“Gloria a Dios en las Alturas y en la Tierra paz entre las personas”, las de buena y, también, a ver si mejoramos este mundo en algo, entre las de mala voluntad. Conozco, trato y sé de muchísimos alhameños que esto es lo que desean. Y no tan sólo en estas fechas en que se hacen comunes estos sentimientos, sino a lo largo de todo el año.
“CARTAS ALHAMEÑAS”
Andrés García Maldonado
A TODOS MIS PAISANOS ALHAMEÑOS
NUESTRAS NOCHEBUENAS PARA SIEMPRE
Queridos paisanos:
Me permito dirigir esta carta a todos los alhameños, los que lo son por nacimiento y los que así se sienten por cariño a esta tierra, aunque no hayan nacido en ella. A todos, estén donde estén y me acepten esta felicitación que, muy sinceramente, les expreso. Lo hago así porque, en esta ocasión, creo que el anhelo de felicidad y paz no he de hacerlo patente por medio de nadie, cuando, como en este caso, se puede dirigir a todos directamente.
Así que muchas felicidades queridos paisanos y amigos, quien no se considere o no lo sea, igualmente felicidad y paz, con uno de los más elevados mensajes que jamás se han dado a todos las personas en el transcurrir de los tiempos: “Gloria a Dios en los Cielos y en la Tierra paz entre las personas”.
Tras esto, cumpliendo con mi bisemanal carta, recordando mi niñez y primeros años de juventud, sabiendo que todos tenemos en nuestra memoria y corazón Nochebuenas para siempre, voy a relatar tres días de Nochebuena y Navidad que, junto a otros más, se han quedado para siempre en lo mejor, no ya de mis recuerdos, sino de mis sentimientos.
I - NUEVE AÑOS
La Nochebuena era el día más esperado. Llegábamos a soñar con la Navidad. Todo el año pensábamos ilusionadamente en ella. Los que algo teníamos, porque familiarmente compartíamos y recibíamos más cosas que en cualquier otra época del año. Los que nada tenían, porque, sin dejar de sufrir la injusticia que les oprimía, podía que algo positivo les llegase. Era aún tiempo de escasez y hasta de hambre y penurias para muchísimos, haciéndose verdaderos milagros para que los más pequeños padeciesen lo menos posible esta triste situación que venía de tantos años atrás. La injusticia para cientos de alhameños era el pan nuestro de cada día.
Los más pequeños no nos dábamos cuenta de esto. Curioso, pero cierto, quizá percibíamos algo a la hora de la merienda, cuando unos acompañaban al pan con chocolate, otros con aceite, azúcar o sal, y otros ni siquiera merendaban. Mientras que algún otro contaba con merienda tan suculenta que tenia indicado que había de tomarla en casa y sin acompañamiento de amiguito. El "Egoísmo", que no es inteligente, pero sí listo, muy listo, imponía sus despreciables reglas.
La mañana del 24 de diciembre, incluso íbamos contentos al colegio. Sabíamos lo bien que lo íbamos a pasar aquella noche junto a los nuestros. Teníamos cole porque recibíamos clases particulares. Agustín, nuestro inigualable y querido maestro, puntual como siempre, nos espera en la puerta de nuestra escuela, la que daba al Paseo de abajo. Llegamos ese día poco antes de las diez de la mañana. ¡Y qué grata sorpresa nos deparaba la señalada mañana! Grande para aquel tiempo y edad: ¡No tendríamos clase!
La escuela estaba prácticamente desmontada en su totalidad. Mesas, pupitres, bancos y sillas se encontraban apiladas en el fondo de la gran habitación. A la entrada, a la izquierda, en el mismo suelo, un enorme cúmulo de garbanzos. A la derecha, en distintas ristras, muchas morcillas; numerosos montones de trozos de tocino y algo más. En la puerta una prolongada y ordenada fila, sobre todo de mujeres, muchas de ellas acompañadas de sus chiquillos de pocos años. Unas y otros poniendo de manifiesto la pobreza en la que se encontraban con la vestimenta que llevaban.
Varias personas les entregaban, con cacillos, raciones de de garbanzos así como trozos de tocino, morcillas y no recuerdo qué más. No sé si aceite, algún dulce o bebida,… Unas lo recibían en una cesta, otras en cualquier vasija y también había quien ponía el mismo delantal convirtiéndolo en improvisada talega.
Nosotros, los que teníamos escuela aquél señalado día, algo menos de veinte, contentos ante la situación que “nos beneficiaba”, observábamos curiosos todo aquello hasta que Agustín nos confirmaba que, debido al reparto que se efectuaba, no tendríamos clase hasta el día 28. Los tres días que nos separaban de esa fecha, eran nuestras vacaciones de Navidad. Entonces, la mayoría, una vez en la calle, disfrutando de una mañana espléndida, y con nuestras bolas de barro y bellas cristinas, en la pared del Castillo, nos pusimos a jugar; después, contando con una pelota, echamos un partido de futbol, en el patio del Carmen, entonces “del Cuartel”, nuestro "estadio" preferido.
La cola seguía. Durante un largo tiempo, continuó el reparto de aquel “socorro”. No sé si esto se hacía posible mediante un llamamiento solidario o por exigencia e imposición por parte de la “autoridad municipal”. Como tampoco sé hasta qué punto era equitativa la distribución de esta ayuda. Puede que hubiese de todo, incluida acentuada discriminación entre algunas de las familias que la recibían, pero nada puedo asegurar con la certeza que corresponde.
Como igualmente sucedería que no aportasen más la mayoría de los que más tenían. Puede que unos entregaran lo mínimo exigido; otros, estoy seguro, bastante más. Sí supe, con el paso de cinco años -cuando desempeñé la secretaría de FAC-, que por voluntad propia, sin que nadie lo pidiese o lo impusiese, siempre hubo muchas familias alhameñas que se preocuparon para que vecinos necesitados tuviesen también la posibilidad de celebrar la Nochebuena.
Nosotros seguimos jugando toda la mañana, ya totalmente ajenos a aquella espera de tanta gente. Teníamos entre nueve y once años. El día nos sería grato y la noche mucho más. Toda la familia disfrutaría, además del bienestar que gozaba, con las viandas especiales de tal noche. En mi casa, se comenzarían a degustar los productos que mi padre, días antes, había traído desde Granada. Solía desplazarse a la capital una semana antes de la Navidad para, en una gran saca de Correos, traer artículos nada usuales entonces en el pueblo: castañas pilongas, fruta de Aragón, mazapán de su Toledo natal, sidra, licores, etc. Y puedo asegurar, sería injusto si no lo hiciese, aunque pueda caer en presunción personal, que se acordaba también de más de una familia necesitada. Quizá algún día cuente como mi hermano Félix Luis y yo, cuando el nevazo de 1957, nos quedamos sin abrigos y botas, aunque fuese tan sólo por un día.
Pero tarde años en comprender la tremenda injusticia humana y social de aquella mañana de Nochebuena, la que comenzó siendo tan dichosa para mí, para los que teníamos clase particular y tantas cosas más, mientras otros chavales, con sus madres, formaban parte de aquella fila para que les diesen unos garbanzos, tocino, morcilla y no recuerdo que más.
II - DIEZ AÑOS
Pasaron poco más de cuatro meses y entrada la primavera, quien iba a Granada con cierta asiduidad, se quedó allí para siempre. Retornamos a la casa de la calle Enciso. Llegó de nuevo diciembre y, acercándose la Navidad, la abuela, durante varios días, preparó mantecados, polvorones, roscos de vino, tortas de aceite y, en el horno de la panadería de Manuel, en la calle Salmerones, se cocieron. Eran distintos a los que se traían de fuera, pero realmente exquisitos. Mi abuela Inocencia, entre otras muchas virtudes, siempre sobresalió por sus cualidades culinarias y reposteras, las que heredaron todas sus hijas y, en especial, mi madre y mi prima Ana Marí.
Aquellas vísperas de Nochebuena mi hermano Félix Luis estuvo más susceptible que nunca. Percibía sobremanera, con la sensibilidad que tenía, lo que echábamos en falta. En buena medida, la confirmación de la venida de tío Felipe alivió el vacío que sentíamos. Desde Córdoba se desplazó hasta Alhama para pasar la Nochebuena y el día de Navidad con nosotros, después de no haber vuelto por aquí desde hacía más de quince años.
Los preparativos de su estancia y su presencia acapararon toda nuestra atención. Llegó a mediodía. Tío Felipe saludó con afecto a todos y, mientras almorzábamos, no dejó de preguntarnos e interesarse por nuestras cosas y observar cómo nos iba y éramos, como luego nos narró en una amplía y cariñosa carta. Después, la sobremesa fue con mi tío Juan Bautista, éste hermano de mi madre, echaron toda la tarde de charla.
Nos trajo regalos. A mí una sorpresa inesperada para aquella edad y momentos en los que vivíamos. Un balón de badana. Entonces el reglamentario hasta en la Primera División del Fútbol Español. No recuerdo que tuviese uno algún amigo de aquella calle. Jugábamos al fútbol, en la empinada calle, con pelotas de goma. El balón de badana fue toda una novedad. Y aquella tarde del día de Nochebuena de 1958 toda la chiquillería de Enciso estuvimos jugando al deporte rey. Ni siquiera se asomó para que dejásemos de jugar, por aquello de que dañábamos los cables del fluido eléctrico público y privado -todos externos-, José María, el jefe de la Policía Local, conocido por "Patapalo", debido a que utilizaba una de este material al faltarle un miembro inferior de su cuerpo, quien desde el extremo de la calle, unos doscientos metros, agitando el bastón que usaba, nos requería una que otra tarde para que dejásemos "de jugar a la pelota".
Ya en la cena, como siempre, el suculento pavo que mi madre preparaba en cazuela de barro. Los dulces caseros y, sobre todo, una dichosa de familiaridad entre todos. Tío Felipe, como su hermano Inocente, mi padre, con el que tanto parecido físico tenía, hablaba perfectamente el castellano y poseía, además de una gran cultura, un don especial para narrar las cosas, además de una portentosa y cuidada voz que le había llevado, en tantas ocasiones, a actuar como tenor.
Ya me di cuenta que las Nochebuenas son también para recordar a los que se han ido, haciéndolo con un cariño que mitiga la tristeza que se siente. En definitiva, lo que celebrábamos era el nacimiento aquella noche de quien vino a anunciarnos el Reencuentro.
El día de Navidad toda la mañana estuvo tío Felipe con nosotros. Salió con tío Juan Bautista a chatear y saludar a amigos de mi padre y volvieron a la hora del almuerzo. Siguiendo ya toda la tarde con nosotros. Cenamos todos juntos nuevamente y ellos se quedaron hablando varias horas más, en la mesa de camilla al calor del brasero.
Al día siguiente marchó para Córdoba. La partida fue emotiva, tío Juan Bautista y él se despidieron cordialmente. Y yo sin saber la importancia sentimental y humana que estaba teniendo todo aquello. Fue quizá, recordándole en una Navidad siguiente, cuando ya no podría venir nunca más, cuando me contaron que recién casados mis padres, a tío Felipe le encantaba venir y pasar días en Alhama, estuviese donde estuviese destinado como técnico de Correos, pero que, finalizada la Guerra civil, por las intransigencia en las ideas políticas de cada uno, él teniente de un bando y el otro sargento del contario, tuvieron un gran encontronazo y dejó de venir a Alhama, dado que mis padres y mi tío Juan Bautista, por aquellos años, vivían en la misma casa.
Por eso, aquella Navidad en la que volvió, fue cuando ambos tíos, con sobrinos comunes a los que querían, y probablemente recordando a quien se había ido para siempre, se dieron cuenta que las personas están por encima de las ideas políticas y que, sobre todo, se puede ser adversario político pero jamás se debe ser enemigo.
III - QUINCE AÑOS
Vivíamos ya en Granada y mi madre nos propuso pasar la Navidad de 1963 en Alhama, las dos anteriores las habíamos pasado en la misma capital. Se puso de acuerdo con mi tía Inocencia y la decisión fue que la Nochebuena la celebrásemos en su cortijo, en “Muapelos”, cercano a "El Marqués", que formó parte de la hacienda de mi tío Santiago.
Nos trasladamos todos a “Muapelos” de mi corazón, en el que tantos días inolvidables pasé en mi niñez. En total trece personas, las dos familias. El cortijo de mis tíos era uno de los pocos que, por aquellos años, gracias a un motor con el contaba al efecto, tenía electricidad propia y, por tanto, jamás se "iba la luz", lo que pasaba en Alhama por aquellos años, hasta en una que otra Nochebuena.
Era una casa muy bien hecha, totalmente rehabilitada y ampliada hacía pocos años, con su zona de cocina-comedor y demás dependencias distribuidas en dos hermosas plantas con amplias ventanas en todas sus habitaciones.
La lluvia que no cesó desde que salimos de Alhama a primeras horas de la mañana, nos obligó a estar dentro de la vivienda prácticamente todo el día. Tío Santiago, buena persona por naturaleza, ya se encargó de entretenernos con sus simpáticas ocurrencias, a la par que León Felipe y Juan Luis nos contaban de las suyas.
Tras el lluvioso día, se produjo al atardecer una repentina salida del sol, como si el astro rey no quisiese faltar en tan señalado día. Dimos un paseo por los alrededores y, volvimos al cortijo, se avivó el fuego en la amplia chimenea y llegada la hora de la celebración de la Nochebuena, una buena serie de aperitivos y, entre chascarrillo y chascarrillo, la cena familiar que fue, además de excelente gastronómicamente, muy familiar, donde el cariño entre dos familias que se trataban como una, quedó bien claro una vez más.
Tras unos licores de todos los colores y de agradables sabores azucarados, denominados “Bols”, si mal no recuerdo, y a los que mi tío parecía estar suscrito Navidad tras Navidad, algún juego y mucha charla. Pasado un largo tiempo, salida a la puerta del cortijo para contemplar un cielo totalmente despejado, transparente hasta donde alcanzaba nuestra vista, limpio y estrellado, con el que los menores quedamos pasmados. León Felipe y Juan Luis parecía que se "espabilaban" con el frescor de la noche. Mientras tanto tío Santiago a sus hijas menores, Charo y Carmen, y a Félix Luis y a mí, nos insistió, con el inmenso cariño que sabía dar: “¡Mirad, mirad, por allí va la Estrella de Oriente! Pero, ¿es que no la veis?
Muy puesto, yo le replicaba, si no se daba cuenta que la Estrella de Oriente no podía ir hacia Belén desde Occidente donde nos encontrábamos nosotros. A lo que él, siguiendo su juego, seguro que adelantándose como cualquier sabio de la antigüedad a las posiciones posteriores, me contestaba: “Pero Andrés, ¿quién te dice a ti que el mundo en tantos años no ha dado la vuelta, girando al revés de como lo hacía antes?”.
Al día siguiente, pronto, me vine para Alhama con mi más que primo Juan Luis, en su moto “Roa” que era el orgullo de toda la familia. Mi buen amigo Paco Valverde, el cura diligente, había logrado hacer que se dispusiese en el Paseo, en la misma pared del Castillo, un pequeño escenario con un equipo de sonido. Hacia las doce de la mañana comenzó la fiesta que atrajo a cientos de niños y jóvenes del pueblo. Se trata de que todos cantásemos juntos villancicos festejando el día de Navidad.
Se respiraba un ambiente festivo de convivencia y concordia, de familiaridad y afecto entre todos. Fue una mañana soleada, espléndido día del invierno recién entrado. Él habló, con el enorme encanto y convencimiento que le era propio, de paz y hermandad, de confraternidad y respeto. Insistió en que la paz que anuncia el Ángel del Señor es para todos, fuesen o no cristianos. Esto me abrió a la reflexión, a darme cuenta que la intransigencia con quien tiene ideas espirituales o religiosas distintas a las nuestras en modo alguno estaba justificada. No sé, pero las ideas del Papa Juan XXXIII las exponía muy bien aquel coadjutor de Montejicar, quien había captado bien la renovación de los tiempos y, más aún, la realidad de la dignidad de las personas por encima de los criterios religiosos que aún imperaban por doquier.
Sería la una y media de la tarde cuando alguien llegó buscando con urgencia a don Francisco. Me llamó y me dijo que le acompañase. Una vez más, en su "Vespa", nos trasladamos a una pequeña vivienda, muy humilde, llegamos y entramos en la misma. Había varias personas en aquel dormitorio instalado en la entrada-comedor.
En un lateral, en una cama pequeña, un hombre tapado hasta la cara. Una mujer se acerco a él y, sin dejar de llorar, le dijo “don Francisco ¡ay qué pena!”. Dos niños de unos seis y nueve años, estaban sentados en sendas sillas y, de pie, varias personas más.
Don Francisco se acercó y se inclinó sobre el lecho del enfermo. El que se encontraba totalmente inmóvil, del que sólo se le observaban los ojos cerrados y la cara demasiado demacrada. La primera impresión que tuve fue que era el primer muerto que veía.
El cura se acercó a él, le bajo el esbozo de la cama, le sacó una mano y le acarició la cara, algo le dijo casi al oído, como animándole. Después, persignándose, rezó alguna oración.
En esos momentos, llegó el practicante Nicolás Calvo, saludo y nos pidió a todos que nos retirásemos. Volvimos a entrar en la estancia, tras que nos indicasen que ya le había puesto la inyección. Hablaron el cura y el querido sanitario, las caras de ambos expresaban seriedad. La señora le preguntó a Nicolás que cuanto le debía y éste, mirando a la mujer con una noble sonrisa, le dijo que no se preocupara que ya don Paco le pagaría. A lo que el cura, rápido, cogiendo del brazo al practicante le dijo: "Gracias Nicolás, muchas gracias, una vez más”.
Entonces don Francisco me dijo que me fuese con Nicolás para mi casa, que luego nos veríamos. Antes de salir de la humilde casa, Nicolás acaricio a ambos niños, yo me quedé mirándolos y una inmensa tristeza siguió embargándome. Percibía que se iban a quedar sin padre de un momento a otro y ¡en que desamparo y momento!
Me fui para casa y mi abuela y tíos Juan Bautista y Paco se percataron que llegaba triste. Conté lo pasado. Los tres intentaban que se me fuese de la cabeza lo que acababa de vivir. Almorzamos. No pudiendo aguantar más, hacia las seis me fui a la casa de don Francisco, en Portillo Naveros.
Cuando entré en el piso, como siempre, con afecto, me recibió la madre de don Francisco, después saludé a los familiares que habían venido a pasar la Nochebuena y el día de Navidad con ellos, y, de buenas a primeras, ya mirándolo, el cura con una amplia sonrisa, me dijo: "¡Andrés, no te preocupes, que no se muere! Que ha comenzado a reaccionar y don Francisco Zambrano, que ha vuelto a verlo, dice que parece ser que se va a recuperar". Y así hubo de ser, porque los días posteriores de Navidad que pasé en Alhama, cada vez que le preguntaba "por nuestro enfermo", me decía que estaba cada vez mejor. ¡Cuánta alegría tuve!, sobre todo por aquellos chiquillos cuyas caras jamás olvidé.
Los años han pasado y hay sentimientos, como estos, que se han quedado con nosotros para siempre, como a todos tantas de nuestras Nochebuenas vividas desde nuestros primeros años. Así, no dejemos de vivir y recordar el bien del que fuimos testigos. Intentemos en todo momento que cuantos nos rodean vivan lo mejor que sea posible espiritual y materialmente.
Lo dicho, Feliz Navidad a todos, absolutamente a todos los alhameños y a todas las personas, hasta las que sean de mala voluntad, a ver si así cambian algo para bien de ellas mismas y de este mundo que nos ha tocado vivir.
Saludos cordiales queridos paisanos y amigos.
Andrés.