Un buen reloj



...Salvador, que a ratos los vigilaba para que no se dejaran ninguna mala hierba atrás, a ratos hacía otras labores en el cortijo...

 Una tarde de marzo de 1957, Salvador, un labrador de un pueblo andaluz, fue al centro del pueblo a buscar una cuadrilla de jornaleros para que echaran una varada, o una “vará”, como se decía por la zona, de escarda en el trigo. Entró en uno de los bares más frecuentados. A esa hora, estaba bastante lleno: unos iban buscando el peón del siguiente día o de los siguientes, si la cosa se daba bien, otros cobrar los que habían echado y tratar de encontrar algunos más, otros, como él buscaban personal. En aquellos tiempos de escasísimos teléfonos, esa era una de las funciones principales de los bares.

 Echó un vistazo a la barra y a las mesas y en una de ellas vio a Vicente, que junto a su hermano Manuel y a un par de amigos, daban cuenta de un litro de blanco de Valdepeñas:

- Buenas tardes, Vicente y compaña.
- Buenas sean, Salvador- le respondieron.
- ¿Tenéis peón para mañana?
- Mi hermano y yo, hemos terminado hoy donde estábamos estos días- dijo Vicente.
- A nosotros nos queda para una ‘varaílla’ -comentaron los otros dos-.
- Mañana quiero empezar la escarda del trigo por la parte de Los Jarales (uno de los varios parajes de la jurisdicción del pueblo donde Salvador tenía repartidas sus hazas). Me hacen falta seis ‘escardaores’ para diez o doce días. Veniros, si queréis, vosotros dos y tú- dijo mirando a Vicente, que era el mayor de los dos- te vienes de manijero y buscas esta noche a los otros cuatro.
- Muy bien, claro que queremos, que la olla no se llena sola.
- Bueno, os dejo, aquí os quedáis- respondió Salvador, que confiaba en el criterio de Vicente para elegir a sus compañeros.

 Esa era la costumbre de los labradores que sabían que en esto, el compañerismo obrero les beneficiaba. Ellos no tenían que ir buscando uno a uno a sus jornaleros, los manijeros procuraban buscar a sus amigos (el llevarse bien en una cuadrilla siempre es importante) y los seleccionados cumplían bien, aparte de para que no les dijeran “mañana no vengas”, para no dejar en mal lugar al manijero.

 Vicente, en poco rato, buscó a los otros cuatro que hacían falta. Sabía, sobre poco más o menos quienes tenían faena y quienes estaban buscando.

 Al día siguiente echaron el peón con las “fumás” habituales, ni muy largas, ni muy cortas y con la parada para comer. A media tarde, cuando ya habían dado las siete horas (las que marcaba la ley en la escarda) Vicente enderezó la raspa y dijo:

- Señores, ya es la hora, vámonos para el pueblo- Era ley no escrita que el manijero marcaba cuándo se paraba para fumar, para comer y cuándo se daba de mano.

 Salvador, que a ratos los vigilaba para que no se dejaran ninguna mala hierba atrás, a ratos hacía otras labores en el cortijo, había aparecido un rato antes y miró con gesto hosco a Vicente. Lo llamó un poco aparte, mientras los otros recogían las capachas:

- Tienes un reloj que da las horas muy exactas.

Vicente sabía exactamente lo que quería decir. Sin inmutarse preguntó:

- ¿Cuántas pesetas tienen sus duros?

Esto desconcertó a Salvador, que se esperaba alguna excusa o que Vicente reculara de alguna forma:

- Cinco, ¿cuántas van a tener? - Respondió con tono adusto.
- Exacto, y mi reloj tiene horas de sesenta minutos, ni uno más, ni uno menos. Es un buen reloj. Para mañana busque a otro -Se adelantó a decirlo él antes de que lo fuera a decir Salvador.
- Yo tampoco voy a venir- dijo Manuel que, aunque un poco alejado, había escuchado el diálogo y se solidarizó con su hermano.

 Los otros cuatro o no lo escucharon o hicieron como que no se habían percatado. Unos fueron al siguiente día y otros no, cada uno hizo lo que vio más oportuno.

 Vicente y Manuel eran trabajadores eficaces, duros, rápidos y curiosos. Sabían todos los trabajos desde que se empezaba a arar hasta que el trigo estaba en los costales. También conocían sus escasos derechos y los defendían. No necesitaban meterle un rato de clavo a nadie, ni tampoco su conciencia se lo permitía.