Y embebido en estos recuerdos he caminado, he caminado…. Y apenas he encontrado alguna sombra donde resguardarme un poco de este sol que parece no haberse enterado de que el otoño llegó hace muchos días.
Hacía tiempo que no caminaba junto al río, por el camino de la alameda, y hoy lo he hecho. Me he detenido un momento a contemplar el nuevo puente sobre el querido Marchán, ya casi finalizado. ¡Qué bonito queda! Y he cruzado frente a la carpintería Montalbán por esa rústica pasarela que, me imagino, tiene los días contados. ¡Cuántas veces crucé por aquí sobre aquellas pasaderas de piedras! Y cuántas veces también alguno de mis pies acabó en el agua: nunca fui muy ágil en esto de saltar sobre apoyos inestables y mojados.
He iniciado mi paseo por este ancho y bien cuidado camino y, no sé por qué (cosas de nuestro desconocido y caprichoso cerebro), me ha venido a la mente el recuerdo de una tarde… Y sonrío. No más de siete u ocho años tendría. Y aquí, en esta orilla, a la altura del Sotillo, pasé una tarde (poco divertida, lo recuerdo muy bien) acompañando a dos expertos pescadores: mi tío José y el chacho Guillermo. Nuestro silencio, su pericia y mi aburrimiento eran recompensados de vez en cuando con un hermoso barbo que, con agilidad y destreza, sacaba con un tirón seco el pescador de turno. Y es que aquellas rudimentarias cañas de pescar, de fabricación casera, ni siquiera estaban equipadas con un elemental carrete.
Y embebido en estos recuerdos he caminado, he caminado…. Y apenas he encontrado alguna sombra donde resguardarme un poco de este sol que parece no haberse enterado de que el otoño llegó hace muchos días. ¿Qué fue de aquellas alamedas que, casi sin interrupción, jalonaban a ambos lados el camino hasta Valenzuela? Olivos, espárragos o alfalfa ocupan hoy su lugar, privando al caminante de aquella fresca sombra que mitigaba las calores del verano.
No se ‘paseaba’ en aquellos tiempos por este camino; ni se recorría para luchar contra el colesterol. Quienes por él transitaban lo hacían por trabajo o por un necesario desplazamiento. Y el agua que con frecuencia lo inundaba de trecho en trecho, obligaba, a veces, a saltos y contorsiones para evitar meterse en el barro.
No estaba exento de obstáculos, es cierto, aquel viejo camino. Y, sin embargo, he añorado aquel ir y venir entre choperas, el constante ajetreo de personas y animales. He recordado los canteros de melones y sandías que mi padre sembraba en la margen derecha del río, en tierras de mi tío Pepe Carrillo. Y mis frecuentes visitas a la huerta de Palacios acompañando a mi vecina Luisa.
Y, volviendo a la pesca, fue en una de estas visitas cuando me hice con mi primera caña, poco después de mi experiencia acompañando a aquellos expertos pescadores. Seguramente le hablaría de ello a mi vecina durante el trayecto; y, tal vez, se me ocurrió decirle que también a mí me gustaría ser pescador. El hecho es que aquel día regresé a casa con una larga caña que Eduardo cortó para mí en un pequeño cañaveral que había junto a la huerta. No tardé en hacerme con un poco de hilo y un anzuelo, desecho de las artes de pesca de mi tío José. Pero ya me advirtió de que habría que esperar un tiempo a que la caña se secase antes de usarla.
Y tiempo no le faltó. Durante años reposó sobre dos tirantes de las cámaras de mi casa sin lograr despertar en mí el gusanillo de la pesca. Pero sí, sí llegué a utilizarla. En más de una ocasión, en aquellos veranos de duro trabajo, siendo ya zagalón, recuerdo haberla cogido y, con rudimentarios aparejos, sacar algún que otro barbo.
Resurgió esta afición bastante después, animado por mis vecinos y compañeros Pepe Navarro, Pepe Ramos y D. Alfredo, con los cuales compartí muy buenos ratos en Los Bermejales. Mudos e inanimados testigos de esta época, dos cañas arrumbadas en la cochera, con sus respectivos carretes, a las que hace poco tuve que quitar los anzuelos cuando mis nietos se disponían a ‘pescar’ con ellas en medio de la calle.
Más me gustaba, en aquellos lejanos tiempos de mi infancia y juventud, la pesca del cangrejo. Con una simple vara de mimbre, un alambre en la punta en forma de aro y una lombriz ensartada en él, no era difícil sacar un buen puñado de ellos de las ‘sobacas’ donde se guarecían.
Me he detenido varias veces durante mi paseo a contemplar el río que, indiferente, seguía su curso junto al camino. E, inevitablemente, a mi mente acudían imágenes de tantas y tantas vivencias del pasado que, con toda probabilidad, nunca se volverán a repetir. Y me duele. Y me entristece. Recuerdo con nostalgia, y con alegría, aquellas estampas de lavanderas con la ropa tendida en las limpias piedras de la orilla. De yuntas bebiendo y cruzando el río antes de dirigirse al campo. De grandes piaras de ganado… Pero no lo añoro. Reconozco que el agua potable en cada casa, la lavadora, la moderna maquinaria agrícola, y tantos avances de los que hoy disfrutamos, suponen un gran progreso para la humanidad. Pero los baños y juegos en las limpias aguas del Marchán, la abundancia de peces y cangrejos, el placer de una tarde de pesca en sus orillas o sumergido en sus aguas… el río limpio y caudaloso que yo disfruté, me temo que se perdió para siempre. Y eso sí me entristece.
Santa Cruz, octubre 2019
Luis Hinojosa D.