seguida, ingresó en la residencia de ancianos de Alhama. Allí se apagó también. Como el tiempo aquel cuando los mozos de Santeña tenían el espectáculo asegurado con Guillermo y con María La Azañas.