Un cuento de José Ignacio Molina.
Cuando los cuatro ancianos iban accediendo entre pasillos y puertas blindadas hacia los pabellones internos de la cárcel de Albolote, lo hicieron bajo una algarabía de aplausos, una ovación larga y continua que avanzaba como un tren de cercanías cuando va cruzando lentamente la estación. Abrazaron la fama internacional al instante, mucho antes de que la justicia los condenara y encerrara con cadena perpetua, pero no por ello los viejos dejaron de saborear la miel de la popularidad. Divididos en celdas lejanas, sin contacto, los cuatro provincianos tachados de criminales o subrayados como héroes, según el sector, dedicaron a leer el poco tiempo que les quedaba, pues tenían ya una edad provecta y casi con seguridad iban a morir allí, en las galeras de Granada. También se entretenían contestando las cartas de los miles de fans que acumulaban. Leían de todo, con mayor interés y emoción cuando eran reportajes o libros que habían escrito en muchos países sobre ellos, o aquellas novelas en especial en las que el lector era parte activa del relato. Los fríos y largos barrotes como códigos de barras, sentado en el borde la cama, Salvador, la punta de lanza de los cuatro, no puede dejar de sonreír con el título del nuevo ejemplar que está a punto de devorar con entusiasmo: El fraude de las palabras: la historia de un atraco verbal. Poco a poco, con las piernas cruzadas, iba entrando a través de las líneas en el universo de una ciudad detenida en el abismo, una ciudad cuya herida legendaria tiene un dolor de tierra quebrada, separada de sí misma, porque Alhama de Granada está partida y lleva con ella las máscaras de la gracia y de la pena; con sus dos paredones, poderosa y olvidada, y un tímido río por el que ventea su gran tajo sueños de muerte y de esperanza. Y en el suceder de los párrafos y de las páginas, los diálogos y la psicología detallada y malafollá de cuatro hombres de mediana edad, cuatro tipos que daban al año cuatro peones, y que cada mañana sin más oficio que esperar a cobrar el paro, planeaban la manera de hacerse ricos sin más medio que su imaginación. O alabando con una ironía cortante e hipócrita a un presidente que llegó al poder de su partido por una cacicada interna, o a gobernar el país sin ganar las elecciones con unas maniobras indecentes, un monstruo intoxicado de ego y dopamina, sucesor del ridículo e inocente guiñol de la época anterior. Entre diálogos y peroratas iban pasando las horas.
– El lumbreras del presidente es un sínico, mucho peor que el Marioneta y su “va a subir el iva de los chuches”.
– No digas pollás, este presidente no miente, cambia de opinión. Se abre la bragueta y pacta sin mirar paratrás. Desperdisia recursos, sí, reparte entre los suyos, sí. Pero es normal, sea el partido que sea en democrasia todo presidente tiene la nesesidad imperativa de meá.
– Eso sí, yo he pillao con sincuenta tacos una paga por huérfano.
– Y es verdad que es mu descarao. El ejecutivo tiene en un bolsillo el legislativo y en el otro la justisia, pero es normal. La democrasia informalilla nesesita de siertas maniobras para funsioná.
– Bueno, vamos a lo importante. ¿El niño la Puri ha fichao por el Granada B, no? Lo mismo podemos hablar con él para organisar unas apuestillas.
– ¿Y si patentamos bisicletas de montaña con ruedas de asfalto?
Y con cada capítulo, con cada monólogo interior, con cada plan estrafalario y estúpido, Salvador se reía, dejándose llevar por el esperpento de unos personajes que comían muchas aceitunas y escupían los huesos amargos de su ingenio. Así pudo ir penetrando en el proyecto que hubo de hacerles ricos y famosos. La virtud del viciado Jacintillo, el hijo de uno de ellos, que moviéndose como pez inalámbrico por el océano del internet más profundo, dio anzuelo a la salada idea del padre: destapar el banco de palabras que guardaba el rosco de pasapalabra, el famoso programa de televisión. Y así sucedió, resultó que el joven y pajillero Jacintillo dio con la manera de que veinticuatro horas antes de cada programa, los cuatro puretas tuvieran las respuestas del día siguiente. Pero eran tan torpes, tan flacos de memoria, que avanzaba el libro y solo iban sumando debacles que eran graciosísimas, llegando a desperdiciar tres de ellos su oportunidad, ora se les olvidaban las palabras, ora se quedaban sin tiempo. Conocieron a Jordi Évole, Michel Jennes, al Sevilla de los Mojinos o Ester Expósito, entre muchos otros.
– ¿Pero cómo pollas has estao tú también?
– Yo qué pollas se, me puse ennerviao perdío.
– ¡La polla que te hiso!
– Estoy apollardao... Lo siento vieo.
– ¡Fóllate y lo hueles!
Sin embargo, a la cuarta fue la vencida.
– Empieza por Z, apellido del autor que escribió entre 1845 y 1852, Granada. Poema oriental.
– Zorrilla.
Con el primer programa ganado y el bote de más de un millón de euros, y con las pocas luces que manejaban, tuvieron la ambición de hacer once roscos enteros seguidos. La tarde que buscaban la duodécima, el pseudoilustrado padre de Jacintillo dio en la primera vuelta como respuesta para letra F, la acertada de la G, anticipándose como un adivino a la solución de la pregunta siguiente. El presentador se coscó y el pureta pasó de intelectual fanfarrón a gilipuertas en tan solo una letra, desmoronándose así la trama del castillo de las palabras. Cuando se difundió todo, el pueblo de Alhama y su Comarca clamó lo mismo: ¡Hay que ser Gilipollas!
Una enorme sonrisa perenne, los fríos y largos barrotes como códigos de barras, un funcionario de prisiones que llama con un golpe en los hierros de la celda.
– ¡Salvador! ¡Ole vuestra polla! ¡Fírmame un autógrafo! Ya era hora de que alguien le cortara la lengua y las orejas al presidente.