¿Qué acontece en la Maroma cuando los hombres se van y la montaña se queda sola?
Se trata indudablemente de una de las cimas más frecuentadas del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. La Maroma es, en efecto, una vieja amiga de todos los aficionados a los deportes de montaña; sin embargo y a pesar de verse sometida a la presión de muchos visitantes, todavía se producen allí interesantes fenómenos naturales que seguramente muchos de nosotros desconocemos. ¿Qué acontece en la Maroma cuando los hombres se van y la montaña se queda sola?
Sierra Tejeda; en el centro su máxima elevación, la Maroma. Foto de Mariló V. Oyonarte
Una vieja leyenda guaraní narra que hace miles de años, cuando el mundo era joven y los hombres hermanos, el dios Sol y la diosa Luna tuvieron una hija a la que pusieron por nombre Tabaré. La niña poseía el raro don de comunicarse con las montañas y los valles; con el agua, las rocas y el cielo azul, así como con las plantas y los animales, hasta el punto de influir en todos más allá incluso de su comportamiento. Sus padres le encomendaron, merced a ese talento extraordinario, la tarea de ser Guardiana de la Naturaleza: durante toda la eternidad tendría que vigilarla y cuidar de ella y sus criaturas. Al principio de su cometido a Tabaré no le importaba mostrarse ante los seres humanos, pero llegó un tiempo en que éstos se volvieron soberbios e intransigentes y perdieron el respeto por sus hermanos minerales, animales y vegetales. En castigo por su actitud, Tabaré tomó la firme decisión de continuar con su labor sin que jamás el ojo humano volviese a ser testigo de su presencia; los hombres tan sólo podrían dar fe de que esa misteriosa cohesión entre la Naturaleza y sus hijos seguía existiendo. Tabaré cumplió su promesa y los hombres perdimos para siempre el privilegio de verla con nuestros propios ojos. Pero todavía podemos encontrar infinitas pruebas de su obra si miramos despacio; impresionantes e insólitas unas, austeras y habituales otras. Una de esas pruebas podría tener lugar cada atardecer en la cima de la Maroma.
Es dieciséis de julio de 2019. Según se comenta en los medios, esta noche se producirán varias coincidencias: habrá luna llena -justo en la semana en la que se han cumplido los cincuenta años de la llegada del hombre a su superficie-; además se va a producir un eclipse lunar parcial, convergiendo este fenómeno con la celebración de la onomástica de la patrona de los marineros, la Virgen del Carmen, un día señalado -todavía, y a pesar de todo- entre las fiestas más arraigadas del costumbrismo español. Estamos en plena ola de calor; el sol ha caído a plomo, casi con rabia, durante todo el día. El sendero de subida a la Maroma, moteado de luces y sombras bajo el pinar, se encuentra hoy -tal vez porque es martes- totalmente desierto y en silencio. Ni una persona sube o baja por esa vereda, tan sumamente transitada los fines de semana. La calma es inmensa. Escuchando, se pueden apreciar los sordos y ligeros sonidos que forman parte de esa quietud: el chirriar de las chicharras que han cantado sin descanso desde que amaneció, los cencerros de algún rebaño de cabras en la lejanía, el piar indistinto de los pájaros que sobrevuelan las laderas en pequeñas bandadas.
Sombras alargadas en la cumbre de la Maroma cuando cae la tarde
La tarde ha sido tórrida, sin nubes, larga y ociosa, como todas las tardes del mes de julio en Sierra Tejeda. Pero el sol ha comenzado a descender y las sombras se alargan al tiempo que la temperatura del aire se suaviza gracias a que se ha levantado un vientecillo cargado de humedad procedente de la costa: por fin empieza a refrescar. La luz del sol se vuelve anaranjada a medida que se hunde en el horizonte, y las calcinadas rocas blancas que recubren la Maroma van perdiendo el calor acumulado durante todo el día. No hay nadie. La cumbre de la Maroma, efectivamente, parece que está vacía hoy. El desmesurado vértice geodésico se recorta contra el cielo sin nadie alrededor haciendo fotografías o subiendo por su escalerilla, como otras veces a esta misma hora. El ambiente es casi de recogimiento; está a punto de llegar uno de los momentos más mágicos del día. Se trata de la conocida por los fotógrafos como "hora azul": ese rato casi fugaz que tiene lugar antes de la salida y de la puesta del sol, durante el cual se produce un bellísimo fenómeno lumínico en el que la luz, muy difusa por la atmósfera, genera excepcionales colores rojizos en progresión, al tiempo que la bóveda celeste se torna de un azul intenso que se va oscureciendo hasta convertirse en negro casi absoluto. Los antiguos llamaban a este momento "el punto entre perro y lobo", pues durante él no se podía diferenciar a lo lejos a un perro de un lobo.
Hora azul en la cumbre de la Maroma
Visitantes y fotógrafos suelen quedarse a pasar la noche en la Maroma cuando hace buen tiempo
Ya son las nueve de la noche. Unos pasos, un leve movimiento y alguien aparece. La Maroma no está sola: un senderista solitario acaba de hacer cumbre. Mochila a la espalda, todavía se encuentra sudoroso porque la subida es empinada y ha ido caminando a buen paso para no perderse la puesta de sol. Después de cerciorarse de que arriba no hay nadie más que él, se desembaraza de su carga, bebe un largo trago de agua y se dispone a dar un paseo por el pedregoso altiplano que constituye la cumbre más elevada de Sierra Tejeda. Después montará un vivac para pasar la noche. No es la primera vez que se encuentra allí, y a esa hora; de hecho esta es una de sus rutas preferidas, así que se dispone a disfrutar del ocaso y de la salida de la luna llena, mientras hace unas fotografías con su teléfono móvil. Será porque no es fin de semana, pero le resulta un tanto chocante -y quizá también decepcionante, pues es un buen conversador- verse solo, cuando en tantas ocasiones ha estado en compañía de otros que, como él, han escogido una veraniega noche de luna llena para dormir en la Maroma. El crepúsculo avanza y el sol se sumerge en el horizonte, por detrás de las sierras de Málaga; apenas han pasado quince minutos desde que llegó, y de pronto sucede. En la soledad de la cumbre, justo en el cambio de luces del día a la noche, Tabaré la Invisible, eterna Guardiana de la Naturaleza, mueve los hilos de un singular fenómeno natural.
Chova piquirroja, fotografía de Juan Such
El silencio queda roto por el eco de unos graznidos que se vienen acercando desde la lejanía por la cara sur de la Maroma, acompañando a lo que parece, en la distancia, un tupido enjambre de abejas gigantes. Pero no son abejas: se trata de varias bandadas de pájaros negros parecidos a las grajillas, con el pico y las patas de un vívido color rojo. Son decenas de chovas piquirrojas que, procedentes de diferentes puntos de la Axarquía malagueña y de la Comarca de Alhama acuden precisamente a esa hora y a ese punto para recogerse, todas juntas. Unas vienen desde el mar, otras desde las paredes verticales del Tajo Volaero, muchas desde el cerro Donabuelo; todas a una, con asombrosa precisión, se las ingenian para confluir en una enorme y ruidosa bandada de brillantes aves negras que describen amplios círculos sobre la cumbre de la Maroma. Las hay que descienden lenta y armoniosamente, como si bailasen en el aire, hacia el suelo; las hay que realizan increíbles acrobacias antes de dejarse caer casi en picado hacia el punto que todas andan buscando: la sima de la Maroma, esa profunda cavidad natural que todos conocemos, y hacia sus dos pequeños respiraderos. Al tiempo que las chovas piquirrojas se recogen, una colonia de diminutos murciélagos está saliendo de las profundidades de ese dormitorio común para salir de caza.
Bandada de chovas piquirrojas sobrevolando la Sima de la Nieve. La luna llena destaca en la línea del horizonte
Esta cueva natural, conocida también como "Sima de la Nieve" por el uso que se dio a sus más de veinte metros de profundidad, fue históricamente aprovechada por los neveros del lugar para conservar la nieve acumulada en los largos inviernos de antiguamente, cuando llovía y nevaba mucho más de lo que lo hace ahora. Estos hombres descendieron hasta su base para construir un muro interior de piedra seca que ayudaba a almacenar y prensar la nieve, murete que, por cierto, todavía se conserva. La sima se encuentra a ras de suelo, y está situada de tal manera que constituye un magnífico abrigo natural para aves y murciélagos, que desde tiempos inmemoriales la vienen utilizando para protegerse de los vientos que barren con frecuencia la cumbre de la Maroma. La Sima de la Nieve fue cartografiada y fotografiada en su interior por primera vez por el Grupo de Espeleólogos Granadinos, en el año 1977.
Croquis del interior de la Sima de la Nieve o de la Maroma
El espectáculo sobrecoge por su belleza y simplicidad. Una colonia de murciélagos que cede su lugar a las chovas piquirrojas mientras se congregan, como llamadas por una voz única, en ese momento mágico de entreluces, cuando nadie puede verlas, para despedir el día con sus graznidos antes de refugiarse entre las rocosas paredes de la sima. Las cabriolas aéreas de unos y otras terminan justo cuando la luna llena emerge por encima de Sierra Nevada. Las aves duermen ya; la oscuridad se ha adueñado de todo y la temperatura ha bajado tanto que empieza a hacer frío. El senderista solitario cena junto a su mochila mientras la luna va escalando altura en el cielo. La línea de costa se dibuja a la perfección gracias a las luces de las poblaciones que se asientan a la orilla del mar; esa noche decenas de municipios malagueños y granadinos están lanzando alegres fuegos artificiales en honor de la Virgen del Carmen, y su colorido añade más encanto, si cabe, a la noche. La temperatura ha descendido considerablemente: un viento racheado sopla de poniente de tal manera que resulta imperativo abrigarse; nadie diría que unas horas antes el calor era sofocante. Nuestro hombre localiza una corraleta para dormir, y mientras se acurruca en su saco con la mochila como almohada, admira el eclipse parcial de luna que estaba previsto para esa noche, y que durante un rato hace brillar una multitud de pequeñísimas estrellas invisibles hasta ese momento. La soledad del hombre es total: ni siquiera el famoso zorrillo que suele asomar por las noches ha aparecido hoy. Es este, por lo tanto, un buen momento para meditar.
Eclipse lunar parcial del 16 de julio de 2019
Las horas nocturnas, frías y ventosas pese a ser verano, se suceden con presteza una tras otra; a las cinco y media de la mañana el senderista se despierta, desayuna frugalmente -con un café caliente y un bocadillo de queso va que vuela- y se prepara para ver amanecer. El cielo empieza a clarear por el este; dan las seis de la mañana y el milagro de la tarde anterior ocurre de nuevo, a la inversa. Son ahora los murciélagos quienes vienen de regreso poco a poco, discretos como son ellos, mientras las chovas piquirrojas que han dormido en la sima levantan el vuelo al reclamo de las primeras luces del día, llenando el aire con su graznidos -dándose los buenos días, seguramente- camino de sus cuarteles diurnos. El cuadro de cantos y aleteos de ambas especies entrando y saliendo de las profundidades de la cavidad se repite pues, un día más. La bandada de chovas piquirrojas se eleva en el aire y a una determinada altura se divide en varios subgrupos que se dispersan rápidamente, perdiéndose de vista en pocos minutos, camino de un horizonte todavía en penumbra. La magia está a punto de evanescerse. Por detrás de la vecina Sierra Nevada el sol se apresta a salir. La bruma del mar en las horas frescas ha formado unas nubes de evolución que añaden más belleza al nacimiento del nuevo día.
Amaneciendo
El sol asciende en el cielo, de un azul intenso incluso a una hora tan temprana, augurando otro día de canícula. El silencio de la noche va llenándose lentamente con los sonidos de la mañana. El senderista solitario emprende el regreso; el camino es largo y quiere terminarlo antes de que apriete el calor. No ha dormido mucho por culpa del frío y el viento, que le han molestado incluso dentro de la corraleta en la que se refugió, pero no le importa: ya descansará cuando llegue a casa. Su pequeña aventura nocturna ha merecido la pena; volverá, es seguro, el verano que viene. Después de todo, no ha estado tan mal haber pasado solo la noche en la Maroma; es más, ahora lo prefiere. Quién sabe si, distraído por la conversación con otras personas, nuestro hombre se habría perdido la magnificencia -porque no se puede calificar de otro modo-, el milagro extraordinario de lo más usual en la Naturaleza: un día cualquiera.
Un nuevo día amanece en la Maroma
Es posible que la vieja leyenda guaraní tenga su parte de razón. El buen hacer de Tabaré -el amanecer y el anochecer con la salida del dios Sol y de la diosa Luna, y todos los acontecimientos naturales que conllevan la alternancia del día y la noche, el ritmo inmutable de las estaciones, el giro constante y eterno del universo- se mantendrá mientras el mundo sea mundo, a pesar de nosotros, los hombres, y nuestros constantes desatinos. Unas veces, como hoy, seremos conscientes de esa grandeza y daremos gracias por ser testigos de ella; otras en cambio -quizá acostumbrados a su cotidianeidad- pasará de largo ante nuestros ojos, tan miopes en ocasiones para lo esencial. Ojalá que nada turbe tanta plenitud -con soledad o sin ella-, porque todo ese esplendor forma parte de un inconmensurable proyecto predestinado a trascender. Un esplendor que también es parte, al fin y a la postre, de nosotros mismos.
Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotos y vídeo, Francisco Ortiz Villarraso
Edición y montaje, Carlos Luengo.