Pude disfrutar como nunca en esa coqueta y sorprendente Gustavia, la capital insular parece salida de un cuento de hadas, cualquier rincón de Córcega puede evocarte esa idílica imagen de la liliputiense ciudad insular que rebosa historia y te hace pensar que en este mundo todavía queda gente sensata, gente que hace tener un poco de esperanza en el mañana.
Uno de esos tesoros que se hizo esperar hasta que la ocasión se presentó y no la desaproveché. Digamos que de las varias veces que anduve por San Martín intentaba llegar hasta esta joya gala en el Caribe, pero algo fallaba y siempre era el horario para combinar los diferentes transportes sobre la marcha, frecuentes, pero que te han de permitir tener una horquilla con un margen prudencial para no perder la continuación del viaje y complicarte la vida con el helicóptero o el avión privado [dicho sea de paso, prácticamente prohibitivo para un retirado, incluso en aquella región], así que en la primera que se presentó, y el margen lo permitía, la escapada a San Bartolomé estaba asegurada, apenas quedaron veinte minutos para entrar en el Crucero y continuar viaje por el territorio caribeño durante el pasado febrero.
Pude disfrutar como nunca en esa coqueta y sorprendente Gustavia, la capital insular parece salida de un cuento de hadas, cualquier rincón de Córcega puede evocarte esa idílica imagen de la liliputiense ciudad insular que rebosa historia y te hace pensar que en este mundo todavía queda gente sensata, gente que hace tener un poco de esperanza en el mañana sin tener que rehacer toda la historia para adaptarla a tu realidad mental; o lo que es lo mismo: aquella realidad que, por determinados intereses, los alienadores utilizan para hacer desaparecer el pasado y la realidad, simplemente, acabe borrando el acervo cultural acumulado durante varios siglos.
Nada más desembarcar te sorprenderá el callejero en sueco y francés, el pabellón de ambos países al viento, aunque ahora sea una isla totalmente francesa, no renuncia a su pasado. Otra cosa que no te dejará de sorprender es el lujo y la pulcritud de todo lo que te encuentras a tu paso, las mejores marcas tienen allí sus negocios y, aunque durante mi visita no me encontré con ningún famoso, de algo deben de vivir o de lo contrario serían negocios no poco claros. Es cierto que los famosos se aposentaron y allí viven en lujosas mansiones y no menos espléndidos yates en su rada a una temperatura que, para la invernal Europa, parece todo un sueño.
No hay que olvidar la calurosa bienvenida que suelen darte los lugareños a poco que interactúes, la tranquilidad está por encima de todo y disfrutar de su ocio es una delicia al alcance de todos. Curiosamente la parte de hostelería para el que se escapa a la isla, tampoco es onerosa y permite reponer fuerzas sin tener que arruinarse [el trayecto marítimo que realicé tenía un costo poco más alto que el trayecto Ibiza-Formentera y, sin embargo, la belleza es simplemente lujuriosa: la vegetación, a pesar de las escasas precipitaciones, aprovecha para darle un manto verde y florido que es todo un estímulo para los sentidos] en un lugar donde lo más caro es el alojamiento, ahí sí que verdaderamente cualquier establecimiento te hace un verdadero agujero en la cartera.
Quizá las palabras del Alcalde Bruno Magras sean mas que suficientes para reflejar el espíritu de sus gentes: “El éxito de nuestra isla responde a una sutil alquimia, mezcla de modernidad y tradición; lujo y sencillez, naturaleza y sofisticación”.Con ese par de líneas, el munícipe nos resume la gran realidad de esta tierra cargada de historia que recuerda, con orgullo, su pasado y mira, con inusitada versatilidad, su futuro.
Recordemos que a la isla se puede llegar por avión a partir del Reina Juliana de San Martín [hay conexiones aéreas con varias islas de ensueño y la lista se haría extensa si ampliamos las posibilidades al uso del helicóptero]. Eso sí, para poder operar con el pequeño aeropuerto los pilotos han de tener una licencia especial ante la dificultad que representa el aterrizaje de ese medio de transporte. Evidentemente, no operan aparatos de centenares de personas que colapsarían y desmontarían la idílica tierra en un santiamén. Por supuesto, los precios no tienen nada que ver con esos que uno encuentra para volar por la capitales europeas, al margen de tratarse anodinos trayectos que en nada se parecen a los de San Martín-San Bartolomé; por cierto estaban preparando los festejos del 25 aniversario de la compañía aérea local St. Barth Commuter.
Repasemos un poco la historia de esta tierra, nos encontramos toda una lección magistral; en su escudo aparece OUANALAO [nombre anterior a la llegada de Colón. Hoy un guerrero de ese origen aparece en la rotonda de la carretera que nos lleva a St. Jean y desde allí se divisa el pequeño y arriesgado aeropuerto insular]. Las tres flores de lis representan a los soberanos franceses, la Cruz de Malta su pertenencia a la Orden Hospitalaria entre 1651 y 1665; la corona mural, atribuida a las plazas fuertes; otras tres coronas representan a la monarquía sueca y el período 1785 a 1878, los pelícanos a la omnipresente y representativa ave que majestuosamente vuela sobre las aguas y se posa con una tranquilidad pasmosa en su rada.
El nombre de San Bartolomé lo recibió en honor del hermano de Cristóbal Colón que la avistó en 1493 [curiosamente nada de ese período queda reflejado en su heráldica, como si quisieran ignorar aquel histórico desembarco ¿o es una muestra más del chovinismo francés?]. Como en otras referencias alusivas al Caribe galo, en 1648 aparecía el Comandante de la Orden de Malta, Philippe de Longvilliers de Poincy, Señor de Poincy decidió habitarla y confió la empresa a Jacques Gente que, años más tarde, llegó con medio centenar de colonos que serían masacrados poco después por los aborígenes, concretamente en mayo de 1656; el siguiente intento fue en 1659, la expedición estaba compuesta por bretones y normandos que aguantaron hasta 1665 cuando la isla fue reasignada a la Compañía de las Indias Occidentales dependiente de Guadalupe para todos los asuntos y continuaría un período de la historia del Caribe donde el capítulo protagonista es el de la piratería. En 1784 la historia insular daría un cambio radical con el trueque que Luís XVI realizó con el soberano sueco Gustavo III que le cedía unos depósitos en la zona portuaria de Gotemburgo (Suecia) y la isla conocerá un inesperado período de prosperidad que parece perdurar prácticamente dos siglos después.
Los primeros suecos [apenas medio centenar, hasta ese momento el pueblo se llamaba Puerto del Carenado] tomaron posesión de la isla el 7 de marzo de 1785 y planificaron la construcción de Gustavia [nombre dado en 1786 en honor del monarca sueco Gustavo III], en esos momentos vivían allí 23 personas, seis de ellas eran esclavos. La ciudad fue planificada por el doctor Samuel Fahlberg, a la sazón un excelente cartógrafo y cuya cuadrícula superó la historia: sigue ahí, desafiando al tiempo y la estolidez de los que les siguieron y conservando su peculiar encanto. El planificador detalló 403 lotes de terreno para ubicar 954 casas y 452 pozos o cisternas. En los inicios del XIX, casi alcanzó los 6.000 vecinos que vivían gracias a los negocios que generaba su carácter de puerto franco.
Es cierto que los suecos decidieron devolverla a Francia poco después del terrible incendio de 1852 que devastó Gustavia. Oscar II dio el paso y hoy tenemos la Plaza de la Retrocesión justo delante de la Iglesia Anglicana, el acto se firmó el 16 de marzo de 1878, sería respaldado un año después por la comunidad local mediante un referéndum que decidió adquirir la nacionalidad francesa [por una aplastante mayoría de 350 votos de los 352 posibles].
En 1946 la isla se convertía en una Comuna dependiente de Guadalupe hasta que el 15 de julio del 2007 se forma la actual colectividad territorial que, a efectos prácticos, hacen la vida más sencilla. Está considerada tierra francesa y rige el mismo estatus que en cualquier otra tierra gala; envía un Senador a París.
Junto al Ayuntamiento está la antigua casa del Gobernador Sueco (Calle Pitea, nombre de una ciudad sueca) que funge como museo y es conocida popularmente por la Casa de Piedra o Casa Steinmetz. Al momento de visitarla recogía una retrospectiva histórica de Gustavia, justo a sus espaldas encontramos el Fuerte Oscar coronando el altozano [actualmente da cobijo a la Gendarmería, en su día fue el Centro de Escucha de los franceses, o sea, el contraespionaje; no deja de ser un recinto curioso visto desde la distancia ya que no es posible acceder al mismo, pero desde la otra cumbre permite tener una hermosa estampa de la ciudad] y, frente a él, un sendero nos llevará a otro fuerte sueco Fort Karl [era el hermano del soberano Carlos III], se trata de unas cuantas piedras y se llega a él tras dejar atrás, y a la derecha, la planta de aguas; hay que hacer un gran ejercicio para intentar adaptar tu mente a lo que fue originalmente esa construcción y lo mismo nos sucederá con el otro Fuerte Gustavo con restos de una batería defensiva de diez cañones abandonados en 1844, apenas quedan restos de la primigenia construcción. Fue rebautizada “Espace Météo Caraïbe” en el 2004 y se trató de recuperar en 2011, para convertirse en el Espacio Gustavo III en el 2015 íntegramente dedicado a recoger el pasado sueco y sellar la amistad galo-sueca, hay ruinas y apenas quedan unas piedras del puesto de guardia, algún pozo, la última estación meteorológica y desvencijados cañones [otros fueron llevados al museo de Kalskrona-Suecia y allí están expuestos desde el 2011]. Está emplazado justo en la montañita que divisamos nada más desembarcar en Gustavia, allí se localiza un faro levantado en 1961 [su linterna original la podemos encontrar en el Museo, el faro está ahora totalmente automatizado]. Este inmueble está catalogado y por tanto considerado monumento histórico protegido; al lado nos encontramos el grupo escultórico dedicado a August Nyman, el héroe de 1810, que evitó una masacre cuando, siendo cabo, desobedeció las órdenes para repeler la revuelta popular, sus restos descansan bajo los pies del monumento a pocos centenares de metros del aeropuerto.
Digamos que hay todavía una decena larga de edificios suecos en pie a pesar de los avatares meteorológicos que suele padecer la región, especialmente es recordada la devastación provocada por el huracán del 2 de agosto de 1837. La mayoría de ellos fueron reconstruidos y recuperaron su esplendor original y, aunque el uso actual ya no sea el primigenio, suelen ostentar alguna placa histórica bilingüe francés-sueco de ese pasado en el que fueron mudos protagonistas de una vida social genuinamente original para sus propietarios originales y que, los diferentes pobladores, por los que todavía corre la sangre de los que les precedieron, recuerdan con orgullo y se la transmiten al visitante. Vaya que me recuerda al lugar en que vivo donde, a cada cambio electoral, le sucede un rebautizo callejero: la estolidez no tiene fin y a agrandar la factura de gastos que, evidentemente, sufragamos todos mientras hay calles sin asfaltar y el casco histórico parece representar cualquier lugar de la Vieja Habana, por su abandono; ya ni quiero extenderme con el monstruo nacionalista que se ha apoderado de la calle de una manera vergonzosa y con el beneplácito de unos políticos amantes de la interpretación y poco responsables de lo que es el espacio público.
Otro edificio que sigue igual que en el XIX es la Casa Dinzey (El Bergantín) que es propiedad del Cónsul Honorario de Suecia, un claro ejemplo de inmueble burgués de la época en la región escandinava, lo levantó Sir Richard Dinzey, hijo del gobernador de Saba, que llegó a St. Barth en 1808, se trata del primer inmueble inscrito en la lista de edificios históricos y estuvo en manos del mismo linaje hasta el 30 de abril de 1959 cuando murió la última de la saga de esta aristocrática familia: Julia Dinzey.
Casi enfrente está el ancla que en 1980 recuperaron los norteamericanos y se colocó en la Plaza de la Restitución, muy cerca de la oficina de turismo a la que pude acceder de lado: la puerta apenas tiene un metro de anchura y es de doble hoja, cosa que reduce el espacio para entrar, salvo si eres del género pitufo. Estaba atendida por dos simpáticas y dicharacheras muchachas que me ofrecieron infinidad de material para que me empapara sobre la historia local. ¡Qué contraste! En España hay sitios capitalinos en los que a duras penas te dan un mapa fotocopiado con el callejero del casco histórico, las chicas de Gustavia me dieron toda clase de explicaciones y más de cuatro kilos de material informativo. ¡Chapeau!
Casi en el mismo entorno nos encontramos la Plaza Vanadis que se abre al mar (o la ensenada), fue una remodelación urbanística inaugurada el 20 de noviembre de 1996 y honra a la famosa fragata sueca que abandonaba St. Barth el 16 de marzo de 1878. En ella se encuentra el célebre Neptuno tridente regalado por la organización mutual de los marineros suecos como forma de simbolizar y sellar la amistad tradicional entre ambos pueblos y la historia de la isla. Justo seguimos ese paseo y llegamos al actual ayuntamiento [desde julio 2007, pero el edificio fue inaugurado en 2002]. Si entramos, saldremos por detrás, lado del cerro o montañita, donde encontraremos varias esculturas del artista sueco Bjorn Okholm Skaarup “El carnaval de los animales” en un principio pensaba que estaban inspiradas en las fábulas de La Fontaine.
Dependiendo del tiempo de estancia uno podrá descubrir interesantes lugares de la isla, los playeros tienen una veintena de espacios debidamente señalizados alrededor de su tortuosa orografía, aunque accesibles en la mayoría de casos con coche y pequeños paseos, la más cercana a la capital es la Bahía de las Conchas [se accede desde el camino de hormigón que parte cerca del Fuerte Karl, de hecho la misma calle nos la indica Rue de la Plage] personalmente recomendaría las de Saint Jean y Marigot.
Para los amantes de la ornitología nada mejor que visitar los humedales de la Gran Salina o los del Cul de Sac que son espacios bastante próximos y también zonas de las playas; algunas de las calas sólo son accesibles por mar y, en muchos casos, se recomienda llevar sandalias de plástico [me recuerda mi infancia feliz en el río de Alhama subiendo y bajando con ese calzado para caminar más deprisa sobre el lecho rocoso o los arenales de algunos meandros] para evitarnos algún que otro corte que producen los guijarros o restos de conchas, incluso para meternos en el agua, si no queremos encontrarnos con unos pies que parecen salidos de una zarza como las que crecían a su aire en los entornos de la Acequia Alta que en nada se parece ya a mis recuerdos de infancia. Su flora se compone, básicamente, se zarzales, cactus, sabanas de hierba y zonas de peñascos, aunque el hombre ha creado verdaderas joyas en los jardines de sus mansiones, la época invernal se ve favorecida por las lluvias, todo un festival y dan un peculiar colorido a su manto vegetal, al margen de refrescar el ambiente.
Quizá la playa de San Juan sea la más agradable porque tiene el añadido del espectáculo del aterrizaje y despegue de los aviones que pisan estos pagos, de menor tamaño, eso sí, pero no dejan de ser similares sensaciones que los tantas veces encontradas en Youtube. Los autóctonos y las familias suelen decantarse por Lorient y el añadido de no tener masificación o de ser un auténtico Robinson Crusoe en este masificado siglo XXI. Si lo que busca es una arena fina, aunque no de aguas tranquilas, tendrá que irse hasta Flamands mientras que los surfistas tendrían que decantarse por la zona de Toiny, poco recomendable para los que apenas saben nadar debido a sus fuertes corrientes.
La isla apenas tiene 25 km², poco más de 10.000 almas y una accidentada orografía que no llega a superar los 300 metros de altitud; su exclusividad de villas de lujo le han granjeado una fama y un nivel que pocas zonas del mundo superan. Los precios son de ensueño y lo habitual es que esos “paraísos” coticen entre 10 y 30 millones de dólares cuando se ponen a la venta, generalmente por grandes firmas que gestionan los patrimonios de los potentados en este permanente paraíso hasta que los huracanes hacen de las suyas. Resumiendo. ¡Qué bien viven los que viven bien!, aunque también podríamos finalizar con ¡qué poco somos!