A María Luisa Ruiz Ortiz. “Aquel tiempo de Cuaresma y Semana Santa”


 Era tiempo de penitencia y oración. Desde que llegaba el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Resurrección la cuaresma se hacía muy presente de una u otra forma, comenzando por el “recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás” y no olvidando la bula para comer carne quien podía.

“Cartas alhameñas”
Andrés García Maldonado
A María Luisa Ruiz Ortiz
“Aquel tiempo de Cuaresma y Semana Santa”

Querida María Luisa:

 Hemos vivido una Semana Mayor más. Hacía más de cuarenta años que no pasaba un Viernes Santo en Alhama y no te puedes imaginar cuantos recuerdos de alguna forma se han vuelto a refrescar. Nosotros, alhameños que sentimos verdadero afecto por la tierra que tan acogedoramente también nos hizo suyos -eso sí, sin condicionar ni pedir nada a cambio-, seguimos con nuestra esencia natural e inseparable de alhameños y, por lo tanto, jamás hemos olvidado aquellos tiempos de Cuaresmas y Semanas Santas, los de nuestra niñez y primeros años de juventud, de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta.

 Por la fe que nos transmitían nuestros mayores y por los tiempos que se vivían tras los enfrentamientos y contienda civil, es la realidad, la Semana Santa no pasaba desapercibida en ningún pueblo de España y, por supuesto, tampoco en el nuestro en el que, como bien sabes, de todo había. Y como siempre, se daban personas que sentían profundamente sus creencias religiosas y espirituales, y otras que, como andaban los tiempos, se cuidaban de no “desentonar”.

 A ti, que precisamente naciste un Martes Santo, tus padres, los siempre recordados Antonio Ruiz Moreno y Luisa Ortiz Ruiz, ya se encargaron desde la cuna de ir dándote una educación de acuerdo con la fe que ellos sentían y fielmente practicaban, la que a sus vez la habían recibido de sus padres, tus abuelos, los paternos, “encantadores y sencillos”, con el enorme cariño que te tenían, y los maternos, los que yo también recuerdo, al haber sido vecinos de ellos en la calle Enciso, Águeda y Miguel.



 Junto con la familia, las primeras que se dieron cuenta de tu singular sensibilidad, a pesar de ser una niña de pocos años, fueron nuestras monjas Mercedarias. Después, con diez años, al cambiaros de vivienda y estar más cerca de casa, los colegios de doña María, doña Amalia, joven y guapa, excelente pedagoga avanzada para aquel tiempo, y doña Concha Guarino, mujer amable y cariñosa, muy religiosa, la que tanto influyo en ti, tanto en el orden espiritual como en el académico, la que consiguió que pudieses estudiar en Granada, en el colegio de religiosas en el que su hermana era profesora.

 Allí tuviste a tus inolvidables monjas dominicas, las que tan importantes fueron para ti y tu formación en esos decisivos años de nuestra vida. Te dieron cariño, cultura, vida religiosa y paciencia cuando estuviste enferma, como tu mismo afirmas. Madre Magdalena, rigurosa; madre Rosario, muy dulce; madre María Jesús Rincón, cariñosa; madre Josefina Martínez, eficaz,… “todas en sus entregas y funciones estupendas y ejemplares”, a ninguna has olvidado y a todas les tendrás un inmenso cariño mientras vivas, como viene sucediendo desde hace más de medio siglo.

 En Alhama, antes de pasar al colegio granadino, sabías bien lo que era la Cuaresma y Semana Santa. Como en tantas cosas que hemos vivido en nuestras infancia, niñez y juventud, numerosos hechos tienen sus propias peculiaridades y circunstancias, pero otros muchos nos son comunes, llegando a conservar similares recuerdos de los mismos.

 Desde tus primeros años de vida, hay algo que has tenido inconfundiblemente claro, en primer lugar y que ha ido dando paso, sin dejar de crecer, a las alegrías constantes de los nuevos tiempos, de las nuevas vidas. El amor que siempre sentiste y sientes por tus padres y tu hermano Juan Miguel, persona siempre abierta a la más sana cordialidad y con la sonrisa dispuesta para acoger y abrazar a familiares y amigos. Esto ha sido una marcada característica en ti, que no ha impedido, todo lo contrario, el inmenso amor hacia Antonio -este próximo 11 de diciembre volveremos a rellenar bocadillos, en esta ocasión, para celebrar las Bodas de Oro, digo yo-, como a María Luisa, Raquel, Emilio y Antonio, y a esos veintiséis maravillosos nietos que os han dado estos cuatro excelentes hijos y sus respectivos esposos y esposas, claro está.

 No sé si te pasaba a ti aún muy niña, me imagino que sí y más aún estando en el Colegio de las Mercedarias. Vislumbrábamos la llegada de la Semana Santa bastantes semanas antes, el inconfundible Miércoles de Ceniza, iniciándose la Cuaresma. Nos llevaban a la iglesia para la imposición de las cenizas recordándonos, y bien claro, que nuestra existencia en la tierra era pasajera y que nuestra vida definitiva se encontraba en el Cielo. Esto, con unos diez u once años de entonces, algo imponía y, más aún, cuando se le daba aquel resonar a la frase “Memento homo, quia pulvis es, et inpulverem revertís” (Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás). Y precisamente don Francisco Sánchez, el párroco, no sobresalía por su humor en este momento, como en ningún otro.

 Nos explicaba detenidamente, cuando los escolares de Alhama pasábamos aquella mañana por la parroquia para la imposición de la ceniza, que aquí no se quedaba nadie, que estábamos de paso, insistiéndonos que debíamos tener el sincero propósito de querer mejorar. Por si esto fuese poco, de vuelta a la escuela, el maestro nos recordaba que algún día íbamos a morir y que nuestro cuerpo se convertiría en polvo, insistía en aclararnos que todo lo material que tuviésemos aquí se acabaría. Eso sí, todo el bien que tuviésemos en nuestra alma nos acompañaría a la Eternidad. En suma, lo que ya se nos quería dejar bien patente era que, al final de nuestra existencia, lo que nos llevaríamos serían las buenas obras que hubiésemos hecho por Dios y nuestros semejantes.

 No sé si aquel mismo día, o algunos antes, mi madre ya me había mandado a la casa parroquial a pagar la bula. Si mal no recuerdo, a finales de los cincuenta, el precio era de dos o tres pesetas. Siempre, a pesar de tener tan pocos años, la bula la consideré una “injusticia”, “algo totalmente incomprensible para mí”. Sin bula no se podía comer carne ningún viernes de todo el año, así como tampoco ningún día de la cuaresma. Con bula se podía comer todo ellos, viernes y días de cuaresma, salvo el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo.

 Sabía ya que en muchas familias la comida no sobraba, que no pocas dependían de lo que se les daba, que cientos de niños tenían segura una comida al día gracias a denominado “Auxilio Social”, bastantes andaban pidiendo de casa en casa y, no pocos, iban al campo a ver con que animal, conejo, perdiz o cualquier otro de esta índole, se podían hacer para poder llevar algo de comer a los suyos. Pues, pensaba, si era viernes y era lo único que podían llevarse a la boca, resultaba que si se lo comían, pecaban y, si no me equivoco, mortalmente.

 El Miércoles de Ceniza abría, lo sigue haciendo para los católicos, un tiempo de penitencia, en el que se dedicaban en especial los fieles a la oración, a realizar obras de piedad y de caridad, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, a observar el ayuno y la abstinencia. Y para la población en general, en aquellos años, se trataba de un generalizado tiempo de penitencia hasta el Domingo de Resurrección.


María Luisa y Antonio rodeados de sus nietos

 Un tiempo que marcaba todo, o prácticamente todo, tanto las comidas como la diversión, como cada uno de los cuarenta días que duraba. Claro está, el cocido omnipresente, que en la inmensa mayoría de las casas alhameñas era el plato diurno y el nocturno, con la salvedad del domingo, se venía a sustituir por un potaje de garbanzos, algunos con espinacas y otros con bacalao. Claro está, los que podían, que no eran la mayoría, sí se tomaban su pescado, para la población en general que a esto alcanzaba, sardinas o arenques y, en muchas ocasiones, en escabeche. Como cuenta Juan Eslava Galán, “El ayuno y la abstinencia se cumplían a rajatabla y tomar por descuido embutido era motivo de confesión para aquellos que no se hubieran hecho con la correspondiente bula”.

 Ya en los años sesenta se produjo una relajación en las costumbres que coincidió con la emigración de alhameños, obreros sobre todo, al Norte, País Vasco y Cataluña, sobre todo, y la llegada del turismo y la bula se fue perdiendo poco a poco. Además, a partir de 1966, tras el Concilio Vaticano II, Pablo VI suavizó las normas de ayuno y abstinencia para los católicos de todo el mundo.

 En plena cuaresma, la Festividad de la Virgen de los Dolores, el día grande de Nuestra Señora la Virgen de las Angustias, la patrona de Alhama, su salida procesional en la tarde de ese viernes venía a ser uno de los acontecimientos festivos del año. Era todo el pueblo el que se volcaba y cientos y cientos de personas las que venían de los cortijos y de todos los pueblos de la comarca, al igual que era tradición la presencia de la Banda de Música del “Ave María”, bajo la dirección de don José.

 Recordarás que hubo unos años, durante el franquismo, que se decía que los alhameños acudían tan numerosamente a la procesión de las Angustias por cierto temor, para que no los señalasen y que, por ello, se hacían ver en la misma, “para que nadie hablase”. Y resultó que, acabados dictador y dictadura, fue cada vez más la gente que participaba en la procesión, viviendo esta verdaderos años de esplendor. Una vez más, lo que todo lo hacen bajo la mirada de la conveniencia, el temor o la mezquindad, volvieron a equivocarse y a atragantarse con su intolerancia. Y bien sabes que no digo esto porque se tengan una u otras, o ningunas, ideas religiosas, sí por los que no respetan las de los demás sean las que fueren sintiéndolas y practicándolas sin ofender o hacer daño a nadie.

 Por aquellos días de Cuaresma, los sermones. Anécdotas para todos los gustos. Íbamos con nuestras madres, prácticamente después de cenar. Algún excelente predicador y otros condenadamente aburridos, sin faltar el que nos metía el miedo en el cuerpo, al menos a los niños, hablando con gran vehemencia de que todos “nos íbamos a condenar” y resultaba que eso se le reiteraba, precisamente, a las buenas personas que si iban a la iglesia. Alguna travesura y lo consabido de nuestros hermanos mayores de atar unos mantones con otros o dejar caer veza por el suelo, con el peligro que ello suponía para las personas. Y a la salida, las doce y pico de la noche, una multitud en el Paseo que, si la primavera era ya entrada, disfrutaba unos momentos de la esplendidez de la hermosa noche antes de irse a dormir.

 El Domingo de Ramos, a las doce de la mañana, la gran misa de Palmas y Olivos. Las autoridades y representaciones con las palmas que encarga el Ayuntamiento, y que no se si cada destinatario pagaba la suya. Una procesión de palmas que salía por la puerta del mediodía y, pasando por toda la Plaza de los Presos, pronto se situaba por la puerta que daba al Castillo nuevamente en el templo. Las palmas acababan colocadas en los balcones de las casas de quienes las habían portado, allí permanecían mientras su deterioro no obligase a retirarlas.

 Durante las fechas de Cuaresma y, más aún, la Semana Santa propiamente dicha, nada de música, radio o cualquier otra diversión u ocio que tuviese pinta de agradable o festivo. Concretamente, la radio -en aquellos años Radio Nacional de España- lo único que emitía era música clásica, por supuesto, dentro de esta, sacra.

 El Jueves Santo era fiesta a partir del mediodía. Ya por la tarde la Santa Misa era, como es, la cena del Señor, se nos hacía ver que era una circunstancia a profundizar concretamente en el misterio de la Pasión de Cristo, que quien quiere seguirle tiene que sentarse a su mesa, ser testigo de todo lo que acontece en la noche en que va a ser entregado.

 ¡Qué gran curiosidad creaba en mi mente de niño el lavado de los pies! Ver al párroco, con la seriedad y respeto que imponía, lavar a doce personas de distintas edades los pies -evidentemente los “elegidos” antes en su casa se habrían efectuado un gran lavado de pies-, pero, insisto, atraía lo suyo y eso que no alcanzábamos al alto significado espiritual de ello. Después, la visita a “los Monumentos o estaciones con la exposición del Santísimo” cuidadosamente preparados, tras el de la Encarnación, realmente majestuoso, el de nuestras Hermanas Clarisas en San Diego y el de las Madres Mercedarias. Nuestro templo del Carmen seguía ocupado por la maquinaria de Mariano Pérez y su estado era triste y deplorable, se tardarían otros veinte años más para recuperarse para el culto.

 La noche del Jueves Santo, a partir de las once, la “Vela del Santísimo”. Los adoradores nocturnos y cuantas personas deseasen quedarse, efectuaban los turnos de vela y oración. Muchísima concurrencia hasta la una de la madrugada, después mermaba, aunque siempre quedaban bastante personas y siendo rigurosa el constante mantenimiento de la adoración.

 La primera vez que me quede en esta vela, con unos dieciséis años, tenía pensado regresar a casa a esos de la dos de la madrugada. Pase a la sacristía “donde se descansaba” -más bien se fumaba- entre turno y turno de adoración. Allí me limité a escuchar a quienes, en torno a aquella gran mesa de esta estancia, mantenían una conversación fluida e interesante. Tan amena que estuve hasta que se hizo plenamente de día y concluyó la vela. Entonces con Pepe Cabello, que cantó misa aquel mismo año, nos fuimos a la panadería de sus primos en la calle Alta y jamás he olvidado el bollo de pan recién sacado del horno que me tomé con aceite.

 Ya el Viernes Santo, se tornaba todo aún más serio, los oficios, de una solemnidad extrema, con todos los ornamentos en negro, y, al inicio, los sacerdotes postrándose en el suelo ante el altar mayor. Cristo moría y la humanidad quedaba hundida y oprimida, a la espera de que el tiempo trajese el perdón. Éramos unos niños, pero algo de esto, tras tanto insistirnos, palpábamos, aunque no supiésemos entenderlo en su dimensión ni explicarlo mínimamente. De este modo, el Vía Crucis se nos hacía largo.


El matrimonio María Luisa y Antonio

 La salida de nuestro Crucificado, unos años en andas, otros a hombros de distintas personas, con su estación especial en el Paseo junto a la pared del Castillo, con Ramón Molina llevando la coordinación y efectuando los rezos, indudablemente representaba el drama inmenso de la muerte de Jesús en el Calvario. La cruz se podía de pie en uno que otro momento, erguida sobre el mundo se insistía en el signo de salvación y esperanza que representa. A aquella edad, todo esto calaba ya en el espíritu de una forma directa. Al acercarse la procesión el silencio era total y, momentos antes, toda clase de establecimientos, habían cerrado sus puertas para no abrir hasta el día siguiente. Poca gente quedaba por la calle tras la procesión del Crucificado, todos para casa.

 El sábado, con una gran quietud, especialmente por la mañana, creo que parte del pueblo practicante católico lo vivía como litúrgicamente correspondía: junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y su muerte, su descenso a los infiernos y esperando en silencio su cercana resurrección.

 Recuerdo aquel Sábado Santo en el que se me ocurrió silbar -cosa que por entonces hacía bastante bien- y al escucharme la buena de mi abuela me llevé un rapapolvo de padre y señor mío: “¡Pero es que no sabes que el Señor está todavía muerto¡ ¿Cómo se te ocurre ponerte a silbar de ese modo?”. Algunos Sábados Santos de años posteriores, me permití gastarle una que otra broma y con qué buena sonrisa las acogió.

 La resurrección se nos anunciaba prácticamente por todas las calles. Numerosos chavales, mozalbetes sobre todo, tenían por costumbre con una grueso palo, recorrer el pueblo aporreando las puertas de las casas con fuerza, a la vez que exclamaban: “¡¡Sabadooooo gloriaaaa!!” Lo que hacía que, al segundo golpe, de aquella larga tarde, ya alguien de la casa se quedará en la puerta para evitar más golpes que, en tantos casos, dañarían la madera de las puertas.

 Y por la noche, a partir de las doce, ya Domingo de Resurrección o Vigilia Pascual, abarrota la iglesia, era toda una fiesta, con el Cirio Pascual, varias personas postradas en el suelo ante el altar mayor, llegada la hora de la resurrección se levantaban a un mismo tiempo simbolizando el nuevo despertad espiritual y el triunfo de Nuestro Señor.

 El Domingo de Resurrección era un gran día. Si durante la Cuaresma y, sobre todo, la Semana Santa, la penitencia y la oración era de lo que se nos hablaba en alguna medida, sobre todo en la misa de los domingos y demás actos religiosos, el domingo llegaba eso, la Resurrección, la Salvación,…también para los niños que fuimos, con más o menos inquietudes espirituales y religiosas, no olvidando por muchos años que han pasado, aquella inigualable última petición de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” ó, al menos, amemos al prójimo, si no es posible como a nosotros mismos, aunque sea un poco menos, pero amémosle, dejemos ya de hacerle la puñeta.

 Y tú, querida María Luisa, has sido, eres y serás siempre un ejemplo de esa entrega y generosidad como persona, como hija, como esposa, como madre, como abuela y ya también como bisabuela, como hermana, como amiga y, sobre todo, como cristiana.

 Como siempre, lo mejor del mi afecto y el de los míos, para todos vosotros, para ti y Antonio, para María Luisa, Raquel, Emilio y mi colega Antonio, así como para consortes e hijos.

Abrazos.

Andrés