Mi barquito de papel flota sobre un estanque tímido. No es grande ni deslumbrante, apenas un par de pliegues mal hechos sobre un viejo papel de periódico, recuerdo que el barquito de papel, fue de las primeras figuras de papel que aprendí a realizar.
Lleva consigo pequeñas fotografías: unas en blanco y negro, con rostros que me miran desde un tiempo no muy lejano, y otras en color, desgastadas, como si el sol se hubiera empeñado en borrar sus contornos. El barquito navega con cuidado, sin prisa, como si temiera que cualquier oleaje lo hiciera zozobrar. Entre sus pliegues descansan risas atrapadas en una tarde de verano y el aroma de un otoño lleno de hojas crujientes. Ahí están las fotografías rebosando de sonrisas, convivencias, juegos y fiestas, de aquellos tiempos en que mi sombra era más larga que mis preocupaciones.
Hoy el barquito sigue igual, ahí firme y sereno en su travesía que es infinita, como el vaivén de los recuerdos. Lo veo alejarse un poco más con cada latido, y sin embargo, mientras lo observo desaparecer, no siento tristeza. Mi barquito de papel, aunque frágil, sigue flotando, y con cada ola, me recuerda que, aunque el tiempo pase, algunos recuerdos nunca se hunden.
Mi barquito de papel
Flota el barquito de papel,
lo arrojé una tarde, en el estanque,
cuando el viento era un canto de suspiros,
llevando sueños en su piel.
El agua, dulce compañera,
lo mece entre risas y espuma.
El barquito no teme al fin,
ni al remolino que lo llama.
Mi barquito navega hacia lo eterno,
llevando en su interior un sueño:
mi niñez.
Hoy lo veo desde la orilla,
pero el tiempo, que nunca espera,
implacable, lo ha gastado.
Su blancura de luna está marchita,
y su quilla, que otrora fuera invicta,
se pierde en el abismo del pasado.
En su derrota leo un verso
que el agua me desvela:
"No temas al fin, pues cada estela
es memoria que el alma nunca olvida.".