Sentado sobre la gran piedra de majar esparto está el abuelo. Con el ala de su viejo sombrero de paño se protege los ojos; y en la empuñadura del bastón apoya sus huesudas manos. Los últimos rayos de un cansado sol de diciembre mitigan apenas la fría tarde invernal. Juanillo, el porquero, regresa ya al cortijo con la piara; y, en el cercano olivar, mujeres y zagalones, recogiendo una última solera, piden con desenfadadas cancioncillas al manijero que ‘eche ya el Cristo’.
Un chavalillo moreno de grandes ojos negros se le ha acercado sin que haya podido percatarse de por dónde ha llegado. ¿De dónde sales, criatura? –pregunta al encontrarlo frente a él- Es tarde para andar por estos andurriales. No tarda el chiquillo en ganarse la confianza del abuelo y ya está sentado junto a él escuchando complacido todo cuanto le cuenta sobre su larga vida, que apenas ha tenido otro escenario que lo que la vista alcanza desde el lugar en que se encuentran.
Es verdad que durante más de dos años anduvo por esas tierras de Dios con un fusil en la mano, el hambre y la fatiga en el cuerpo y el dolor en el alma. Por eso preferiría poder olvidar esa etapa de su vida. Pero nunca ha podido borrar de su mente el sentimiento de culpa; porque, piensa, tal vez alguna bala disparada por él pudo segar la vida de cualquier inocente, de cualquier ser humano que, para él, es como decir de su propio hermano.
Mucho más agradables son los recuerdos de su infancia. Años duros, es verdad, pero años felices. Allí mismo, en aquel cortijo, con muchas fatigas y muy poco dinero. Pero qué feliz era trillando en la era, guardando las cabras… Ahora recuerda que una vez encojó una de una pedrada y nunca se atrevió a confesarlo a su padre. Fui un cobarde, dice bajando la mirada. Y es que también tenía yo mis cosillas. ¿Ves aquel cortijo? Pues allí, junto a un barranquillo, había un ciruelo y un peral. Y yo, siempre que pasaba y no me veían, cogía algunas ciruelas o algunas peras y las echaba en mi bolsa, para la merienda. Y es que en mi casa la fruta, exceptuando los melones que mi padre sembraba… Pero reconozco que lo que hacía tampoco estaba bien.
Con mi mujer y mis hijos he tenido mucha suerte y también he sido muy feliz. Trabajando siempre duro, sí, pero nunca nos faltó un trozo de pan que llevarnos a la boca. A veces pienso que la santa de mi esposa tuvo una vida demasiado dura, que se sacrificó demasiado por todos y yo no supe reconocérselo. Y ahora que me doy cuenta ya es demasiado tarde. A veces me gustaría poder volver atrás y enmendar errores. Como ese. O como el que cometí aquella vez que a mi hijo mayor le di aquella bofetada. Nunca lo he podido olvidar y cien años que viva me estará pesando.
Sigue el sol sobre el horizonte, sin atreverse a privar de su tenue calor a aquel cuerpo tan cansado. Y sigue el niño junto al anciano, acariciando ahora sus fuertes manos.
- Debo irme, señor, pero pronto volveremos a vernos.
- ¿No puedes quedarte? Mi hija te pondrá de comer. Y habrá alguna cama vacía donde puedas pasar la noche.
- Aún he de hacer un largo viaje y cumplir una importante misión: esta noche he de llevar paz a todos los hogares del mundo.
Se han ido los aceituneros. El sol se ocultó tras las lejanas lomas y empieza a hacer frío. Por el portón del corral, secándose las manos con el delantal, asoma una mujer:
- Papá, ¿qué haces ahí todavía? Hace ya mucho frío para estar en la calle.
Pero el anciano no responde. Sentado sobre la gran piedra de majar esparto, la cabeza apoyada en la pared y el bastón aún en la mano, el abuelo ha cerrado sus ojos para siempre, acariciado por los últimos rayos de un tibio sol de invierno. Mientras tanto, lejos de aquel apartado lugar, la gente andaba de prisa por pueblos y ciudades. Los villancicos sonaban por doquier. Y medio mundo se preparaba para celebrar la Navidad.
Santa Cruz, diciembre 2018
Luis Hinojosa D.