Leonor fue la esposa leal, el apoyo en la sombra y, sobre todo, el gran amor de Francisco Bueno Ledesma, un brillante espía y guerrillero antifranquista. Esta es la continuación de su historia.
Cárcel de mujeres de Málaga, a principios de los años cuarenta del siglo XX
En la primera parte de este relato dejamos a Leonor recluida en la cárcel de mujeres de Málaga intentando, con toda su voluntad, adaptarse a la rutina penitenciaria sin caer en la desesperación. Leonor y su padre, Federico, habían sido injustamente arrestados -y más injustamente aún interrogados, torturados y encarcelados- por el mero hecho de ser la esposa y el suegro de un activista de izquierdas, huido durante el transcurso de la guerra civil. Federico, además, fue humillado y despojado de su grado de teniente de carabineros; él, hijo y nieto a su vez de carabineros, que había llevado con tanto orgullo sus galones y vivía por y para su profesión de militar. Leonor y Federico no eran, ni mucho menos, las únicas personas que padecían esa situación: en la nueva España, la que erigía -casi enarbolaba- al General Franco como Jefe del Estado, apenas quedaba sitio para los poco o nada simpatizantes del régimen; menos todavía, por lo tanto, para aquellos que habían tomado parte activamente contra el glorioso ejército nacional. Para esos ciudadanos de segunda clase y, de facto, para sus familias, los tormentos de la guerra civil estaba muy lejos de terminar.
Pese a que desde hacía unos años -en concreto, desde que se casó con Francisco Bueno Ledesma- el día a día de Leonor había consistido, más que nada, en una serie interminable de sobresaltos, convertirse en una presidiaria sería sin duda la prueba más difícil para aquella mujer honesta, que no había hecho otra cosa en su vida más que dar y darse a los demás. Incapaz de asimilar su mala suerte, Leonor se mantenía apartada de sus compañeras de presidio, postrada durante horas, durmiendo o rezando -en esas circunstancias, su fe religiosa le resultó de gran consuelo-, vencida y desesperanzada, como habitando su espíritu en lo más profundo de un negro pozo. Pasaba los días sin interés por nada, ni aun por sí misma; obedecía cabizbaja las órdenes que le daban y se dejaba llevar como una muñeca sin voluntad -ayer a las cocinas a pelar patatas, hoy a la capilla a oír misa, mañana a la lavandería a clasificar trapos, pasado mañana al patio para dar unas vueltas al sol…- en un estado de semiinconsciencia en el que su única certeza era la de haber recibido un golpe brutal. Con semejante ánimo el descubrimiento de su embarazo justamente allí, dentro de aquellos muros, solo contribuyó a apesadumbrarla aún más.
"A mi Paco querido, tu Leonor". Fotografía realizada pocos días antes de su detención
Las otras reclusas se habían dado perfecta cuenta de que la recién llegada no era como ellas, unas pobres desgraciadas apaleadas por la vida, habituadas a las miserias del mundo casi desde la cuna. Esa señorita -que bien se conocía que lo era, en su porte y maneras- había sido bien educada, bien alimentada y bien vestida. Experimentadas analistas en asuntos de mujeres, también se percataron de que estaba esperando un hijo y que, a juzgar por su evidente impericia, seguramente sería el primero. Muchas de ellas ya habían pasado por esa misma situación -la maternidad tras los muros de una cárcel-, y algunas incluso tenían a sus hijos con ellas. Pero la diferencia radicaba en que todas tenían la piel curtida en cien batallas y habían pasado por trances de todo orden desde niñas; esta pobre, en cambio, no. Como en un libro abierto se podía leer en los ojos de Leonor la desolación de quien se ve en un lugar nuevo e inhóspito, sin amparo ninguno para ella ni para su futuro hijo y sin expectativas de nada bueno. Y, cosas de la naturaleza humana, aquellas mujeres infortunadas, lejos de tener envidia o celos de la "señorita de la media almendra", se compadecieron de ella desde el primer momento. La grandeza de corazón no sabe ni entiende de rangos sociales, y cuando la caridad proviene de quienes están más abajo, resulta infinitamente más preciosa. Unas mujeres desprovistas de todo -hasta de su libertad-, que quisieron rebuscar un poco de alegría para ofrecérsela a Leonor. Los primeros días respetaron su necesidad de aislamiento y la dejaron a su aire; luego, gradualmente, se le fueron acercando. Le decían sus nombres y le preguntaban el suyo; la ayudaban en la rutina cotidiana de la cárcel o le ofrecían alguna golosina escamoteada con habilidad de las cocinas. La animaban, en definitiva, a que saliera de aquella oscuridad y regresara al mundo, con ellas.
Documentación oficial firmada por el entonces Comisario Jefe de Málaga, Manuel Fraga, en la que se confirma el "delito de rebelión militar y complicación en un complot comunista" para Leonor y se decreta su ingreso en prisión, con fecha del 10 de marzo de 1944
Las presas tenían derecho a ser visitadas por una sola persona, una vez a la semana. Leonor recibía las visitas de su hermano José que, gracias a su cargo de subteniente de la guardia civil, disfrutaba de importantes prebendas como, por ejemplo, quedarse más tiempo y conversar con ella a solas, sin la estricta vigilancia de una monja celadora. José aprovechaba esas ocasiones para llevarle ciertos artículos de primera necesidad que Leonor le solicitaba expresamente -porque en prisión las internas carecían de casi todo-, sin que le fueran requisados por las reverendas, eficaces perros guardianes de aquellas mujeres. De esa manera Leonor pudo obtener jabón, peines y horquillas, pañuelos y otros objetos de higiene personal; también algo de comida extra -que ella compartía invariablemente con sus compañeras- y lo más valioso de todo: noticias de la familia. Principalmente quería saber de su padre, Federico, preso en otro centro penitenciario. Por su hermano supo Leonor que el anciano se encontraba razonablemente bien: José se había encargado de que lo curase un buen médico después del brutal interrogatorio al que fue sometido en las dependencias de la Brigada Político Social. También supo que, al igual que hacía con Leonor, José procuraba visitar a Federico tanto como le estaba permitido. De su marido, Paco, como era de esperar, no se tenía noticia alguna.
Con el paso de las semanas, Leonor decidió sobreponerse y dejar atrás la indiferencia que había regido sus días desde que ingresó en prisión. El apoyo de sus compañeras de infortunio tuvo mucho que ver, desde luego; pero es que además ya empezaba a notar el movimiento de su hijo en el vientre, y esa sensación maravillosa y desconocida le insufló energías para levantar la cabeza y no enfermar de pena. Al fin y al cabo su padre estaba bien, y ese niñito que iba a nacer, el hijo de su añorado Paco, le haría compañía en la cárcel mientras llegaba el momento para ambos de salir de allí. Nadie en su familia sospechaba ese embarazo; para decírselo a su hermano esperaría a que su estado ya fuese imposible de ocultar. Ayudada mientras tanto por varias internas -en las que iba aprendiendo a confiar-, Leonor llevó su gestación en absoluto secreto, hasta para las monjas que las custodiaban; no era difícil puesto que, en el fondo, nadie les prestaba atención de verdad. Ya empezaba ella a ilusionarse: miraba arrobada a los hijos de las demás cuando jugaban en el patio, y se imaginaba acunando al suyo. ¿Sería niño, sería niña? ¿Y a quién se parecería? Durante los ratos de costura obligatorios para todas las presas Leonor empezó a preparar, con retalitos de tela tomados de aquí y de allá, una humilde canastilla para su bebé. Los meses transcurrieron entre tarea y tarea; cuando por fin salió la fecha de su juicio, ella se encontraba ya muy avanzada. El día de su enjuiciamiento pudo ver a su padre, que sería también juzgado en esa misma sala; Federico y Leonor no pudieron abrazarse pero sí mirarse a los ojos y comprobar por sí mismos que ambos estaban bien. Leonor fue condenada a cuatro años de reclusión por el "delito de rebelión militar y complicidad en un complot comunista", según rezaba su sentencia. Federico se llevó la peor parte: veinte años de reclusión por los mismos cargos que su hija. Ambos afrontaron sus respectivas penas confiando en la ayuda inestimable de José, que seguro que no escatimaría esfuerzos para que su padre y su hermana lo pasaran lo menos mal posible.
José, el hermano de Leonor, con su uniforme de la Guardia Civil, junto a Federico
Leonor comenzó a encontrarse mal tras el juicio, cuando era trasladada de regreso a la cárcel, bamboleándose de un lado a otro dentro del traqueteante e incómodo furgón de la policía. Llegó a su celda y se tumbó en el catre confiando en que se le pasaría el malestar, pero la cosa iba a peor. Demasiado estrés durante el proceso judicial; demasiadas emociones cuando volvió a ver a su padre… Esa noche -aunque todavía le faltaban unas semanas para cumplir- Leonor sintió los primeros dolores del parto, nuevos para ella pero del todo inequívocos. Sus compañeras de celda dieron el aviso y la llevaron en volandas a la enfermería, donde fue asistida por el médico de la prisión. Leonor dio a luz a una niña prematura, débil y delgadita, que llamó Ana en recuerdo de su suegra -la humilde vendedora de limonadas-, todo un referente de coraje para ella, a quien había querido mucho. Extenuada por los trabajos del parto y la pérdida de sangre, la reciente mamá durmió durante muchas horas seguidas. Al día siguiente, cuando preguntó por su hijita para ponérsela al pecho, la madre enfermera le espetó sin miramientos que la niña era tan enclenque que había muerto durante la noche y ya se la habían llevado. Leonor, sola y postrada en la cama de la enfermería, lloró amargamente la pérdida de su hijita que, en efecto, había nacido tan frágil que ni siquiera tuvo fuerzas para emitir su primer llanto en el momento de nacer. Su angelito, pensó en vano intento por consolarse, al menos se había librado de vivir en ese horrible lugar. Adiós a su niña, con su canastilla tan amorosamente preparada, a sus ansias de abrazarla y besarla y quererla; adiós, pues, a toda ilusión. Leonor se aferró a su fe para no caer de nuevo en el abismo, y rezó de todo corazón por su pequeña Ana, por su padre, por su marido y por ella misma.
En ese mismo momento, muy lejos de Málaga, en Orán -donde se vio obligado a huir perseguido por las fuerzas de la Brigada Político Social-, su marido se entrevistaba con Santiago Carrillo, dirigente del Partido Comunista en el exilio. Francisco Bueno Ledesma, el sagaz agente del SIEP que tanto había arriesgado por la causa republicana, quería comunicar a Santiago Carrillo su abandono. Dejaba la misión definitivamente, y por causas bien justificadas: después del fracaso de la operación Backbone, que se saldó con tantos prisioneros y por la cual su mujer y su suegro terminaron en manos de la temible Brigada Político Social, Paco había perdido la fe en casi todo. Aparte quedaba el hecho incontestable de que las autoridades franquistas contaban ya con demasiada información -arrancada a golpes a los detenidos- acerca de las siguientes misiones previstas, para la organización de la resistencia en las montañas de la Almijara. Participar en un nuevo desembarco sería, a todas luces, un suicidio seguro. Paco comunicó oficialmente que no se uniría al comando que ya se estaba preparando, en el que sí tomarían parte sus amigos Ramón Vía y Joaquín Centurión. El tiempo le dio la razón: ambos guerrilleros murieron tras esa segunda operación.
Ana Ledesma, suegra de Leonor. La hija de Leonor llevaba su nombre
Solo descubrimos de lo que somos capaces cuando la vida nos pone a prueba. Allá en la cárcel de Málaga, Leonor resolvió no dejarse vencer por la adversidad y puesto que, si hacía cuentas, ya no le quedaba tanto tiempo de condena, concluyó que haría algo útil con su vida mientras entretenía esa espera. Y dicho y hecho: cuando se recuperó del parto se reincorporó a la rutina carcelaria, esta vez con todas las ganas, dispuesta a entregar lo mejor de sí misma, que era lo que más le gustaba hacer. Las condiciones de vida en ese recinto en plena posguerra eran muy duras; mucho más que fuera de él. La comida era insuficiente y de muy mala calidad; el trato de las monjas hacia las presidiarias rudo y humillante, porque no hacían distingos entre las auténticas delincuentes -que las había- y las que estaban encerradas por sus ideas políticas. Además, la escasa higiene en la cárcel en general y en la celdas en particular favorecía la existencia de piojos y enfermedades entre las internas, que por ende disponían de un acceso muy limitado a médicos y medicinas; eran muchas las que fallecían por razones sanitarias. A ello había que unir que no todas las mujeres allí ingresadas eran de buena pasta; resultaba conveniente ganarse el respeto de las presas "duras" o, al menos, caerles en gracia, porque en aquella jungla silente sobrevivía quien más aguantaba, en todos los sentidos.
Pan de cada día eran también las consabidas limpiezas psicológicas: se lavaba el cerebro de las reclusas mediante charlas aleccionadoras, se las obligaba a ir a misa y a bautizar a sus hijos fuesen creyentes o no, se las sometía a correctivos sin motivo justificado, como la limpieza de las letrinas, o lo peor de todo: se las encomendaba al capellán de aquella institución penitenciaria, un personaje inicuo y obsceno, indigno de la autoridad que representaba, que no perdía ocasión de abusar de las mujeres más jóvenes bajo amenaza de denunciarlas por mal comportamiento. Leonor estuvo también a punto de ser una de sus víctimas. Pero en general, y a pesar de la dureza de sus condiciones de vida, las condenadas solían apoyarse unas en otras, dándose el caso de llegar a establecer lazos de amistad que durarían más allá de su encarcelamiento.
Patio central de la cárcel de mujeres de Málaga. Leonor se encuentra en ese grupo de presas (fuente: Diario Sur)
Leonor continuaba afanándose en sus tareas -y es que nadie es desgraciado sin su propio permiso durante mucho tiempo-. Los meses iban pasando y su condena de cuatro años reduciéndose. Ella consolaba sus penas escuchando las de sus compañeras, mientras soñaba con reunirse con su padre y su marido algún día y, tal vez, si no estaba demasiado vieja -pues ya había cumplido los treinta y cuatro años-, tener otros hijos. Pensando siempre en ocupar al máximo su tiempo libre, cada día se involucraba más en las actividades comunes de la cárcel: cosía, tejía y hacía cestos de mimbre pero, sobre todo, centró sus esfuerzos en ayudar a las reclusas analfabetas enseñándoles a leer y escribir -aptitud que les resultaría inmensamente útil cuando saliesen de su encierro-, tarea que le encantaba porque ella misma leía y escribía con soltura. Por lo demás, Leonor se encontraba realmente satisfecha de poder hacer algo por aquellas mujeres, amigas ya, que tanto la habían apoyado en sus momentos más críticos. Gracias a su hermano José había obtenido todo el material que necesitaba, y contaba además con la tranquilidad de que no les faltaría de nada: tenían papel de sobra para escribir, lápices para todas y biblias más que suficientes -era el único libro que se permitía dentro de la cárcel- para realizar las lecturas y las copias de texto. Todos los días, cuando habían terminado sus tareas principales, las penadas -agradecidas y contentas por tener esa oportunidad- dedicaban un buen rato a leer, escribir y hacer cuentas.
Parecía que, poco a poco, se iban arreglando las cosas. Un buen día Leonor recibió la visita de su cuñada Adela, la hermana mayor de Paco. Traía noticias de él, por fin. Su marido estaba bien allá en su refugio de Orán, rodeado por sus amigos, con un trabajo corriente, justamente remunerado -muy lejos de las arriesgadas actividades de otros tiempos- y deseando reunirse con su mujer en cuanto ella saliese de la cárcel. Leonor estuvo a punto de gritar de alivio y felicidad. Se sentía más fuerte que nunca; todo cobraba sentido otra vez. Su padre estaba bien -esto lo sabía de buena tinta- y, al presente, Paco también. Y, lo mejor de todo, de ahora en adelante podría cartearse con su marido, gracias al apartado de correos que le facilitó Adela y al utilísimo material de la escuela para presas que ella, Leonor, había puesto en marcha.
Leonor y Paco recuperaron el contacto epistolar, algo que resultaba de enorme consuelo para ambos. Mediante las cartas se mantenían al día y hacían planes de futuro, pues no dudaban de que volverían a reunirse muy pronto. Al mismo tiempo, la pequeña escuela de alfabetización carcelaria aumentaba su número de alumnos, ya que también comenzaron a asistir los hijos más mayorcitos de las reclusas. Sus obligaciones como maestra ayudaban a Leonor a evadirse de la realidad cotidiana y a pasar el tiempo mucho más rápido, embebida como estaba con las tareas de la enseñanza. Gracias a las cartas de su marido y a los progresos de sus discípulas, Leonor sentía un optimismo creciente; tanto era así que su entrega, alegría y buen talante alcanzaron a ablandar los secos corazones de las monjas. Sus informes cada vez mejores sobre la actitud y el afán de cooperación de la reclusa Leonor García Canillas consiguieron para ella una reducción de condena por buen comportamiento. Fue su hermano José quien le dio la maravillosa noticia. Leonor recibió las felicitaciones sinceras de sus compañeras, que se alegraban francamente de su puesta en libertad, y se despidió de todas con su natural modestia, contenta y emocionada como no recordaba haberlo estado desde hacía mucho tiempo. Todo pasa, y todo llega: en agosto de 1947 Leonor abandonó la cárcel para siempre, acompañada de su cuñada Adela.
Certificado oficial de buena conducta, expedido en la cárcel
Certificado oficial de liberación definitiva de Leonor
Desde el momento en que Leonor puso el pie en la calle como una mujer libre, supo que su vida daría un giro de ciento ochenta grados. Ahora era otra persona, mucho más valiente y resuelta. Concluyeron ya los tiempos de las separaciones: ella quería estar con su marido y tener la oportunidad de formar una familia, y era en ese momento, sin guerras civiles ni arriesgadas misiones secretas de por medio, cuando podrían vivir tranquilos y en paz. Desde Orán, su marido se mantenía al tanto de los movimientos de su mujer. Hacía unas semanas que le había enviado dinero e instrucciones por carta; entre los dos habían planificado cuidadosamente hasta el último detalle del largo viaje que Leonor debería emprender en solitario. Y es que tenía que ser ella la que acudiese a Argelia para reunirse con su marido, ya que si él regresaba a España correría serio riesgo de ser encarcelado y fusilado. La primera parte de su singladura comenzaba en ese momento: nada más salir de la prisión, Leonor y Adela tomaron la alsina de Málaga a Nerja y, una vez allí, militantes clandestinos del Partido Comunista al corriente de su situación las ayudaron a hacerse con una documentación falsa para Leonor: de esa forma podría salir de España, ya que por su condición de ex presa política no podía cruzar ninguna frontera. La inmovilidad en la que había vivido sumergida durante varios años dentro de la cárcel se trocaba ahora en días de papeleos, prisas y ansiedades pero, ¿qué importaba? Cuando Leonor obtuvo su nueva documentación -circunstancia que aprovechó para cambiar su fecha de nacimiento y quitarse diez años, los que le llevaba a su marido-, recibió también una serie de instrucciones que la ayudarían a mantenerse a salvo durante el viaje; después regresó a Málaga para visitar a su padre, todavía preso en la cárcel. Se despidió de Federico cubriéndolo de besos, contándole sus planes y dejándolo, confiada, al cargo de su hermano José. Luego se fue. Y, esta vez, sin mirar atrás.
Convertida en una intrépida aventurera -ella, que jamás había salido de la provincia de Málaga y menos aún sola-, embarcó primero camino de Tánger. Cuando llegó a esa ciudad africana quedó bajo la responsabilidad de un joven matrimonio -amigos ambos de su marido- que había huido de España al comienzo de la guerra civil, y que la acogió amablemente en su casa. A la semana de su llegada pudo Leonor hablar por teléfono con Paco; cada vez quedaba menos para su ansiado reencuentro. Pocos días después, y gracias siempre a los contactos y gestiones de su marido, recibió un visado y un billete de avión para Orán. Sería la primera vez que Leonor montase en un avión, pero no estaba dispuesta a perder ni un minuto de su nueva vida discurriendo si le daría miedo volar, o no. Voló pues, asombrada de su osadía, hasta la ciudad argelina. Al pie de la escalerilla del avión la esperaba un Paco anhelante, tres años y medio después de su separación, la noche aquella de su arresto en Málaga. ¿Quién sería capaz de describir la alegría de esa reunión definitiva? Lejos de su país, sí, y lejos de sus respectivas familias también, pero juntos, y esta vez para siempre. Lloraron ambos, porque la alegría más grande, como el mayor dolor, también se expresa con lágrimas. Luego rieron como niños felices, sabedores de que su tormento, por fin, había acabado.
Noviembre de 1947, Leonor y Paco en Orán, tres meses después de reunirse definitivamente
Leonor y Paco reconstruyeron su vida en Orán. Vivían en una casita pequeña pero muy cómoda, un auténtico reducto de paz y optimismo, y dentro de él casi todos sus sueños cumplidos. Para colmo de venturas al año siguiente, en 1948, tuvieron un hijo al que llamaron Jean François. Junto a su niñito y al abuelo Federico, que salió de prisión en 1954 y se fue a vivir con ellos -tras siete años de encierro, excarcelado antes de tiempo por buena conducta-, prosiguieron con sus vidas felizmente, sin zozobras de ninguna clase. El abuelo volvía a sonreír, ahora de la mano de su nieto, al que adoraba de la misma forma que adoraba a su hija; se miraba en sus ojitos, que traían a su corazón una alegría largo tiempo olvidada, y charloteaba con él como lo hacía con Leonor cuando tenía esa misma edad. Todos echaban de menos su tierra natal, pero Orán era entonces una ciudad pintoresca y alegre, donde vivían muchos españoles exiliados formando una colonia, y la familia no se encontraba nunca sola.
Paco, Leonor (embarazada) y el pequeño Paquito. Orán, 1951
El matrimonio, deseoso de formar una gran familia, intentó tener más hijos. Leonor estuvo embarazada en los años 1951 y 1955, pero en ambas ocasiones, por distintos problemas, los bebés no salieron adelante. Ella entonces recordaba con melancolía su primer embarazo, en circunstancias tan distintas, y el nacimiento prematuro de su pequeña Anita en aquella lóbrega prisión, sin medios sanitarios de ningún tipo. Echando mano de su carácter práctico, asumió que Paco y ella posiblemente no tendrían más hijos. Qué más daba: ya eran dichosos con el pequeño Paquito -en Orán lo llamaban así- y con todo lo que tenían, y daba gracias por ello a diario. El abuelo Federico, cada día más anciano, echaba de menos su tierra -la particulares nostalgias de los mayores, que por tener ya poco delante prefieren mirar atrás- y finalmente se mudó a Málaga, a casa de una de sus hijas, donde murió en paz en el año 1961.
Los años volaban. A principios de los setenta Paco encontró trabajo en otro lugar, y él y Leonor se marcharon a vivir a la isla de Córcega. Para entonces su hijo Jean François ya estaba estudiando su carrera universitaria, Filosofía y Letras, en Niza. Mientras tanto, el General Franco expiraba en Madrid en 1975; fue entonces cuando Leonor y Paco, como tantos otros exiliados, tuvieron la posibilidad de regresar, de una vez por todas, a España. Intentaron vivir en Nerja, pero aún se lo prohibían las leyes -las autoridades franquistas habían condenado al ex guerrillero Francisco Bueno Ledesma a 140 años de cárcel-, así que se instalaron en El Ejido, donde tenían buenos amigos, hasta que obtuvieron el permiso oficial para residir donde quisieran. En el año 1983 pudieron comprarse un bonito apartamento en el centro de Nerja, donde pasaron tranquila y felizmente el resto de sus vidas. Su hijo Jean François, que se había establecido en París con su familia, acudía a verlos con frecuencia.
La familia Bueno García en el año 1975, justo antes de regresar a España
Leonor, la mujer que cargó a sus espaldas sin titubeos cada prueba que le puso la vida por delante, no superó, curiosamente, la cuestión de ser diez años mayor que su marido. Llevó ese complejo a tal extremo que, desde que se casó, jamás quiso celebrar su cumpleaños. Paco y Paquito no daban la menor importancia al asunto pero, por no apenar a su madre, cedían a su gusto y tampoco celebraban ellos sus respectivas onomásticas. El destino, no obstante, se negó a seguirle la corriente y Leonor falleció por causas naturales justo diez años antes que su esposo, en 1996. Lo que hace pensar que, de haber tenido ambos la misma edad, como constaba en la documentación falsa de Leonor, habrían partido el mismo año. Paco se marchó con ella -la de ellos fue una vida de separaciones y reencuentros- en el año 2006. Ambos descansan, inseparables para siempre, en el cementerio de Nerja.
El matrimonio, ya anciano, con su hijo Jean François
Francisco Bueno Ledesma, el brillante agente secreto del SIEP y audaz guerrillero, especialista en huidas de campos de concentración y en la consecución de arriesgadas misiones secretas, que tantas veces cruzó el mar y puso en peligro su vida detrás de su ideal, murió tranquilo, prácticamente en el anonimato, porque así lo quiso él mismo. Le bastó, al final de su vida, con disfrutar de la democracia con la que había soñado durante muchos años allá en el exilio. Leonor, en cambio -paradojas de la vida-, tan sencilla y discreta, siempre a la sombra de su marido, sin perseguir más sueño que el de cuidar de los suyos y asumiendo en silencio los problemas que le acarreó ser la mujer de un activista republicano, fue una de las personas homenajeadas por la Junta de Andalucía en el año 2008, dentro del marco de las actividades llevadas a cabo por la Ley de Memoria Histórica.
Homenaje de la Junta de Andalucía a Leonor García Canillas
El amor que unió a Leonor García Canillas y Francisco Bueno Ledesma -porque este relato no es más que la crónica de ese amor, a través de los años y los acontecimientos- no pereció cuando ambos envejecieron y murieron. Tan perfecta amalgama de entrega, complicidad y cariño, que se mantuvo sólida frente a guerras, campos de concentración, operaciones secretas, prisiones, separaciones y frente al mismo paso del tiempo es, como la pura energía, indestructible: solo se transforma y perdura. Y, al perdurar, se convierte en inmortal. Un amor inmortal que hoy permanece a través de su hijo, de sus nietos, del libro "El espejo para alondras" (www.espejoparaalondras.com) y de este reportaje, que -ahora sí- concluye aquí.
Nerja, mayo de 2019. De izquierda a derecha, José Aurelio Romero Navas, Mariló V. Oyonarte, Jean François Bueno (hijo de Leonor y Paco) y Carlos Luengo
Escrito por Mariló V. Oyonarte
Documentación histórica, José Aurelio Romero Navas y Jean François Bueno
Fotografías, archivo de Jean François Bueno y Carlos Luengo.
- Accede desde aquí a la primera parte.