La matanza en Jayena era toda una tradición que unía a las familias y vecinos como pocas otras: la crianza y el posterior sacrificio del cerdo, también conocido como “marrano”.
Compra y crianza del cerdo: una necesidad hecha tradición
En un tiempo en que las despensas rurales dependían casi exclusivamente de lo que se produjese y conservase en casa, el cerdo se convirtió en el pilar de la alimentación familiar. Comprar y criar un cerdo, (o "marrano", o guarro), representaba una inversión en sustento y seguridad para todo el año.
En Jayena, esta costumbre solía comenzar al inicio del otoño, cuando las familias adquirían el cerdo que alimentarían con esmero durante varios meses. Este ritual, que se llevaba a cabo año tras año, comenzaba con la compra de un cerdo o “marrano”. Las personas más pudientes podían comprar dos cerdos: uno para venderlo y así costear todos los aderezos o el "testamento" del cerdo que iban a sacrificar para su propio consumo. Los menos pudientes solo se podían permitir uno a duras penas. En todos los casos, en general, el cerdo se le alimentaba con los mejores restos del campo y todas las sobras de la casa. Los niños en muchas ocasiones recogían diversos tipos de hierbas, frutos y maleza, que transportaban en espuertas, (la espuerta es una especie de cesta de esparto, palma u otra materia, con dos asas, que sirve para llevar de una parte a otra diversos materiales, entre ellos hierba etc.), para el cerdo, recogían bellotas de debajo de las encinas e incluso algunos padres mandaban a sus hijos a sacar el cerdo para que pastara en las vegas cercanas al río. El cerdo crecía fuerte y gordo, convirtiéndose en un símbolo de abundancia y sustento
El día de la matanza, el día grande
Rezan algunos refranes: Por San Martín, mata tu gorríno y destapa tu vinín. Por San Martino, prueba tu vino y mata tu cochino. Por San Martín, se mata el gorríno; por San Andrés, a dos y a tres. Por Santa Catalina (4 de diciembre), mata tu cochina. Por la Concepción (día 8) mata tu cebón. Por Navidad, flaco o gordo todo va. Si tenemos diversidad de refranes repetidos en distintas zonas rurales, ello quiere decir que el hecho en sí era importantísimo. Ello refleja que el cerdo aseguraba el abastecimiento de carne a la mayoría de las familias (jamón, costillas, tocino, chorizo...) y relativamente costaba muy poco criarlo.
Generalmente en Jayena, con la llegada del mes de diciembre, se fijaba el esperado día de la matanza, que reunía a familias, vecinos y amigos. El dueño del “marrano” se ponía en contacto con el matarife, la persona que en el pueblo se dedicaba a matar los cerdos durante esos meses. La cita comenzaba, con la llegada del matarife, cuya labor era tan crucial como respetada. Desde muy temprano, el aroma a leña encendida y cebolla cociéndose en una caldera se mezclaba con el bullicio de las familias y vecinos que se reunían para colaborar. Sacar al cerdo de su pocilga o zahúrda era un acontecimiento que reunía a todos, especialmente a los niños, quienes observaban expectantes. Uno de los primeros rituales consistía en que los hombres brindaban con una copa de aguardiente por la satisfacción de haber criado al cerdo con éxito.
Generalmente, el sacrificio se realizaba en las primeras horas del día. El cerdo era sujetado por varios hombres mientras el matarife profesional lo sacrificaba mediante un corte preciso en el cuello para desangrarlo. La sangre se recogía en un recipiente y se removía continuamente para evitar que se coagulara, ya que era fundamental para la elaboración de la morcilla.
Las mujeres cocían la cebolla en una caldera y, una vez cocida, la depositaban en una canasta hecha de mimbre o caña. La canasta se colgaba o se colocaba sobre un recipiente para escurrir toda el agua. Estas canastas tenían usos múltiples, desde escurrir alimentos hasta llevar la ropa al río para lavarla.
Cuando el cerdo ya había sido sacrificado, se colocaba sobre una mesa o tablón para eliminar el pelo, esto es literalmente se afeitaba. Se vertía agua caliente sobre el cuerpo del animal y se raspaba cuidadosamente hasta dejarlo impecable.
Una vez finalizado el raspado, el cerdo se colgaba de las patas traseras con un camal, palo grueso ligeramente curvado, del que se suspende por las patas traseras al cerdo muerto. En esta posición, se procedía al “rajado”, que consistía en abrir al animal longitudinalmente para extraer las tripas y órganos internos, como las vísceras, el corazón, los pulmones y el hígado.
Preparación de los embutidos
Mientras los matarifes y los hombres realizaban las tareas del despiece, las mujeres se dedicaban a preparar los aderezos. Las tripas (es el nombre coloquial del tubo digestivo de los seres vivos del reino animal, ya sea considerado en todo o en parte, en este caso del cerdo), del cerdo eran colocadas en canastas y llevadas al río para lavarlas cuidadosamente. Estas tripas se utilizaban para confeccionar embutidos como morcillas, chorizos y salchichas.
Al mediodía, la familia y los vecinos compartían unas migas o patatas con asadura frita, acompañadas de buen vino. Tras esta pausa, el cerdo, que había pasado la noche colgado para enfriarse y facilitar su despiece, era dividido en partes específicas según el destino de la carne: jamón, lomo, panceta, costillas, entre otras. Los jamones y las paletillas se colocaban en sal durante varios días antes de colgarlos en las habitaciones más ventiladas de la casa para su curación.
El trabajo de las mujeres continuaba con la preparación de los embutidos. Este proceso, minucioso y esencial, incluía condimentar y mezclar las especias para rellenar las tripas con masa de morcilla, chorizo, longaniza y salchicha. Los embutidos se colgaban en balcones, patios u otros lugares ventilados para su secado.
La celebración
La fiesta no estaba completa sin la presencia de los niños, quienes correteaban por el lugar, disfrutando del ambiente y aprendiendo, casi sin darse cuenta, las tradiciones que un día serían suyas.
Al caer la tarde, tras horas de trabajo conjunto, se degustaban las primeras morcillas y otras partes del cerdo, acompañadas de vino y cánticos que resonaban en el aire frío.
Conservación y legado
Durante el invierno, lo que no se consumía de inmediato se conservaba en orzas con aceite. Los lomos adobados también se guardaban en orzas, asegurando provisiones para el resto del año.
En Jayena, esta costumbre no solo aseguraba alimentos para los meses fríos, sino que también reforzaba los lazos comunitarios. Era un ritual de unión, esfuerzo compartido y agradecimiento por los frutos de la tierra y el trabajo colectivo.
Aunque el tiempo ha transformado algunas de estas tradiciones, el espíritu de aquellos días aún vive en la memoria de quienes los vivieron.
José Gutiérrez, Jayena.