Las “barrancás”

Tema de obligada actualidad estos días lo constituye el tiempo atmosférico – no el otro, el cronológico, que siempre lo es -, que parece haberse vuelto loco, y que nos castiga de manera cruel y despiadada en ocasiones. 

 Para constatarlo, huelga mencionar la terrible “dana” de Valencia, o las lluvias torrenciales y demás fenómenos meteorológicos extremos que últimamente venimos padeciendo. Pero esto, aunque los adanistas de guardia intenten convencernos de que es nuevo en nuestro mundo, no lo es. De hecho, hubo un tiempo en que llovía a menudo con violencia: se abrían los cielos y jarreaba, caía agua a cántaros; el diluvio universal se instalaba en nuestras calles y plazas cacineñas. Si de tormenta se trataba, se propagaba entre el chiquillerío el pánico y el pavor, al vislumbrar los garabatos que los rayos componían en los cielos cerrados, tras la tremebunda deflagración del trueno. Durante ese espacio de tiempo, lógicamente la gente se retraía, se retiraba a la chimenea de la casa, si era invierno, o tras las puertas y ventanas, si se trataba del verano. Mientras duraba la tormenta, los autóctonos no perdían ripio de la intensidad de la lluvia, pues eran conscientes de los daños que unas lluvias desencadenadas y sin brida torrenciales podían provocar en sus propiedades rústicas, e incluso en las urbanas.

 Recuerdo que en varias ocasiones los chaveas nos íbamos a presenciar los últimos coletazos del temporal en la zona que llamábamos “la estación”, a la salida del pueblo en dirección al Portichuelo y Ochíchar, de donde provenían las “barrancás” más turbulentas y potentes: el barranco del Higuerón. Era todo un espectáculo observar cómo algunas veces el torrente que discurría por el barranco    mencionado, saltaba el puente de Cijuela, que da acceso al Pingurucho, y discurría con inusitada virulencia por detrás de las casas de la estación, frente a las eras, mordiendo literalmente los corrales de las viviendas, y llevándose partes de ellos en volandas. Contemplar aquella fuerza de la naturaleza desatada nos sobrecogía.

 Una tarde de lluvia espesa y recia, bastante gente del pueblo se trasladó al cruce de Cacín, pasado elrío, donde la carretera se bifurcaba: a la izquierda, hacia Alhama; a la derecha en dirección al Turro y a Moraleda de Zafayona. La exhibición de poderío de la naturaleza estaba servida: grandes bloques de aquella montaña arcillosa, el “tercio”, propiedad de Manolo “el encargao”, se estaban deslizando ladera abajo con gran fragor, hasta desmoronarse en el borde mismo de la carretera. Ver una montaña derrumbarse a cachos no es una función fútil ni baladí: impresionaba, activaba la producción de adrenalina, y había que verlo, en directo, y a escasa distancia de la acción; el riesgo no se evaluaba entonces. Corrió la voz de que más abajo, en dirección al Turro, en el paraje conocido por el “Vao (vado) Santa Cruz”, se había cortado la carretera, que era ya el no va más, la novedad máxima. Hasta allí nos desplazamos; pocas veces se podía contemplar una catástrofe de tal magnitud. En efecto, allí estaba, en medio, un enorme peñón que había rodado ladera abajo, hasta taponar la carretera, y que impedía el tránsito de vehículos. Los responsables del Ayuntamiento del pueblo, conocedores de la gravedad del asunto y del peligro que suponía aquella mole atascando la vía, buscaban la forma de señalizarlo y advertirlo a los posibles conductores, que, aunque no muy numerosos, los había. Y no hallando en sus almacenes nada más apropiado, colocaron un disco triangular con un palote vertical de peligro, y una leyenda que rezaba:

“Atención – Gravilla suelta”

 Así era, es, la gente de Comacón. ¡Ni en carnavales se podía ser más ocurrente!