Rafael “Gaega” o Rafael “el de Hopo”

La compasión y la caridad, son dos valores que ahora se cotizan a la baja. 

 Los que carecen o carecieron siempre de empatía, por aquello de que la verdadera caridad empieza por uno mismo, no la practicaron ni antes ni ahora y los progresistas empáticos, porque consideran estos valores obsoletos como pasados de moda y además los consideran como una humillación sobre las personas sobre las que se aplica: -“menos lástima y menos limosnas y más igualdad y justicia social”, nos dicen, como si la verdadera compasión y la verdadera caridad, fuese posible sustituirlas ni en el más perfecto sistema social, creado por los hombres. Como ocurría en nuestras tierras en los años duros de hambruna y miseria de nuestra terrible posguerra, cuando una amplia parte de población en el Llano, no contaba con más recursos que la caridad ajena y la compasión de algunos de sus convecinos. Entonces, disponer de esa compasión y compartir desde esa caridad, no era un gesto de lástima ni una simple limosna, sino que se convertía en una verdadera heroicidad, que a veces podía afectar incluso gravemente a la hacienda propia, cuando los trozos de pan, los puñados de garbanzos o judías, el trocito de tocino o la perra gorda para la compra de la cola de bacalao para hacer la cazuela, se convertían en decenas de trozos, puñados o pesetas completas a diario, a veces durante meses. Otras veces, a cambio de pequeñas prestaciones, para no zaherir la dignidad del vecino, con lo que podría considerar como humillante caridad.

 Uno de esos rincones en El Llano, donde los pedigüeños y necesitados encontraban calor y sustento, era el Cortijo del Cerrillo Pilón, de Manuel “Cadenas” (el más viejo de los Cadenas) y Julia Bolaños, conocida como la Julia del Cerrillo Pilón y hermana de la Feli de “Calorino” el Viejo.

 Nos contaba Mayka Vázquez, su nieta e hija de Carmen y Emilio (los protagonistas de mis “Amantes de la calle Eguilaz”, que, en una ocasión, un inocente, grandón y siempre "esmayaito" Rafael "Gaega", el popular disminuido síquico de Zafarraya, que los mayores de sesenta años recordaréis bien, y uno de los fijos en la visita semanal a la casa, estaba sacando el estiércol de la cuadra del cortijo. Cuando terminó la faena, aún con más hambre de la que normalmente solía tener, Julia solícita, le pregunta: 

- "Rafael, ¿cómo quiere usted el "hoyo de aceite"? 
Rafael mira a Julia entre tímido e ilusionado y le contesta: 
- "Julia, ¡usted ya ha visto cómo eran de grandes las espuertas de estiércol!"

 Julia, que se hace cargo de la comparación y venciendo la compasión a la risa, toma un pan entero, de aquellos amasados en las casas, y partiéndolo por la mitad, le recorta sendos hoyos de miga a cada lado y rebozándolos de aceite, los entregó a un extasiado Rafael al que, viendo el suculento pan, empapado en aceite, se le salía un ojo (porque el otro lo tenía perdido de nacimiento), y tomándolo en sus manos, le iba dando pellizcos de aquella manera tan peculiar y característica en que él lo hacía, por faltarle el dedo índice, pasando grandes trozos a su boca, que devoraba y deglutía con sólo tres dientes y alguna muela, mientras se le iluminaba la cara con una sonrisa de infantil felicidad.

 La bondadosa Julia, gozando del infantil disfrute de un niño de sesenta años, que era Rafael en esos momentos, decide llenarle un rotundo jarrito de lata, de vinillo del terreno, 

- ¡Tenga, Rafael, por si se le echa un nudo!”, que éste toma y lo bebe de dos ansiosos sorbos y una amplia sonrisa. 
Terminado el pan, Rafael se levanta, se limpia la boca con el dorso de su mano y emprende el camino del Cerrillo a la carretera, con su andar zopo y torpe, no sin antes de que Julia le atiborre de castañas los bolsillos de una desvencijada y harapienta chaquete, mientras va pensando que tiene que venir más veces por el cortijo de Julia.

Juanmiguel, Zafarraya.