Aquellos chicos no imaginaban que una de sus travesuras cambiaría para siempre la historia de su comarca; ha pasado más de medio siglo y la aventura que ellos iniciaron, continúa.
A finales de los años cincuenta del siglo XX, Maro -una pedanía de Nerja, compuesta por un puñado de casitas blancas asentadas entre la Almijara y el mar- era un lugar tranquilo, dedicado por entero a la agricultura y la ganadería, que aún se encontraba al margen del boom turístico que empezaba a alcanzar la Costa del Sol. La vida de los mareños se reducía a una invariable sucesión de días apacibles, en los que nunca ocurría nada especial. Las estaciones del año y las tareas del campo marcaban el ritmo del pueblo: los mayores trabajaban de sol a sol en sus quehaceres cotidianos y los menores, cuando no tenían que ir a la escuela rural o que ayudar a sus padres, jugaban en la calle, como hacían todos los niños hasta no hace demasiado tiempo.
Maro visto desde Nerja, a finales de los años cincuenta
Miguel tenía trece años. Era el miembro más joven de un grupito de cinco amigos -en el que también se encontraba su hermano Manuel-, que solían pasar las tardes jugando por los alrededores del pueblo. Uno de sus pasatiempos favoritos consistía en ir a cazar murciélagos al lugar que allí todos conocían como las "minas del cementerio de Maro". Se trataba de dos oquedades naturales abiertas en pleno suelo, una grande y la otra más pequeña, en las que algunos vecinos tenían por costumbre arrojar los cadáveres de las vacas y las bestias de carga, por retirarlos del paso. De aquellas dos simas -o torcas, como las llamaban en el pueblo-, negras como una noche sin luna, salían todos los días al atardecer inmensas bandadas de murciélagos. Eran tan numerosas, que la cuestión tenía intrigados a los chavales del lugar. "¿De dónde saldrá tanto bicho…?" se preguntaban.
Los cinco amigos, de izquierda a derecha: Miguel, José Luís, José, Francisco y Manuel
Algunos chiquillos se organizaban en grupos para aventurarse por el interior de aquellas torcas, compitiendo y apostando entre ellos para ver quién cazaba más murciélagos, aunque una vez dentro, sólo se atrevían a avanzar unas cuantas decenas de metros. Se alumbraban con unas rudimentarias y pestilentes antorchas fabricadas por ellos mismos, que improvisaban sobre la marcha atando a un palo las suelas de goma de alpargatas viejas; luego, provistos de varas y de trozos de redes de pesca, atrapaban todos los animalillos que podían. Unas veces los mataban, y otras los sujetaban por las alas para juguetear con ellos y observarlos con curiosidad.
Miguel y sus amigos llevaban un tiempo queriendo averiguar la procedencia exacta de tal multitud de quirópteros. Al igual que otros niños, en varias ocasiones habían entrado en una de las torcas, gateando por su interior unos treinta o cuarenta metros, hasta que el pasillo se cerraba de tal forma que les impedía avanzar más. Para colmo, sus precarias antorchas humeaban demasiado: a menudo les costaba respirar allí dentro, y salían de sus incursiones con las caras tan tiznadas que, entre risas, contaban luego que se reconocían unos a otros por la forma de los dientes. Pero ellos sospechaban que aquella torca, o mina, o lo que fuese, tenía que ser más grande de lo que parecía a primera vista, pues una vez en su interior se apreciaban ciertas corrientes de aire -fresquitas en verano, tibias en invierno-, que evidenciaban que al otro lado de aquel estrecho paso tenía que haber algo más.
Francisco en la torca o entrada natural por la que accedían al interior de la cavidad
Trazaron cuidadosamente su plan, y el doce de enero de 1959 decidieron llevarlo a cabo. Miguel y sus cuatro audaces compañeros, bien pertrechados -o eso pensaban ellos- con una linterna y un martillo cogidos a escondidas de sus padres, decidieron internarse todo lo que pusiesen en el interior aquella cavidad, para descubrir de una vez por todas de dónde salía tanto ratón volador. Uno tras otro, emocionados, los chicos se fueron descolgando al interior de la torca más pequeña, por ser la de más fácil acceso y no contener restos de animales muertos, y una vez llegaron al fondo, gatearon en fila india por aquel estrecho pasillo, que ya conocían de anteriores exploraciones.
Sintiéndose seguros gracias a la luz de la linterna que portaba Francisco -el que encabezaba la marcha-, reptaron unas decenas de metros hasta llegar a una pequeña sala en la que apenas podían ponerse de pie; era el lugar donde se habían visto obligados a dar la vuelta, en anteriores intentos. En ese reducido espacio existía una gatera, cegada por dos gruesas estalactitas de piedra que impedían el paso a través de ella. Llegó entonces el momento de utilizar el pesado martillo que acarreaban para ese propósito, y de unos cuantos golpes rompieron limpiamente aquel obstáculo, para poder proseguir con su exploración. Los cinco amigos eran conscientes de que a partir de ese punto iban a internarse en una zona desconocida para ellos, así que decidieron tomar algunas precauciones.
Martillo original con el que rompieron las estalactitas que cerraban el paso a la cueva
Se acordó entonces que los cuatro mayores entrarían por el agujero recién abierto, y que Miguel, por ser el más joven del grupo, se quedaría en ese lugar, sin moverse un ápice, para dar la voz de alarma en el pueblo si acaso ellos no regresaran. Acto seguido, los cuatro muchachos se internaron muy decididos por aquella estrecha chimenea, llevándose la linterna con ellos, y Miguel se quedó solo. Se sentó en el suelo, pegado a la pared, rodeado de la más negra oscuridad, e intentó no pensar en nada. Pero al poco rato escuchó -porque no veía en absoluto- que los murciélagos entraban y salían del mismo agujero por el que se habían marchado sus amigos, y notó que el miedo le erizaba el pelo de la nuca. Aterrado, decidió ponerse en pie y seguir a los demás. Cuando sus compañeros lo vieron aparecer detrás de ellos, blanco como el papel, no tuvieron más remedio que entenderlo, y así continuaron adelante los cinco, muy juntos, aun a sabiendas de que aquello que estaban haciendo era una imprudencia. Pero ya que habían llegado hasta allí, no iban a volverse atrás.
Descendieron arrastrándose por la estrecha chimenea, que los condujo a otra sala diminuta, en la que notaron claramente un corriente de aire que venía desde abajo. Enfocaron la linterna hacia ese punto y vislumbraron una abertura pequeña, de la que salían algunos murciélagos. "¡Es por aquí, vamos bien!" gritó Francisco, entusiasmado. Ensanchó aquella brecha con los pies, empujando hacia abajo sedimentos, piedras y tierra, y uno tras otro se internaron los cinco por allí. Se trataba de una inclinada rampa por la que prácticamente se deslizaron como por un tobogán hasta el fondo, un lugar que todos percibieron como muy amplio, oscuro y silencioso. Levantaron entonces la linterna, intentando adivinar el tamaño de aquella nueva sala, pero fue en vano, pues el haz de luz se perdió -como si fuese la llamita tenue de una vela- en la majestuosa inmensidad de aquel recinto. El techo, a muchos metros de altura sobre ellos, estaba literalmente tapizado por decenas de miles de murciélagos que dormían tranquilamente, suspendidos cabeza abajo.
¡Por fin habían encontrado el lugar del que procedían aquellas bandadas! Pero ya no les importaban nada esos animalitos… los cinco muchachos habían perdido todo el interés por ellos, pues ahora eran conscientes de que habían descubierto un lugar verdaderamente extraordinario. Espoleados por la curiosidad y la conciencia de su hallazgo, intuyendo más que viendo la grandiosidad de aquel sitio, caminaron por el suelo irregular y pedregoso, hundiéndose hasta las rodillas en el guano -el excremento de los murciélagos- acumulado allí durante miles de años. El puro miedo a lo desconocido les hacía avanzar pegados a las paredes de aquella monumental cavidad, al amparo de la luz amarillenta de su linterna. Maravillados y a la vez sobrecogidos, recorrieron un gran trecho hasta llegar a lo que ellos tomaron por una escalera construida por la mano del hombre, pero que en realidad era una cascada pétrea formada hacía cientos de siglos.
Sala de las Cascadas. En la esquina inferior derecha, la cascada que los muchachos tomaron por escaleras
Treparon por aquella escalera natural y alcanzaron otra sala, también de dimensiones descomunales. Continuaron avanzando con precaución; ahora el terreno ascendía suavemente. Iban dejando, cada pocos metros, unas señales de piedra a modo de hitos, que luego les sirvieran para poder regresar a la superficie. Repentinamente, un crujido seco rompió el silencio absoluto que los envolvía. "Aquí se ha roto algo que he pisado" comentó uno de ellos, extrañado. Iluminaron el suelo con la linterna y con las manos retiraron la capa de guano que lo cubría todo, como una gruesa y polvorienta alfombra. Cuál no fue su sorpresa -y eso que creían que ya no podían asombrarse más- cuando ante sus ojos aparecieron los huesos de un esqueleto humano completo. Unos metros más adelante encontraron otro; entonces la sensatez y el sentido común pudieron más que la fascinación que todos sentían. Decidieron dar media vuelta en ese momento, tras más de una hora caminando por las interioridades de la cueva.
Uno de los esqueletos humanos encontrados en la cueva, de unos diez mil años de antigüedad, hoy conservado en el museo de la Fundación Cueva de Nerja
El regreso fue arduo y lento, pues resultaba complicado trepar y girar el cuerpo a la vez, a través de los estrechos pasadizos por los que habían bajado tan rápidamente. Finalmente consiguieron salir al exterior, y los cinco amigos, extenuados por el esfuerzo y la emoción, se sentaron al borde de la cueva, mirándose unos a otros en silencio. Después rezaron un padrenuestro por las almas de los dos esqueletos que habían encontrado; imaginaban que serían los restos de otros exploradores como ellos, que tal vez se habrían quedado sin luz, perdiéndose para siempre en aquellas galerías. Había que dar parte de todo lo acontecido a las autoridades. Pero, ¿cómo explicarían su hallazgo para que les creyesen? Pasó entonces por allí un labrador, al que intentaron contarle lo que había pasado; mas el buen hombre se limitó a decir que se dejasen de fantasías, que esa torca eran tan sólo un agujero de zorros.
La salida de la torca natural tenía pasos muy complicados
Los muchachos decidieron relatar su aventura a los dos maestros de Nerja, don Carlos y doña Manuela, quienes, al escuchar a los chicos decir que habían encontrado "un lugar mágico con piedras, chorreras y esqueletos de tíos muertos, pegados al suelo" -esas fueron sus palabras-, pensaron que podría tratarse de un yacimiento arqueológico. A los cuatro días, el dieciséis de enero, los dos maestros y los cinco chicos, previsoramente equipados con varias linternas, pilas de repuesto, algo de comida y agua, unas cuerdas e hilo bramante para marcar el camino de vuelta, se encaminaron a la cueva y penetraron por el mismo sitio que lo hicieran los muchachos. Realizaron un recorrido completo por las distintas galerías, y tomaron todos plena conciencia de la magnitud real del descubrimiento. Don Carlos dio entonces aviso a las autoridades de Nerja -a él le creyeron a la primera- y cuatro meses después, en abril, una expedición formada por un grupo del Frente de Juventudes de Nerja y el fotógrafo local José Padial, guiados todos por el propio Miguel -que se puso su traje de los domingos para la ocasión-, se internaron en la cueva para inspeccionarla y fotografiar su interior.
Miguel, a la derecha de la imagen, acompañando al grupo del Frente de Juventudes
Aquellas fotografías, que mostraron al mundo por primera vez el esplendor de la "Cueva de las Maravillas" -como se la había empezado a llamar-, se publicaron en un periódico de Málaga y terminaron de atraer la atención de todos. A partir de entonces una sucesión interminable de edafólogos, biólogos, espeleólogos, geólogos, arqueólogos y estudiosos de todo tipo se encargaron del resto. En junio de 1960, tan sólo un año y medio después del descubrimiento, la cueva se abrió oficialmente al público, y desde ese día la localidad de Nerja -que hasta entonces era conocida por la calidad de sus batatillas- figuró en el mapa como lugar de peregrinación para profesionales y amantes de la Espeleología de todo el mundo. El resto de la historia de la Cueva de Nerja es bien conocida.
Miguel junto a la "torca grande", donde en otros tiempos se arrojaban cadáveres de animales
Miguel Muñoz Zorrilla
Los cinco muchachos, conocidos desde aquellos días memorables como "los descubridores", fueron homenajeados y recompensados económicamente. Además obtuvieron trabajo como guías oficiales de la cueva; Miguel comenzó a trabajar con quince años, y allí se jubiló. Han sido cuarenta y ocho años de plena dedicación al lugar, al que conoce y ama como si fuera su propia casa; uno de sus hijos ha seguido sus pasos y es también guía de la cueva. Casi todos los trabajadores actuales del recinto de la Cueva de Nerja han heredado el trabajo de sus padres, e incluso en algún caso, de sus abuelos.
Los descubridores. De izquierda a derecha, Miguel Muñoz, José Luís Barbero (ya fallecido), José Torres, Francisco Navas y Manuel Muñoz
Exactamente catorce años después del descubrimiento de la Cueva de Nerja, en enero de 1973, y a miles de kilómetros de distancia, nacía en Lübeck (Alemania) un niño, también llamado Miguel, hijo de español -nerjeño, por más señas- y alemana, que, del mismo modo que Miguel Muñoz, estaría predestinado a mostrar al mundo los secretos de la cueva y a contagiar a todos su admiración por ese mágico lugar.
Miguel Joven -conocido a nivel internacional por haber interpretado el papel de "Tito" en la popular serie de los años ochenta "Verano Azul", entre otros trabajos- visitó la Cueva de Nerja por primera vez cuando tenía cinco años, de la mano de su padre, un verdadero enamorado de ese lugar. Miguel recuerda que, a pesar de ser tan pequeño, la cueva y su embrujo le cautivaron al momento, y desde ese día procuró volver allí siempre que había una oportunidad. Un año después dio la casualidad, como si fuese una suerte de premonición, de que un capítulo de la serie "Verano Azul" se rodó en el interior de la cueva. Hoy -como él mismo nos comenta- Miguel tiene la inmensa suerte de trabajar para la Fundación Cueva de Nerja como experimentado guía, tanto del interior como del exterior del recinto, y también como relaciones públicas y representante del organismo que gestiona esos recursos.
Arriba, Miguel Joven en la entrada oficial a la Cueva de Nerja. Debajo, (Miguel Joven es el más pequeño rubio) en tres fotogramas de la serie "Verano Azul", en el superior, con camiseta amarilla, rodada en interiores de la propia cueva
Nerja ha quedado ligada a esta serie televisiva que cosechó un espectacular éxito
El suyo es uno de esos casos afortunados en los que obligación y devoción se aúnan en una misma iniciativa. Y es que las visitas exclusivas a la Cueva de Nerja que Miguel Joven realiza, a puerta cerrada y para grupos muy reducidos, son realmente únicas. A lo largo de ese recorrido, llevados de su mano, podemos apreciar la cueva de otra manera, novedosa y original cien por cien; en sus propias palabras: "se trata de una experiencia diferente, como una realidad paralela en un mundo mágico. La Cueva de Nerja es una auténtica máquina del tiempo, una puerta al pasado que nos muestra eventos geológicos ocurridos hace muchos miles de años, y que al no estar expuestos a los elementos, no han cambiado en lo más mínimo". Desde su profundo conocimiento de la cavidad, Miguel nos explica con evidente entusiasmo y una pasión incontenible los secretos de la cueva desde otro punto de vista, minucioso y personal, en el que se amalgaman lo geológico, lo biológico, lo histórico y lo anecdótico. Escucharlo es contagiarse automáticamente de su inmenso respeto y amor por ese extraordinario lugar.
La Cueva de Nerja se ha consolidado como uno de los monumentos naturales más visitados de España, y constituye una inagotable fuente de riqueza para la comarca. ¡Y pensar que durante miles de años sus secretos permanecieron ocultos a los ojos del hombre moderno...! Si no hubiera sido por la curiosidad de cinco intrépidos adolescentes, esta gruta maravillosa quizá aún hoy seguiría inexplorada. Es posible -es seguro- que, escondidas bajo las laderas siempre verdes de Sierra Almijara, otras cuevas hoy inéditas estén esperando pacientemente a que nuevos aventureros se atrevan a buscarlas, a descubrirlas, también.
Monumento a los descubridores, Cueva de Nerja
Fotografías: Carlos Luengo
Fotografías antiguas: José Padial, archivo de la Fundación Cueva de Nerja.