Parece que fue ayer, pero cuando ajusto la cuenta "por lo fino", resulta que me salen casi los setenta años.
Y es que, realmente andábamos en los inicios de la década de los cincuenta; estábamos a principios de noviembre y era la fiesta de Todos los Santos y al siguiente, el Día de los Difuntos. Eran unas fiestas un poco extrañas y misteriosas y los niños no nos aclarábamos mucho sobre qué es lo que celebrábamos. Hacía poco más de un mes que habíamos iniciado el curso escolar todavía con calor y ahora ya íbamos por las mañanas a la escuela, medio "enteleríos" y con el cuerpo entumecido que, para esas fechas ya habían caído cuatro o cinco "pelúas" de rigor y nuestras madres aún no sacaban del baúl la escasa "batería" de ropa de invierno.
En aquellos años, gracias a Dios, en los pueblos aun no conocíamos los contenidos de las fiestas de "Halloween" con sus muertos vivientes, terroríficos disfraces, zombis y toda su "almaraquea" y juegos de “tuvo o trato. Nosotros teníamos entonces nuestra cámara de los horrores autóctona, con "avantos, espantos marimantas, taramantas, señoritos, muñequitos" y "otras yerbas" que, hacían que a los niños de entonces se nos pusieran "los pelos como escarpias" y que no se nos pegara la ropita al cuerpo. Todo el panorama "pre-terrorista, se complementaba con el cuenco que desde noches anteriores, con tres o cuatro "mariposas" en aceite, ardiendo permanentemente día y noche, situaba mi madre sobre la cómoda del cuarto grande que, con la oscilación de su llama por las pequeñas corrientes de aire que se filtraba por las desvencijadas ventanas, creaban un ambiente tan fantasmal y de ultratumba que de seguro preferías "mearte" en la cama, a pasar por el cuarto para ir al corral a aliviarte..., ¡que sabíamos de sobra a quién estaban dedicadas aquellas llamitas permanentes!.
"me das la "ureña" o te arranco la greña"
Aquel día, 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, y hasta bien entrada la noche, los niños recorríamos el pueblo pidiendo "la ureña". Íbamos por las casas solicitando de los vecinos y vecinas algún tipo de condumio, chuchería, frutos del tiempo, como membrillos, castañas, nueces, batatas, almendras, algún rosquillo, pestiño o lo que se terciara y se pudiera deglutir. A la voz de: "me das la "ureña" o te arranco la greña", la gente colaboraba facilitando la ayuda. Porque, lo que marcaba la tradición es que, esta recolecta de alimentos se realizaba para socorrer a los monaguillos y niños que, luego doblarían las campanas por todos los muertos, durante toda la noche y desde las doce y hasta el amanecer del Día de Difuntos, 2 de noviembre. Desfigurando su origen, luego, todos los niños pedían "la ureña" por donde podían, pero sólo tenías el éxito asegurado si te "asociabas" con algún monaguillo o con permiso del cura. Por eso era mucho más rentable unirse al grupo de Antonio el de La Martina, Cayetanito, Manolo el de la Costurera, Rafalito El Moe, Antoñito el médico, o cualquier otro monaguillo titulado. A las 12 en punto, comenzábamos a doblar las campanas y a comer los productos y golosinas recogidas por las casas. El mágico encantamiento y sensación de misterio y ensoñación que aquella noche suponía, se grabaría a fuego en nuestros recuerdos infantiles y aún perdura: el pausado y triste tañer del "doble de campana", la pálida y fría luz de de una luna en avanzado creciente, casi llena y las gélidas ráfagas de aire "de arriba", que penetraban por las amplias aberturas en arco del campanario, creaban una sensación de puro invierno, que aquellos otoños no eran como los de ahora, y a aquellas alturas del año y de la torre, hacía un frío que pelaba.
Los más pequeños teníamos permiso hasta la una de la madrugada que, luego, a riesgo propio y de una "tiempla" garantizada, nosotros ampliábamos hasta las dos y media y hasta a las tres. Luego entregábamos los "trimotiles" a los más mayores (dos canastos llenos de viandas y una pequeña barra de hierro que, amarrada a la cuerda de la campana, facilitaba su volteo) que tomaban el relevo hasta la salida del sol. Llegábamos a casa, en la que esa noche "dormíamos calientes" y con fuertes retortijones y ventosidades de la indigestión de castañas y golosinas por el atracón de la torre. Y había que intentar dormirse rápido que, a otro día tocaba la visita anual y festiva al cementerio, para asistir al espectáculo del Día de Difuntos. Y digo "visita anual", porque el resto del año no pasábamos ni por la puerta que, nos daba "repelús" y franca "cagaleta".
...los niños, que teníamos que escuchar, revisar y escudriñar los rincones más recónditos del cementerio
Pero aquel día... "¡ancha es Castilla!" para los niños, que teníamos que escuchar, revisar y escudriñar los rincones más recónditos del cementerio. Nuestro favorita y el que más despertaba nuestro morbo, y te aseguraba además un plus de un mes de pesadillas luego, era el "cuartillo" donde se hacían las autopsias, cuya alta mesa de mármol, ya nos ponía los "pelos de punta," sólo de pensar en su uso. Después, a la entrada a la izquierda, estaba "el corralillo de los ahorcados", de paredes descalichadas y que nunca habían visto la cal, donde en aquellos tiempos de hambruna y pobreza extremas, al que tenía la desgracia de no poder aguantar ya más las insoportables condiciones de vida que le habían tocado en suerte (en mala suerte) o aquellos que por graves problemas síquicos, se les "cerraba el mundo" y decidían terminar con su vida, aquella "magnánima y misericordiosa" iglesia del "nacional - catolicismo" de la época, los castigaba negándoles cristiana sepultura y no permitiendo su enterramiento junto a los demás, no reconociendo ni su posibilidad de arrepentimiento, pues les aseguraba que el cielo les sería negado eternamente, llenando de oprobio e ignominia a sus familiares, amigos y deudos, a los que añadía una pena complementaria y punzante.
El resto del cementerio no estaba mejor cuidado ni organizado: un lodazal continuo, que, en aquellos tiempos, para la entrada de noviembre, ya habíamos sufrido varias "marejadas en El Llano, y cubierto de restos de hierbajos cortados y a medio quemar de los días anteriores, tarea que supuestamente pertenecería al sepulturero, por aquellos años, Acuña. En el recinto, se alternaban sin orden ni concierto por todo el espacio, tumbas en el suelo, con túmulo de tierra y cruz de madera, bóvedas encaladas, tumbas de suelo con perímetro de festón de ladrillo pulcramente encalado y superficie encementada y pintada de gris azulado rematadas con un pequeño nicho o una cruz metálica con las iniciales del difunto, algún pretencioso panteón familiar y todas las fachadas interiores de las paredes exteriores del recinto, estaban abigarradamente repletas de bóvedas, nichos y alguna tumba de obra mayor o mausoleo familiar de próceres del pueblo o gente más pudiente, aleatoriamente distribuidas a lo largo de las tapias.
La cal, era la reina absoluta durante estos días: desde la tumba más modesta a la bóveda más costeada, todo refulgía de un blanco impoluto y luminoso que, como cada año, desde la semana anterior, familiares, deudos y dolientes, se encargaban de que ese día luciera como el sol. Y un enjambre de mariposas flotando en cuencos de aceite y ardiendo día y noche durante semanas. Y algunas flores. No como ahora que, aún no habíamos entrado en la sociedad de consumo. Algunas de papel y muchas silvestres y naturales.
Muy pocas adquiridas directamente de las floristerías especializadas. Y cipreses... Muchos cipreses, el árbol por antonomasia de los cementerios.
Junto a la cruz, un pequeño cuenco de barro cocido de color rojizo, con dos mariposas ardiendo, flotando sobre un dedo de aceite
De repente, hacia el centro del cementerio, a la derecha del pasillo central, (si es que podemos llamar pasillo al espacio que en línea recta estaba desprovisto de tumbas y bóvedas y un poco mejor desyerbado que el resto y que dividía el espacio del Camposanto en dos mitades), quedé absorto y subyugado ante una pequeña y modestísima tumba: un pequeño túmulo, perfectamente construido y con la tierra amontonada con limpieza y mimosamente desmenuzada y removida y con una modesta y rustica cruz de madera, pintada de blanco en la cabecera y engastada en tres o cuatro cantos de piedra, pulcramente blanqueados. Junto a la cruz, un pequeño cuenco de barro cocido de color rojizo, con dos mariposas ardiendo, flotando sobre un dedo de aceite. Al lado, un pequeño ramo de margaritas silvestres. No tuve dudas: aquello era la tumba de un ángel. Pero sobre todo... "¡aquello era pura poesía!". Por un momento, una leve lágrima se asomó a mis ojos y continué ni mi recorrido. Ya mayor, jamás volví a ver aquella pequeña tumba. Su madre... ¿murió, emigró? Nunca pude conocer la identidad de aquel ángel.
Este año quise acompañar a mi mujer en su tradicional visita anual al cementerio en el día de Todos los Santos, vísperas de Difuntos, para comprobar la puesta a punto de los "nichos" a su cuidado. Visito el cementerio varias veces al año, en entierros de cumplimiento o de familiares cercanos, pero hace mucho tiempo que no lo visitaba en el Día de Difuntos. La transformación ha sido total, radical, espectacular...Hay muchos parámetros por los que solemos medir el nivel de desarrollo, progreso, bienestar, confort y mejora del nivel de vida de los pueblos pero, desde luego, el aspecto del campo santo en el Dia de Difuntos, sería indiscutiblemente uno de los más certeros y además, en su desarrollo se pueden computar perfectamente tanto los aspectos positivos como los negativos de ese supuesto progreso y desarrollo: la solvencia y capacidad de gestión y de prestación de servicios de los ayuntamientos democráticos, con un recinto perfectamente cuidado, desarrollado y mantenido hasta el último detalle. En la más que evidente democratización y mejora de la capacidad de consumo de la gente trabajadora y común, de la gente normal, que echa el resto en la "cultura a sus muertos" y asume universalmente el enterramiento en bóvedas de nueva construcción, perfectamente (ahora sí), alineadas y multiplicadas verticalmente y erradicadas desde hace tiempo las tumbas de túmulo de tierra y cruz. Abigarradas y profusa y pretenciosamente adornadas con aderezos, fotos del difunto e imágenes del santoral de devoción autóctona y lápidas con textos grabados en la piedra y diversas leyendas, además de fechas e identidad del difunto y en estos días ostentosamente ornamentadas hasta la saturación, con flores caras de floristería, convirtiendo todas las fachadas de bóvedas y nichos del Camposanto en el adecuado y auténtico recinto de un grandioso "juego floral" fulgurante de luminosidad, blancura y participación popular, que podría decirse que más que Día de los Difuntos, esto parece la Feria de los Difuntos. ¡Y bienvenida que sea!
"es una lastimita que a veces lleguen a una comunidad los dineros antes que la cultura"
En el aspecto negativo, constatar a veces la pretenciosidad, entre cutre, barroca y vanidosa, de alguna gente que no hace sino confirmar aquella sentencia de "Pepillo la Ropera": - "es una lastimita que a veces lleguen a una comunidad los dineros antes que la cultura".
Otro aspecto negativo lo pude comprobar, cuando reparé en la drástica disminución de los hermosísimos cipreses que jalonaban todo el cementerio y que, quizás, al igual que en el mundo exterior, la especulación inmobiliaria de la funeraria de turno, con la permisividad de los ayuntamientos del momento y ante la normativa superior de limitación a la ampliación del recinto del Camposanto y la demanda de futuros usuarios que crece exponencialmente. Y quiero que quede muy claro, que lo expuesto en esta parte de mi relato, no lleva sentido peyorativo alguno, porque como respondía hoy a un precioso escrito de Mayka Palma sobre la cultura a los difuntos: "de todos los ritos, liturgias o culturas de lo trascendente, la única que comparto y respeto totalmente, es la de los muertos, quizás porque el hombre la descubrió muchísimo antes de inventar las religiones".
Juanmiguel, Zafarraya.