
Desde la perspectiva de sus más de cuatrocientos años de historia, esta casa y Manolo Herrero hacen un repaso, cogidos de la mano, de los momentos más importantes de las vidas de ambos.

Palacio de los Condes de Frigiliana. Foto de Sebastián García Acosta
Soy la Casa de los Condes de Frigiliana, conocida y considerada como una de las construcciones de mayor mérito de mi lugar. Y no me limito a figurar como un estático monumento sin más cometido que su valor histórico o arquitectónico, sino que, además, constituyo la base de la última fábrica de miel de caña que permanece activa en toda Europa; la única que ha sobrevivido -de las muchas que existieron por estos lares- al azaroso devenir del progreso. Porque debéis saber que durante varios siglos la producción de azúcar y miel de caña fue un próspero negocio que dio trabajo a cientos de familias de la costa mediterránea. Desde Almería hasta Málaga -Adra, Almuñécar, Motril, Salobreña, Maro, Nerja, Torrox, Vélez Málaga…- fueron muchas las poblaciones que contaban con su propia fábrica de azúcar y miel, como lo sigo siendo yo aún para Frigiliana.

La época dorada de la industria azucarera -mi época dorada, también- llegó a su fin a principios del siglo XX. Varios factores se aliaron para contribuir a esa extinción, entre ellos los impuestos a la fabricación de azúcar, la escasez de leña para las calderas de las fábricas y la competencia del azúcar que llegaba de las colonias americanas. Uno a uno, los ingenios o trapiches que bordeaban la costa fueron quedando abandonados; sólo yo continué con mi labor.
Mi historia comienza en la última parte del siglo XVI -concretamente en el año 1580-, cuando se abordó mi construcción, con materiales de la antigua fortaleza árabe del Cerro de Lízar por cierto, por orden de don Iñigo Manrique de Lara. Al mismo tiempo, mi señor levantó otros edificios de renombre como la Iglesia Parroquial y la Casa del Apero, además de una veintena de casas "hechas a la malicia", como se decía en aquellos tiempos de las construcciones que no seguían una ordenación urbanística concreta. Me acuerdo muy bien de aquella Frigiliana minúscula y humilde, de poco más de cien habitantes, repoblada tras la expulsión de los moriscos con colonos o "cristianos viejos" traídos de otras tierras por don Iñigo; estos nuevos vecinos eran gente muy humilde, que debía "permanecer descaperuzada" -es decir, sin sombrero- en presencia de aquel noble señor de pecho constelado de condecoraciones, como clara señal de vasallaje.



Conozco a Manolo desde siempre, pues es natural de Frigiliana y jamás se ha movido de aquí. Nació en el año 1940, cuando en nuestro pueblo había mulos y cabras en lugar de coches, y corrales en vez de tiendas de artesanía; yo lo veía con frecuencia jugar con otros niños en la placeta que hay delante de mi fachada principal. Cuando cumplió los dieciséis años atravesó el umbral de mi puerta para entrar a formar parte de los trabajadores de la fábrica de miel de caña Nuestra Señora del Carmen -donde también trabajaban sus tíos-, y ya no salió de aquí hasta que cumplió los sesenta y siete. Me parece que lo estoy viendo tal y como era entonces, inquieto, capaz y voluntarioso. Empezó desde abajo y desempeñó sin rechistar todas las tareas que le encomendaban como pinche, trayendo leña, al pie de la caldera, vigilando la picadora y los molinos o limpiando instalaciones, hasta que, con los años, llegó a ser capataz de producción, cargo con el que se jubiló. Sé -y para mí es todo un honor- que me considera su segunda casa, y lo he visto emocionarse más de una vez cuando se acerca por aquí y mira mi fachada con nostalgia. Por eso creo que nadie mejor que él os puede explicar cómo es el proceso de fabricación de la miel de caña, al tiempo que os muestra mi interior, las instalaciones del Ingenio del Carmen. Escuchad su relato...

"Toda la vida he estado yo trabajando en el ingenio; lo conozco como si fuera mi casa. ¡Además apenas ha cambiado en tantos años! Sólo una parte de las máquinas, que son nuevas. Aquí a la entrada había una plazoleta empedrada con una báscula, donde se paraban las bestias cargadas, para pesar la caña. Luego pasaban por el lateral derecho y llegaban hasta la puerta de la fábrica, en cuya entrada hay un ensanche donde descargaban los haces de caña recién cortada. Todo esto que veis está igual que entonces, no ha cambiado apenas. En un lateral del edificio, arriba, una red de acequias con mucha pendiente -los "ceatillos" los llamábamos- traía el agua del río Higuerón para mover los molinos, a los que les decíamos "las maquinillas".

"A continuación las cañas pasaban por una cinta transportadora que las dirigía a una rueda picadora y tres molinos, uno detrás de otro, cada uno con distinta fuerza. Primero pasaban por uno, luego por otro más fino y luego por otro más, hasta que la caña se quedaba "estrujaíca" del todo. Esta de aquí es la maquinaria original, que ya no se utiliza porque ahora no se muele caña, sino que el jugo se trae de otros países para transformarlo en miel, porque aquí la caña ya casi no se cultiva. Pero los molinos originales todavía funcionan perfectamente."


"Al pie de cada molino había dos trabajadores; uno de ellos tenía que estar pendiente de que la caña no se enredara en las ruedas. Conforme la caña se estrujaba, el caldo iba escurriendo por una conducción en el suelo que lo llevaba a unos filtros antes de pasarlo a la zona de cocción, mientras que otro trabajador iba comprobando, a medida que chorreaba, que ese caldo saliera limpio y no llevase espuma ni broza de ninguna clase."


"El zumo de la caña una vez filtrado -o sea, el caldo- pasaba luego a la sala que llamamos cocina, porque es eso, una cocina grande. Esta sala está equipada con unos depósitos que se llaman pailas, donde el caldo se cuece durante dos horas -hasta que la espuma sobresale por encima de las pailas- con el vapor que genera la caldera. Ese caldo se depura y se concentra con la cocción y se convierte en lo que nosotros llamamos jarabe. El jarabe sale luego de las pailas y se vuelve a filtrar; después pasa por un concentrador que elimina el exceso de agua y controla su espesor y dulzura; el producto resultante es la miel de caña pura. Y ya sólo queda envasarla. Antes se hacía todo a mano: la miel salía por unos grifos y se iban llenando los botes uno a uno, pero ahora hay una máquina envasadora, en una sala colindante con la cocina."



Como veis, Manolo tiene mucho que contar. A su explicación quiero añadir yo que antiguamente había siempre una pareja de carabineros o guardias civiles montando guardia desde el coro de mi antigua capilla, pues las autoridades temían que, junto con el azúcar y la miel, se fabricase también licor de forma clandestina, actividad para la que la fábrica no tenía autorización.
En lo más profundo de mis sótanos -las mazmorras, en tiempos muy lejanos- se conserva la antigua caldera de leña que se utilizaba para generar el vapor que cocía el caldo de las pailas. Proviene del desguace de un viejo barco del siglo XVIII atracado en el puerto de Málaga, y durante muchísimo tiempo fue la única fuente de energía de toda la fábrica. Aunque hace unos años que ya no se utiliza -fue sustituida por una moderna y eficiente caldera de gasoil- esa bella reliquia de otros tiempos todavía funciona a la perfección. La familia del conde de Frigiliana se encargó además de comprar una parte de bosque en la sierra de la Almijara para disponer de la ingente cantidad de leña que consumía dicha caldera.

Mi amigo Manolo opina que nada ha cambiado, pero yo, que veo las cosas a otra escala -es el privilegio que me conceden mis cuatro siglos de edad- os digo que sí acuso ciertos cambios. Y el principal de ellos es que ahora sólo quedo yo. Echo de menos los tiempos en que los campos de caña de azúcar verdeaban sin límites y las esbeltas chimeneas de ladrillo de otras fábricas hermanas se recortaban en el horizonte; añoro las voces de los cortadores de caña, que venían de todas partes para la recolección, y las de mis trabajadores llenando las salas, mientras en los alrededores los arrieros y sus bestias se afanaban trayendo caña para moler y leña para quemar, que se amontonaba, fragante e impregnada de resina, en el patio trasero…



Manolo me ha dicho muchas veces, a su manera, que recuerda con cariño y agradecimiento los años que trabajó con nosotros; yo le digo -a mi manera, también- que el agradecimiento es mutuo, pues dedicó al Ingenio toda su vida laboral. Era ciertamente un trabajo duro, más que ahora, con turnos de muchas horas que exigían cambios en los horarios y en la rutina diaria de los empleados; en algunos puestos, además, el esfuerzo físico era considerable. Pero quienes trabajaban aquí se consideraban, en verdad, afortunados.

Veo, desde el altozano sobre el que me construyeron, extenderse el pueblo a mis pies, blanco y cuidado, y un poco más allá, la línea azul del mar. Y veo, por encima de mi tejado, en la falda del Cerro de Lízar, los últimos campos de Frigiliana sembrados de caña azucarera. Nadie sabe qué traerá el futuro, y la vida, desde luego, no se detendrá al final de esta historia. Pero los hechos están ahí: la calidad de nuestra miel es reconocida por todos, exportamos a varios países del mundo e incluso celebramos, una vez al año, nuestro "Día de la Miel de Caña". Tengo fe, por lo tanto, en que la fábrica seguirá adelante mucho tiempo más.

Colaboradores: Sebastián García Acosta, Antonio Sánchez Sánchez "el maestro" y José Aurelio Romero Navas
Fotografías y vídeos: Sebastián García Acosta y José Luis Hidalgo Aguado.
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