Hace poco estaba sentada a la orilla de la playa, cuando me di cuenta de que no me estaba dando cuenta de las cosas, y fue entonces que descubrí que no sentía preocupación, que la calma me llevaba a parajes que no me sonaban de nada y que aún así me invitaban a quedarme, porque igual la vida es eso, acomodarte en lo incómodo y descubrir que realmente existe la calma.
Sentimos miedo de sentirnos bien, nos pasamos los días tan acostumbrados al peso de la angustia que la idea de lo contrario nos inquieta, somos adictos al conflicto y al miedo que provoca la ausencia del sufrimiento, tanto que evadimos sentir dolor real y nos refugiamos en angustias creadas, puesto que no nos atrevemos a sentir de forma directa, es entonces que la vida nos lo hace vivir de manera retorcida en forma de ansiedad.
Si hablamos de sufrimiento, hablamos de Schopenahuer y es que sostenía que este es inherente a la existencia humana, porque vivimos en un constante estado de carencia y deseo. Mientras deseamos, sufrimos por aquello que no tenemos; cuando lo obtenemos, caemos en el aburrimiento y volvemos a buscar un nuevo deseo, volviendo a iniciar el bucle. La calma se vuelve incómoda porque rompe ese ciclo al que estamos aferrados, haciéndonos dudar de donde se encuentra la verdad, de cual es el lado correcto de la existencia. Y aun así, es precisamente la salida que Schopenhauer propone: renunciar al deseo y al conflicto es el único camino hacia la verdadera paz, ese sutil instante donde por fin dejamos de luchar y, momentáneamente nos liberamos.
El cortisol que te brota por los poros, como la más pura de las drogas, quieres y no puedes salir de ahí, nos hace sentirnos vivos porque así aprendimos a medir nuestra existencia: en función del peligro, en estado de alerta, pero, ¿y si la vida no se trata solo de resistir? Creemos muy profundamente que la lucha, la angustia y la preocupación son los pilares sobre los que se deben de sustentar nuestros principios de vida, como si la paz solo se tratase de aquel premio final y lejano al que aspiramos y no un derecho al que recurrir y habitar cuando necesitamos. ¿Qué hay más allá de la hiperactividad emocional? Todo es un escenario de guerra, tus relaciones, tu éxito, tu propio cuerpo, al que saboteas constantemente en búsqueda de un mejor resultado, aún sabiendo que no llegará, porque el problema no está en lo que nos falta, nadie te enseña a alcanzar la calma, es una utopia y nacemos para sobrevivir.
La trampa es tan sutil que ni la vemos, siempre fue más fácil anestesiarnos que afrontarnos, nos apagamos el ruido y volvemos a la funcionalidad; evitando la raíz y alimentándola con benzodiazepinas, mientras el cuerpo se acostumbra a vivir entre dosis y respiros cortos. ¿Por qué preferimos callar el síntoma en lugar de preguntarnos qué nos está gritando el cuerpo? El sufrimiento humano no es necesariamente una enfermedad, pero la gran mayoría de aspectos de nuestra vida están medicalizados, de la misma manera que lo expresaba Allen Frances en “Saving Normal” en 2013, criticando cómo la industria farmacéutica ha extendido los límites de la enfermedad para vender pastillas, convirtiéndonos en esclavos de nuestras propias emociones, llevándonos a patologizar sentimientos y situaciones, que son experiencias universales, que en contextos normales simplemente son parte de la vivencia humana. Se fomenta la idea de que nuestras emociones más complejas son anormales, entramos en pánico y caemos en la dependencia de sustancias que ejerzan un falso control sobre ellas, llevándonos a tener una distorsión sobre lo que realmente significa ser humano, puesto que si no nos atrevemos a sentir lo que nos va inherente, ¿dónde dejamos la valentía de existir?
Así que ¿y si la verdad solo reside en quedarnos ahí, en esa playa desconocida, sintiendo una marea suave de tranquilidad, descubriendo que el mundo sigue girando incluso cuando dejamos de resistir?
La calma no es la ausencia de vida; es la forma más honesta de habitarla.