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PALABRAS PRONUNCIADAS EN EL HOMENAJE
Queridos Agustín y Manolo:
Como bien nos enseñasteis, las lecciones bien aprendidas son aquellas que no se olvidan, por lo que nos hemos aplicado en no olvidar cuanto de noble y elevado recibimos.
Creo, con la mayor sinceridad, que nos enseñasteis para no olvidar, en el positivo sentido del que hablamos, y que jamás, a pesar de los años transcurridos y de los múltiples avatares y circunstancias por los que han ido atravesando nuestras vidas, nosotros no hemos olvidado.
Ha podido suceder, cómo así ha sido, que hemos dejado pasar demasiado tiempo para expresaros nuestro afecto y gratitud todos a una, ya que personalmente cuantos estamos aquí, lo hemos hecho allí donde hemos tenido la menor oportunidad para ello, como así seguiremos haciéndolo a lo largo de nuestras vidas.
El que este acto tenga lugar ahora, después de tantos años, probablemente lo ha querido así haya sido por así el destino para, precisamente dejando pasar tanto tiempo, poner bien de manifiesto que ese cariño era y sigue siendo de tal dimensión que ni siquiera el paso de más de medio siglo en algunos casos, de cuatro décadas en la mayoría de todos, podía hacerlo mermar y, aún menos, desaparecer de los sentimientos de todos y cada uno de nosotros.
Todo lo contrario, ha sucedido que el paso de lustros y décadas nos ha hecho a todos, al mismo tiempo que la vida nos ha ido dando otras muy diversas enseñanzas, comprender más justamente la enorme importancia que tienen las primeras lecciones que aprendemos, cuando se tiene la suerte de que el maestro o profesor que las imparte ya es una referencia en sí para que el alumno, especialmente cuando aún es niño, observe lo que es humanidad y generosidad.
Así, queridos maestros nuestros, el transcurrir de nuestras vidas sobre este último medio siglo, lo que ha conllevado es recordaros cada vez más, dándole a nuestra afectividad hacia vosotros la magnitud emotiva que tan justamente correspondía.
De tal suerte que, cuantos hoy nos hemos vuelto a reunir entorno a vosotros para recordar vuestras enseñanzas, bien en aquella escuela del Paseo -la que puede que haya desaparecido del lugar que ocupaba pero que se ha quedado, y para siempre, en lo mejor de nuestros corazones-, o en “las academias” por las que pasamos, bien en la calles de Bermejas, San Matías, las Peñas o en la de Portillo Naveros, estamos aquí para daros fiel cumplimiento de la lección que nos enseñasteis y que hoy, siguiendo el dictado de lo mejor de nuestros sentimientos, venimos a pronunciaros directa y personalmente, cuantos nos ha sido posible.
Se trata de la lección elevada e inigualable de un gran apego que, en el transcurso de todos estos años, desde los mismos de nuestra niñez y primeros de juventud, hemos venido preparando cada a uno a nuestra manera y que ahora, aunando todos a una le expresión de nuestras efusiones, profunda y hermosamente todos a una, os ofrecemos.
Es una enseñanza que comenzamos a captar en aquellos años y que todos y cada uno de nosotros, ha procurado, ¡y de que manera!, ir empollándola cada vez más para pronunciárosla hoy, con la seguridad de que ya jamás dudaremos si la aprendimos adecuadamente para no olvidarla.
Hemos preparado todos unidos estos viejos deberes pendientes y aquí estamos dispuestos a dar cumplida cuenta de los mismos ante vosotros.
A Cristóbal y a mí, en este caso, nos ha tocado, ¡bendito y hermoso honor!, el recoger, en la medida que ello nos era posible, el sentir unánime de todos y, poniéndolo en nuestras voces, pues en lo mejor de los corazones ya estaba desde hace muchos años, dar cumplida y pública cuenta de los referidos deberes comunes aún pendientes de gratitud y reconocimiento, volviendo a subirnos a la vieja tarima de nuestros recuerdos, la que se encontraba entre las dos grandes pizarras.
Quizás, ni Cristóbal, ni yo, éramos los más idóneos para este cometido, cuando tantos y tantos de nuestros compañeros, bastantes aquí presentes, ya pusieron bien de relieve su singularidad para el saber y el sentir. Ahora bien, puedo asegurar que ninguno de los dos nos hemos rezagado en el deseo, aunque si en el tiempo, para efectuar esta comparecencia.
Dado que la lección no la hemos preludiado en estos últimos días, sino que ha sido elaborada durante tantos años, prácticamente desde los días en que nos dabais vuestras diarias clases, contamos con los apuntes que todos nosotros, vuestros discípulos, guardábamos para cuando llegase este momento.
De esta manera, a la par que hemos recibido esta aportación conmovedora de muchos de vuestros alumnos y compañeros nuestros de aquellos años, también nos la han enviado, con un especial encargo de afecto hacia vosotros, los que encontrándose por las más diversas geografía, no han podido estar aquí esta tarde. También tenemos ¡y de que manera!, las nobles anotaciones que han permaneciendo en nuestros corazones de varios compañeros que, quizás más que nunca, no viéndolos físicamente, sí están ahora mismo entre nosotros, junto a vosotros, participando plenamente en este reencuentro lleno de ternura que va mucho más allá de lo meramente físico, ya que los es elevadamente emocional con vosotros y con lo que ha sido toda una gran parte de nuestras propias existencias.
Así, al encontrarse entre todos y cada uno de nosotros, en algunos casos de una forma profundamente inseparable, NO justificamos la ausencia del bueno de Tomás, el primero de vuestros alumnos que en plena juventud hubo de tomar el camino que lleva a la otra Orilla; ni la de Félix-Luis, quien junto a vuestras lecciones de Latín y Francés, elogió vuestra humanidad, lección que jamás olvido en los años que vivió; ni la de Bernardo Espejo Fernández, en todo momento lleno de dinamismo y siempre afectuoso; ni la de Lucas, con sus constantes ilusiones de viajar para algún día, quizás como el de esta misma tarde, volver a estar aquí, ni la del sencillo y bueno de Pepe Lozano que cuando nos veíamos hablaba también de vosotros,... ni a ningún otro compañero más que, en estos momentos, nuestra frágil memoria, no les identifique pero que igualmente están aquí.
Como lo está, y muy especialmente, el inolvidable de Justo el que, desde la corta distancia de los tres meses que hace precisamente en este día de su marcha -lo que quizás no sea una causalidad el celebrar aquí y ahora este acto-, nos dice, como lo hizo en el pasado septiembre, precisamente la última vez que hable con él, “que el no podía faltar a este homenaje tanto por ti, Agustín, como por, ti Manolo”, lo que estoy seguro que, junto a todos los demás, ha cumplido haciéndolo con la sonrisa de bondad y la caballerosidad que le distinguía.
Que estas palabras y recuerdos no nos sirvan para entristecernos precisamente en unos momentos en los que el afecto y la alegría de estar todos juntos han de imperar. Y ha de imperar, entre otras muchas razones más, porque, precisamente, de algún modo, hemos conseguido también que los que definitivamente se marcharon se encuentren emocionalmente aquí, entre nosotros, como sucede, querido Agustín, con tu bondadosa e inolvidable Mercedes y, querido Manolo y Carmen, con vuestro noble e inteligente Miguel Angel, igualmente inolvidable.
Y de esta forma, recordemos lo mejor de aquellos años, pues hasta lo que nos pudo parecer duro y difícil en una que otra ocasión, hoy es ya, en nuestra memoria y en nuestro corazón, hermosamente imborrable y, en no pocas ocasiones, sumamente simpático. Por ejemplo, antes que lo recuerde el chinche y querido Antonio Pérez Zayas, cómo voy a olvidarme yo de aquél día que, una vez más, estando castigado a no tener recreo, me escapé por entre los barrotes de la ventana y, al darse la voz de “a dentro a la escuela de don Juan”, con mis prisas y nervios, no medí bien la estratagema física que realizaba para entrar por los mismos barrotes que había salido y me quedé atrapado entre ellos, permaneciendo bastante tiempo y teniéndose que requerir los servicios de Polo, el de la fragua de Eduardo Montoya, agolpándose ante la ventana lo que para mí me pareció toda Alhama, aunque al final no hubo de intervenir el émulo de Vulcano.
Sí, éramos de la escuela de don Juan López Villén y de él guardamos igualmente un grato recuerdo, plenamente superador de alguna que otra “coca”, porque demostró una buena calidad de profesor. Y en esa escuela contábamos con los que para nosotros, muy por encima de titilaciones y otras circunstancias, eran igualmente nuestros maestros: Agustín y Manolo ó, como siempre decimos para concretar más este binomio, Agustín y Vinuesa.
Sí, si no era vuestra escuela por titularidad y adjudicación legal, por propiedad, sí lo era, y ya para siempre, por vuestra vocación, profesionalidad y, sobre todo, humanidad para el ejercicio de uno de los quehaceres más sublimes que la persona puede ejercer, como es el de la enseñanza.
Recuerdo que una mañana, precisamente cuando Agustín, llegada la conclusión del recreo, me indicó que diese la voz de “A dentro”, yo exclamé con todas mis fuerzas: “A dentro a la escuela de don Agustín”. Inmediatamente, me indicó que no dijese eso, ya que él no era maestro al que correspondían esas palabras.
Hoy, querido Agustín, al volver a dar la voz, en esta ocasión en nombre de cuantos de una u otra forma participamos en este acto, de que tocaba “el entrar ya aquí, a esta escuela emocional que todos constituimos junto a vosotros”, te puedo asegurar que ni uno, absolutamente ni uno, me ha dicho que ésta con sus alumnos no corresponda, en todo su conjunto, ni a ti ni a Manolo. Lógicamente, habremos pertenecido a otras escuelas y academias, a las que el ir avanzando en nuestros estudios nos ha ido llevando, pero ésta de hoy, que en gran media conserva el enternecimiento de la de nuestro más preciado ayer, es toda vuestra y mientras vivamos uno de nosotros.
Y lo es vuestra por tantas y tan elevadas razones que, desde hace años, muchos años, jamás han podido ni desplazaros, ni imponeros el traslado, ni quitaros la titularidad, ni siquiera jubilaros. Tenéis y tendréis la titularidad de la más querida escuela que tuvimos, la que tiene una ancha, luminosa y hermosísima aula en cada uno de nuestros corazones.
Sí, quisieron en un tiempo altos halcones “quitaros vuestro palomarcico”, y quizás en buena medida lo destruyeron materialmente, pero jamás separaron de vosotros el cariño que todos vuestros alumnos os profesaron y os profesaran.
Las escuelas, bien lo sabéis vosotros y muchos de los buenos maestros en que se han convertido muchos de vuestros alumnos, varios de los cuales se encuentran esta tarde aquí, son, ante y por encima de todo, las enseñanzas que se imparten con el ejemplo de los profesores y, más aún, cuando se trata de humanidad y limpia entrega. En eso, permitirme que diga que, más que maestros, fuisteis y lo seguís siendo eméritos catedráticos que hicisteis vuestros doctorados y las más reñidas oposiciones brillantemente, por medio de alumnos que, en no pocos casos, si no llega a ser por vuestro esfuerzo, en aquel tiempo, hubiesen abandonado sus estudios tras las primeras calabazas que recibíamos en el hermoso, y solemne para nosotros, “Padre Suárez”.
Superasteis los ejercicios diarios de vuestra “demostración constante de que estabais preparados para la enseñanzas que impartíais”. Lo hicisteis una y mil veces en el transcurso de todos aquellos años, y en cientos de ocasiones de una forma magnífica e inigualable.
No fuisteis tan sólo buenos profesores, sino que tuvisteis la inspiración del buen magisterio. Como, por ejemplo, en aquella mañana de un día de Nochebuena de finales de los años cincuenta cuando, al llegar a la escuela, vimos que estaba siendo utilizada para el reparto de algunos alimentos a las personas más necesitadas. Todos, con gran gozo, recibimos la noticia de que aquél día no habría clase, y tu, querido Agustín, nos dijisteis que no solo nos fuésemos alegres por no tener clase sino, dentro de lo que era posible, porque algunas personas necesitadas estaban recibiendo algo de lo que en nuestras casas no solía faltar.
Y no fuisteis tan sólo buenos profesores, sino también avanzados pedagogos, teniendo siempre presente el tiempo y las circunstancias en que vivíamos, como por ejemplo cuando tu Manolo, de dos a tres de la tarde, cuando don Juan ya se había marchado a su casa, nos organizabas en dos grupos simbolizando a Roma y a Cartago. Roma la imperial y poderosa, Cartago la valiente y luchadora. Y así, explicándonos, pregunta tras pregunta, el significado de estos simbolismos históricos, dejando que cada uno fuese eligiendo el grupo que deseaba, resultaba que al final intentábamos quedar como cartagineses, a pesar de que ya nos habías advertido que éstos fueron derrotados por los romanos.
Y fuisteis, además de eficientes profesores, excelentes maestros del sentimiento y de la vida que en aquellos años se nos podía intentar enseñar, cuando un día nos hablasteis, en esta ocasión a la par, que quien mucho duerme poco vive, cambiando rápidamente el giro de la expresión e inculcándonos que hay que estar despiertos, muy despiertos, para vivir, en todo momento y circunstancia, adecuada y justamente.
Queridos Agustín y Manolo, igualmente, jamás olvidaremos, como comentábamos en estos días de organización de este acto, aquello que nos repetíais de que la verdad y la honradez debía de exponerse al igual que los buenos cristianos efectúan su confesión, diciendo primero los pecados más graves. Poniéndonos el ejemplo del bolsillo llena de bolas, hoy canicas, en el que había preciosas chinas y atractivas cristas junto a aquellas gordas bolas de barro, las más baratas, y resultaba que aquellas grandotas de barro eran las primeras que, en contra de todo razonamiento humano, salían por el agujero que tenía el bolsillo que, por cierto, a pesar del esmero y cuidado de nuestras madres, a prácticamente ninguno nos falto en más de una ocasión al convertir los bolsillos de nuestros pantalones en unos ciertos almacenes de toda clase de objetos.
Inmediatamente, en lo referente a la confesión, lo aprendimos todos, aunque procurábamos no llevarlo a cabo cuando nos tocaba confesarnos con el bueno de don Miguel por el “tironcillo” de orejas que nos venia a continuación. Pero, en lo referente a la verdad y a la honradez, la vida se ha encargado de que repasásemos más de una vez adecuadamente la lección para practicarla en más justa medida, aunque no en toda su dimensión, por lo que seguiremos esforzándonos para dar cumplida respuesta a ese saber actuar del que nos hablasteis.
Mirad, queridos Manolo y Agustín, si, junto a nuestros padres, participasteis en que asumiésemos bien esa lección, que cuando decidimos por fin no rezagarnos más en daros esta interpretación de nuestros afectos y gratitud, pensamos que la mejor forma, de todo corazón, era hacerlo con esa generosidad de la que tanto nos hablasteis. Por ello, en alguna medida, pero porque sabemos que así lo deseáis y emocionalmente nos lo exigís, el acto de reconocimiento que hoy estamos llevando a cabo en vuestras personas lo hacemos extensivo a todos los buenos maestros que, a lo largo de la historia -y han sido muchos años y muchos, muchísimos, maestros- ha tenido y tiene actualmente nuestra Alhama.
Os homenajeamos a vosotros, y como acto de voluntad de vuestros alumnos, respetando todo criterio, actuando como personas libres, dignas y respetuosas, lo hacemos igualmente dejando constancia de nuestro recuerdo, reconocimiento y gratitud a muchos, muchísimos maestros más.
Lo hacemos, por supuesto, desde el sentimiento y visión de que maestro no es tan sólo, ni mucho menos, el que tiene adjudicada una escuela, sino el que sabe impartir unas enseñanzas en beneficio de sus alumnos, haciéndolo con generosidad, respeto y amor a los mismos.
Asimismo, como antes decíamos, recordamos con afecto a don Juan López Villén, quien propicio aquella academia de nuestros primeros cursos de bachillerato, y también a tantas y tantas personas que no me atrevo a relacionar por temor a olvidarme tan sólo de una de ellas, lo que sin lugar a dudas sucedería por tratarse, por fortuna, de tan considerable relación y de muchos años, a pesar de la magnifica lista que al respecto me ha facilitado mi buen amigo Emilio Fernández Castro y “sus colaborares” en esta tarea, que, por cierto, han sido muchos desde que le pedí esta ayuda.
Y al hablar de estos buenos maestros de Alhama, por supuesto que igualmente hacemos referencia a las maestras que, también, las hubo y las hay realmente excepcionales, entre las que incluimos a las Hermanas Mercedarias que tanta entrega pusieron siempre en esta vocacional labor.
De este modo, insisto, desde la voluntad y decisión de un grupo de alumnos que ponen de manifiesto su cariño a sus maestros, hemos querido dejar para siempre testimonio de esta forma de pensar y sentir, recordando a todos esos maestros y maestros juntos y con vosotros. Si vosotros nos enseñasteis en alguna media esta forma de ser, es porque igualmente la habías recibido de vuestros padres y maestros, pues a quienes no piensan así, les recordamos las palabras de Fernando de Rojas cuando afirma que es miserable cosa pensar en ser maestro el que nunca supo ser discípulo.
Por ello, hemos considerado oportuno dejar testimonio material de esto, al igual que aquél día de Mayo de 1931, antes de partir para su Castilla natal, don Sixto Gutiérrez, uno de los buenos maestros de este siglo en Alhama, junto a sus alumnos, algunos aquí presentes, dejo un buen recuerdo en el que, curiosamente, todos nosotros nos hemos venido cobijando más de una vez, la morera de nuestro Patio del Carmen.
Nosotros hemos elegido la noble cerámica, material que utilizaron cuantas civilizaciones pasaron y se asentaron en estas tierras alhameñas a lo largo de los siglos.
Igualmente, continuando esa lección, la que nos ampliasteis algunos años después, hace ahora unos treinta, queremos seguir de alguna manera juntos y unidos en lo que, como compañeros de escuela y amigos de la niñez, nos es común. Por ello intentaremos volver a reunirnos, sin dejar que pase excesivo tiempo, comprometiéndonos, queridos y buenos compañeros, a seguir siendo amigos para siempre, para lo que proponemos el medio de crear una “escuela” que siga convocándonos a ello, un lugar que lo facilite en nuestros sentimientos, en síntesis, una asociación de amigos y compañeros de Alhama que, sin estatutos, reglamentos ó cargos, posibilite que, estemos donde estemos, no nos olvidemos que contamos con viejos, por los años transcurridos, y leales compañeros. Muchos, muchísimos de nosotros, quizás prácticamente todos, hemos venido ejerciendo esto, pero ahora en vuestro homenaje, queridos Manolo y Agustín, nos comprometemos a seguir haciéndolo cada vez mejor.
Se que este alumno que, haciendo uso del sentimiento de todos, ha asumido hoy el inmenso honor de daros los deberes, no lo ha hecho quizás al nivel que a vosotros os correspondía, pero vosotros nunca fuisteis intransigentes y sí muy comprensivos. Apelando a esa comprensión que tanto habló en todo momento de vuestro noble espíritu, os ruego que aceptéis la realidad de que muchos de mis compañeros y compañeras lo habrían hecho mucho mejor. Por ello, queridos maestros, continuad dándoles a todos ellos la buena nota que les corresponde, la que se que no les faltará jamás porque en todo momento la tuvimos, como es la del aprecio y cariño con que siempre, siempre, nos distinguisteis a todos y a cada uno de nosotros.
Por mi parte, y tratándose de una “plana” que en especial me dictasteis a mi una tarde de mi niñez, teniendo diez años, cuando hacía pocos meses que había muerto mi padre, os ruego que me la dispenséis para dárosla ahora después para que veáis que en aquella ocasión fui muy aplicado, observando y aprendiendo aquella lección de humanidad que, estoy seguro de ello, me impartisteis sin pretenderlo y de tal forma que jamás, nunca, en el transcurso de más de cuarenta años, he olvidado.
Así, queridos Agustín y Manolo, junto y con vosotros, recordando a todos los buenos maestros que a lo largo de la historia ha tenido nuestra Alhama, se formaliza, nuestro decidido compromiso de seguir estudiando constantemente nuestra lección de compañeros y amigos, porque, queridos y entrañables maestros, supisteis enseñarnos para no olvidar y no hemos olvidado, ni olvidaremos todo lo que vosotros y aquellos años supusieron para todos nosotros.
Muchas gracias.
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