No sé si hoy el grajo habrá volado bajo; seguramente, no. Ni bajo ni alto, al menos por estas tierras nuestras, donde hace tiempo que hemos dejado de ver a estas aves carroñeras planear sobre nuestros campos buscando los cadáveres de animales que allí abandonábamos. Pero, haya o no volado bajo, sí ha hecho un frío del carajo.
Lo comentábamos en familia mientras comíamos al medio día, calentándonos por fuera con un buen brasero, y por dentro con un vasito de vino del terreno, que hoy pegaba.
Y, con esta manía que me caracteriza de volver la vista atrás y recordar tiempos pasados, comentábamos mi mujer y yo aquellos días de frío de tiempos atrás que, no es que fuesen peores que el de hoy, pero sí que nos veíamos en múltiples ocasiones obligados a soportarlos con menos miramientos. Eso sí, teníamos la suerte de que la televisión ni nos advertía ni nos asustaba como ahora (¿cuántos días llevan avisándonos del frío que iba a hacer?); llegaba y punto.
Solía yo aprovechar las vacaciones navideñas, si el tiempo lo permitía, para ganar unos peoncillos en las aceitunas y aportar algo a la economía familiar, ya que no podría volver a hacerlo hasta el verano. Esta faena necesitaba por entonces mucha mano de obra; y hombres, mujeres y niños acudían a ella.
Podrían ser aquellas las navidades del sesenta y dos, las del sesenta y tres… Es decir, que sería yo por entonces un rapagón de alrededor de quince años. Y mi trabajo en el olivar, como el de otros muchos mozalbetes de mi edad, era recoger las aceitunas del suelo. Esta tarea, considerada de inferior categoría, la compartíamos con las mujeres. Y cómo envidiábamos a aquellos que, con algunos años más, presumían con su vara en la mano de pertenecer al grupo de los vareadores. Qué suerte, comentábamos, con un trabajo más fácil (eso pensábamos) y ganan más.
En los olivos del cortijo Los Álamos había yo recalado aquel invierno. Y los grajos, que por entonces sí que había, debían de volar a ras del suelo, porque cuando, a las nueve de la mañana nos hincábamos de rodillas para arrancar las aceitunas de la tierra helada, las manos se quedaban como témpanos de hielo.
Aquella mañana amaneció con una helada de las de campeonato. Pero el sol no llegó a calentar para derretirla. A la hora de empezar el trabajo ya estaba nublado y un vientecillo helado cortaba la cara y congelaba las manos. Pero empezamos. Eso sí, después de calentarnos en una lumbre que los mayores habían echado en un claro del olivar. Pronto apareció el dueño que nos invitó a calentarnos otra vez y propuso dejar el trabajo para el día siguiente. Pero no fue así; muy valientes nosotros y queriendo hacernos los duros, volvimos al tajo. En los rescoldos enterrábamos piedras y de vez en cuando las poníamos unos instantes en nuestras manos para darnos un poco de calor.
No mejoró mucho el día. Pero, entre el calor del trabajo, la lumbre y las piedras y los juegos del rato que nos quedaba libre tras el almuerzo, pudimos volver a casa con los diez o doce duros de aquel jornal.
Amanecieron al día siguiente el pueblo y los campos cubiertos de nieve. Sobre la silla que había junto a mi cama en las cámaras quedó la ropilla de las aceitunas y la gorra. Y en lo hondo de las escaleras, las botas de goma. No mejoró el tiempo en los días siguientes. Y, aunque sabía lo bien que venía mi pequeña aportación a la economía familiar, en el fondo deseaba que así continuase para poder disfrutar tranquilamente de aquellas vacaciones navideñas.
De una u otra forma, pronto volvería a Granada, a la rutina del estudio y las clases. Y el duro trabajo en las frías mañanas de invierno sería solo un recuerdo. Un recuerdo para mí, pero una cruda realidad para tantos y tantos niños y jóvenes. Allí seguirían mientras pudieran. Hasta que un día descubriesen que en el campo les aguardaba un oscuro porvenir y cambiasen el frío de Santa Cruz por el de las gélidas mañanas de Cataluña, el País Vasco o Alemania.
Santa Cruz, enero 2017
Luis Hinojosa Delgado