El último siglo en la historia de un pueblo, visto a través de los ojos de su vecina más anciana, Amparo Naveros.
Valle del río Cacín. Al fondo, entre nubes, las cumbres de Tejeda, Almijara y Alhama
En la vertiente norte del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, casi a los pies del Cerro Lucero, nace el bello río Cacín. En pocos kilómetros su curso recorre cerradas gargantas, acompaña senderos y se embalsa en pantanetas y presas, atravesando en su camino lugares escondidos, agrestes, de gran belleza paisajística. Por fin, aguas abajo de Los Bermejales, el paisaje se suaviza y va abriendo a lo largo de un valle ubérrimo, conocido en toda la comarca por la abundancia de sus aguas y la riqueza de sus tierras -habitadas por el hombre desde hace milenios-, en el que se alternan las vegas y alamedas con plantaciones de olivares, vides, almendros y otros cultivos. Es allí, muy cerca del llamado por los locales "Puente Romano", en la margen derecha del río, donde se asienta un pueblecito pequeño como una miniatura, rodeado por un cinturón verde de sembrados y choperas. Este lugar lleva el nombre de su río -¿o es el río el que lleva el nombre de su pueblo?-: también se llama Cacín.
A la orilla de su río, el caserío blanco de Cacín
A diferencia de otros municipios, Cacín no conserva su casco antiguo, pues el terremoto que asoló la Comarca de Alhama en la Navidad de 1884 destruyó la localidad casi por completo; incluso su iglesia tuvo que ser reconstruida, y por eso data de tiempos modernos. Paseando por el pueblo, llaman la atención del foráneo el silencio y la plácida calma del lugar; tanto, que lo que mejor se escucha, por encima de cualquier otro sonido, es el canto de los pájaros, de incontables especies distintas; cientos, miles de ellos. Apenas se ve gente por sus calles y plazas, y muchas de sus casas aparecen cerradas a cal y canto, las ventanas con los postigos cerrados y las persianas echadas, ofreciendo algunas zonas -por momentos- el aspecto de un pueblo fantasma. A pesar de ello Cacín no es, en absoluto, un lugar triste. Tiene algo que lo hace especial; una luz y alegría que vienen dadas por la cordialidad de sus gentes y también por la amplitud del valle en el que se sitúa este pueblo, bello incluso en la desnudez del pleno invierno. Según el censo oficial, Cacín cuenta con casi cuatrocientos habitantes, pero en realidad allí sólo viven unas doscientas personas. Y es que éste es otro más de los muchos pueblitos de tradición agrícola que acusan día a día el descenso de su población, que se fue marchando hace tiempo obligada por la necesidad de encontrar un futuro mejor. Cuentan los cacineños que tan sólo en verano su pueblo recupera un poco de su antigua animación, cuando vuelven por vacaciones -procedentes de todas partes- los descendientes de los emigrantes.
Dos rincones típicos de Cacín: la calle Vista al Río y la Plaza de la Iglesia
La imagen del río también está presente en el escudo de la localidad
El ambiente del pueblo se encuentra saturado de quietud, de días iguales, de noches sin fin. Cacín se ha convertido, a su pesar, en un lugar en el que ya apenas nacen niños -el año pasado tan sólo uno-; en cuyo colegio rural sólo quedan diecinueve alumnos entre los cinco y los doce años, y donde la mayoría de sus habitantes son personas mayores, hombres y mujeres que viven plácidamente, unos mejor y otros peor, añorando todos -eso sí- otros tiempos: los buenos tiempos. Porque Cacín conoció otra vida, muy distinta a la actual, y de la que no han pasado todavía demasiados años. Aquella época feliz, cuando en cada casa vivían dos familias e incluso más; cuando las plazas estaban llenas de vecinos y por todas partes se escuchaban, junto al sempiterno canto de los pájaros, el griterío y el alegre corretear de los niños que jugaban en la calle.
En la parte más antigua del pueblo, entre construcciones cerradas -algunas de ellas en evidente estado de abandono-, quedan todavía algunas casas "vivas" y cuidadas; en una de ellas habita Amparo Naveros Romera, que con sus casi noventa y nueve años es la mujer más anciana de Cacín. "Ando ya pisando el siglo; estoy vieja y medio mala, como la mayoría de los que quedamos aquí" dice ella, riendo a pesar de todo. Pero no es verdad: Amparo mantiene una salud, una lucidez y, sobre todo, un sentido del humor verdaderamente admirables para su edad; es un placer detenerse a escuchar lo que cuenta, y cómo lo cuenta.
Amparo Naveros Romera, una cacineña de pura cepa
Amparo nació en el Cacín activo y bullicioso de 1918, el mismo año en el que terminó la Primera Guerra Mundial. Entonces aquél era un pueblo afanoso, con muchos habitantes, dedicado principalmente a la agricultura y a la ganadería, y en el que la vida cotidiana e incluso los días de fiesta -la feria de septiembre, la de agosto, las "merendicas" de enero, y por supuesto, todos los domingos- giraban en torno a su río, el Cacín. Aquella magnífica e inagotable corriente de agua cristalina, llena de truchas y cangrejos, surtía las casas y abastecía los cultivos y el ganado; constituía un espacio ideal para que jugasen los niños y para que se bañasen en los largos y calurosos días de verano; era el lugar perfecto donde podían reunirse las familias a comer arroz, que cocinaban en la misma orilla; donde los más ancianos paseaban sus achaques por las tardes, y también el espacio romántico que recorrían de arriba a abajo las parejas de novios mientras pelaban la pava a salvo de miradas indiscretas, a la orilla de sus interminables paseos, bajo el ramaje entrelazado de los chopos. El río era, sin duda, un elemento fundamental en la vida del pueblo.
Llenando los cántaros de agua para la casa
Lavanderas en el río
Valle del río Cacín. Al fondo, entre nubes, las cumbres de Tejeda, Almijara y Alhama
En la vertiente norte del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, casi a los pies del Cerro Lucero, nace el bello río Cacín. En pocos kilómetros su curso recorre cerradas gargantas, acompaña senderos y se embalsa en pantanetas y presas, atravesando en su camino lugares escondidos, agrestes, de gran belleza paisajística. Por fin, aguas abajo de Los Bermejales, el paisaje se suaviza y va abriendo a lo largo de un valle ubérrimo, conocido en toda la comarca por la abundancia de sus aguas y la riqueza de sus tierras -habitadas por el hombre desde hace milenios-, en el que se alternan las vegas y alamedas con plantaciones de olivares, vides, almendros y otros cultivos. Es allí, muy cerca del llamado por los locales "Puente Romano", en la margen derecha del río, donde se asienta un pueblecito pequeño como una miniatura, rodeado por un cinturón verde de sembrados y choperas. Este lugar lleva el nombre de su río -¿o es el río el que lleva el nombre de su pueblo?-: también se llama Cacín.
A la orilla de su río, el caserío blanco de Cacín
A diferencia de otros municipios, Cacín no conserva su casco antiguo, pues el terremoto que asoló la Comarca de Alhama en la Navidad de 1884 destruyó la localidad casi por completo; incluso su iglesia tuvo que ser reconstruida, y por eso data de tiempos modernos. Paseando por el pueblo, llaman la atención del foráneo el silencio y la plácida calma del lugar; tanto, que lo que mejor se escucha, por encima de cualquier otro sonido, es el canto de los pájaros, de incontables especies distintas; cientos, miles de ellos. Apenas se ve gente por sus calles y plazas, y muchas de sus casas aparecen cerradas a cal y canto, las ventanas con los postigos cerrados y las persianas echadas, ofreciendo algunas zonas -por momentos- el aspecto de un pueblo fantasma. A pesar de ello Cacín no es, en absoluto, un lugar triste. Tiene algo que lo hace especial; una luz y alegría que vienen dadas por la cordialidad de sus gentes y también por la amplitud del valle en el que se sitúa este pueblo, bello incluso en la desnudez del pleno invierno. Según el censo oficial, Cacín cuenta con casi cuatrocientos habitantes, pero en realidad allí sólo viven unas doscientas personas. Y es que éste es otro más de los muchos pueblitos de tradición agrícola que acusan día a día el descenso de su población, que se fue marchando hace tiempo obligada por la necesidad de encontrar un futuro mejor. Cuentan los cacineños que tan sólo en verano su pueblo recupera un poco de su antigua animación, cuando vuelven por vacaciones -procedentes de todas partes- los descendientes de los emigrantes.
Dos rincones típicos de Cacín: la calle Vista al Río y la Plaza de la Iglesia
La imagen del río también está presente en el escudo de la localidad
El ambiente del pueblo se encuentra saturado de quietud, de días iguales, de noches sin fin. Cacín se ha convertido, a su pesar, en un lugar en el que ya apenas nacen niños -el año pasado tan sólo uno-; en cuyo colegio rural sólo quedan diecinueve alumnos entre los cinco y los doce años, y donde la mayoría de sus habitantes son personas mayores, hombres y mujeres que viven plácidamente, unos mejor y otros peor, añorando todos -eso sí- otros tiempos: los buenos tiempos. Porque Cacín conoció otra vida, muy distinta a la actual, y de la que no han pasado todavía demasiados años. Aquella época feliz, cuando en cada casa vivían dos familias e incluso más; cuando las plazas estaban llenas de vecinos y por todas partes se escuchaban, junto al sempiterno canto de los pájaros, el griterío y el alegre corretear de los niños que jugaban en la calle.
En la parte más antigua del pueblo, entre construcciones cerradas -algunas de ellas en evidente estado de abandono-, quedan todavía algunas casas "vivas" y cuidadas; en una de ellas habita Amparo Naveros Romera, que con sus casi noventa y nueve años es la mujer más anciana de Cacín. "Ando ya pisando el siglo; estoy vieja y medio mala, como la mayoría de los que quedamos aquí" dice ella, riendo a pesar de todo. Pero no es verdad: Amparo mantiene una salud, una lucidez y, sobre todo, un sentido del humor verdaderamente admirables para su edad; es un placer detenerse a escuchar lo que cuenta, y cómo lo cuenta.
Amparo Naveros Romera, una cacineña de pura cepa
Amparo nació en el Cacín activo y bullicioso de 1918, el mismo año en el que terminó la Primera Guerra Mundial. Entonces aquél era un pueblo afanoso, con muchos habitantes, dedicado principalmente a la agricultura y a la ganadería, y en el que la vida cotidiana e incluso los días de fiesta -la feria de septiembre, la de agosto, las "merendicas" de enero, y por supuesto, todos los domingos- giraban en torno a su río, el Cacín. Aquella magnífica e inagotable corriente de agua cristalina, llena de truchas y cangrejos, surtía las casas y abastecía los cultivos y el ganado; constituía un espacio ideal para que jugasen los niños y para que se bañasen en los largos y calurosos días de verano; era el lugar perfecto donde podían reunirse las familias a comer arroz, que cocinaban en la misma orilla; donde los más ancianos paseaban sus achaques por las tardes, y también el espacio romántico que recorrían de arriba a abajo las parejas de novios mientras pelaban la pava a salvo de miradas indiscretas, a la orilla de sus interminables paseos, bajo el ramaje entrelazado de los chopos. El río era, sin duda, un elemento fundamental en la vida del pueblo.
Llenando los cántaros de agua para la casa
Lavanderas en el río
Niños jugando en la orilla mientras la ropa está puesta a secar
Amparo era la mayor de ocho hermanos. Su padre, carpintero y labrador, trabajaba duramente para sacar adelante a su gran familia; ella empezó a ir a la escuela, pero tuvo que dejarlo al poco tiempo por ayudar a su madre en la casa. Llevaban todos una vida tranquila que cambió de la noche a la mañana con la muerte del padre, durante la guerra civil. Amparo tenía entonces dieciséis años; su madre empezó a trabajar fuera para mantener a la familia -era una buena partera y matancera-, mientras Amparo se quedaba al cuidado de sus siete hermanillos. "Era una vida muy trabajada, sin lujos ningunos, en la que había poco de todo: poca comida, poca ropa… ¡sólo un traje para todo el año, y no como ahora, un traje para cada día!" cuenta ella. Pero eran dichosos, no obstante, porque tampoco buscaban más. Todas las tardes, después de la tarea diaria, solían reunirse los vecinos en las plazas, las comadres en corrillos, los niños para jugar y las muchachas para pasear, cogidas del brazo, por la orilla del río -donde a veces las esperaban sus pretendientes, escondidos entre las choperas-. Otros se iban a las eras, donde "echaban merceores" y "cantaban rondones" -es decir, se columpiaban y jugaban al corro a la vez que cantaban tonadas de antaño, tanto más bellas cuanto más sencillas: "A la sombra del olivo, olivo verde; si el olivo se seca, ya no florece; ya no florece, ya floreció; que la flor del romero, ya se secó…"-
Grupo de vecinos en la puerta de la antigua iglesia con el párroco de la época, don Emeterio
Tenía Amparo diecinueve años cuando, en el año 1937, entraron las tropas franquistas a Cacín. En aquellos momentos de miedo y confusión gran parte de la población huyó a Cómpeta a través de las montañas, por temor a las represalias de los vencedores. Su familia fue una de las muchas que se fueron de Cacín por ese motivo. "¡Casi medio pueblo se escapó en un día!" recuerda ella. Fue aquél uno de tantos exilios crueles de la época: familias enteras, unos andando, otros en bestias, todos asustados marcharon unos detrás de otros por unas veredas estrechas, bordeadas de profundos barrancos, haciendo noche en los cortijos del camino, bajo una tormenta inmisericorde que duró varios días. Amparo recuerda detalles de aquel penoso viaje: " Había tanto barro que las bestias resbalaban con la carga encima; uno de los burros, me acuerdo como si lo estuviera viendo, rodó por un barranco con cuatro sacos a cuestas, y allí abajo se quedó. Y una pobre mujer, de Játar decían que era, que iba andando sola, y se sentó a la orilla del camino porque ya no podía tirar más de cansancio, la pobretica, con sus dos hijos chicos en brazos, y allí mismo se murieron los tres..."
Cuando se calmó la situación Amparo y su familia volvieron a Cacín, que tras la guerra civil recuperó rápidamente la tranquilidad y alegría de otros tiempos. "Aquí no se pasó tanta hambre como en otros sitios, porque todo el mundo tenía su cachillo de vega, sus cabrillas, su gallinas… se podía ir tirando". Amparo empezó entonces a salir con Pedro, un muchacho cacineño como ella; el suyo fue un noviazgo de tan sólo nueve meses. "Estábamos los dos tan a gusto juntos que decidimos casarnos, ¿para qué íbamos a esperar más tiempo?" recuerda Amparo, risueña. Se casaron en el año 1940, y dice ella que ese día comenzó la etapa más feliz de su vida. Su marido era un hombre bueno, serio y muy trabajador. Durante más de cincuenta años trabajó como alguacil y secretario del ayuntamiento de Cacín. Amparo y su marido se mudaron a la casa de los padres de ella, -que es la misma casa que sigue habitando hoy- y tuvieron dos hijos varones. Como Pedro tenía un trabajo fijo, el joven matrimonio no se vio obligado a emigrar a otro sitio, como tantos vecinos de su pueblo.
Amparo y Pedro recién casados, año 1940
La mejor época de su vida, sí señor. Mucho trabajar durante la semana dentro y fuera de la casa, desde luego -pues Amparo hacía trabajos de costura para la calle-, pero al llegar el domingo se organizaban aquellas fantásticas reuniones de vecinos y familia, en las que grandes y chicos se juntaban para almorzar o cenar, hacer música y "bailar hasta que el cuerpo aguante" -Pedro tocaba muy bien la bandurria, y Amparo era reconocida por todos como una excelente bailarina-. Algunos domingos se acercaba por Cacín un hombre de Alhama -Paquito le llamaban- famoso por tocar muy bien el acordeón, que participaba como uno más en aquellas fiestecillas improvisadas. ¡Qué buenos ratos los de entonces! Amparo y su marido eran jóvenes, sus hijos estaban pequeños y el pueblo entero se encontraba lleno de vecinos; cualquier ocasión era buena para compartir un momento agradable, y hasta las labores cotidianas eran, para los cacineños, motivo de animados corrillos.
Vecinos de Cacín haciendo pleita de esparto
Grupo de segadores en las vegas del río
Amparo en el salón de su casa, sirviendo café a un grupo de familiares
A la izquierda, Pedro (con el uniforme de alguacil del ayuntamiento) y Amparo, con unos amigos
Amparo fue, toda su vida, una mujer diligente, alegre y dicharachera; su carácter voluntarioso la volvía incansable. Siempre estaba dispuesta a organizar una comida, una reunión o lo que fuera menester, y todos en Cacín confiaban en su buen hacer al respecto. Casi sin sentir, los años fueron pasando y con ellos llegó la madurez; los hijos se independizaron, su marido se jubiló y el matrimonio se propuso aprovechar bien su tiempo libre. Amparo y Pedro hicieron muchos viajes con el IMSERSO mientras ambos gozaron de buena salud, hasta que finalmente Amparo se quedó viuda; aun así su talante animoso e inquieto la empujó a no encerrarse en casa, asistir a la escuela de adultos y aprender muchas cosas nuevas, pues los tiempos estaban cambiando y ella era, sencillamente, incapaz de quedarse de brazos cruzados.
Sus años de madurez fueron tranquilos y felices
Pero los nuevos tiempos también trajeron la inevitable decadencia de las zonas rurales; en un goteo imparable, decenas de familias cacineñas se vieron forzadas a cerrar sus casas y marcharse muy lejos. Cacín fue quedándose vacío. Como una enfermedad gradual e insidiosa, la población fue disminuyendo y aumentando el número de viviendas vacías, y así ha sido hasta el día de hoy. Amparo vive sola en su manzana y dice que ya no le queda cerca casi nadie, pues sus vecinas emigraron, casi todos sus hermanos ha muerto y sus hijos se fueron a vivir a Granada. Pero ella permanece, firme como una roca; no quiere irse de su pueblo y menos aún dejar su casa, que lo fue antes de sus padres, y en la que lleva viviendo prácticamente toda su vida.
La cuidada casita de Amparo es su castillo. Con más de un siglo de antigüedad y su arcaica distribución, todavía conserva muchos elementos originales como puertas, ventanas de postigos, cámaras, escaleras y patio interior; incluso mantiene la corriente eléctrica a 125 voltios -la única vivienda del pueblo que queda con ese voltaje-, porque Amparo ha querido que sea así. Traspasar su puerta es como viajar atrás en el tiempo, hasta una época en la que las viviendas necesitaban muy pocas comodidades que dependen de la electricidad.
Las acogedoras y alegres estancias de la casa son un fiel reflejo del carácter de su dueña
La escalera de subida a las cámaras se mantiene igual desde hace un siglo
Hasta hace poco tiempo Amparo se ha valido por sí misma; ahora -lógicamente- precisa de un poco de ayuda, pero su sentido del humor y su carácter permanecen intactos, bien lo saben quienes la visitan a diario. Ya no sale de casa, y pasa el tiempo "rezando el rosario y pidiendo por todos" como ella dice, pero también -¡genio y figura!- resolviendo sopas de letras y pequeños crucigramas, que despacha con una agilidad mental asombrosa. Recibe a diario la ayuda a domicilio que el ayuntamiento de Cacín facilita a sus mayores; los fines de semana la visitan sus hijos, y cada domingo el sacerdote del pueblo se acerca para darle la Comunión y compartir con ella un ratito de charla, pues Amparo necesita poco más.
Amparo, di, ¿cuál es tu secreto? ¿Quizá tu buen ánimo y optimismo, que te ayudaron a sobreponerte sin flaquear, a buscar siempre la parte positiva de todo lo que la vida iba trayendo consigo? Tu existencia ha sido larga y fructífera, entregada y útil; con momentos malos, pero sobre todo buenos, como el día que fuiste entrevistada en Canal Sur Televisión por ser la mujer más longeva de tu pueblo. Tras muchos años dedicada a los demás, ahora -tus manos descansando merecidamente, en el regazo- sabes que ha llegado el momento de hacer balance de toda una vida. De casi un siglo de vida. Un balance que forzosamente ha de ser bueno, pues eres apreciada y respetada no sólo por tus paisanos, sino también por todo aquel que llega a conocerte.
Por algo será… ¿verdad?
Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías: archivo de la familia Naveros, "Jirones en la historia de Cacín y el Turro", de Agustín Galindo, y Mariló V. Oyonarte