“Azul paraíso”

Entró el verano de 2022, sí a las 11,10 horas, y en el 21 de junio como nos tenían enseñados y acostumbrados desde nuestra niñez. 

 Las vacaciones nos las daban a principio de junio y llegaban hasta octubre, y eso estudiando concretamente Bachillerato Elemental o Superior, o Preuniversitario o COU. Y, ya que estas últimas semanas hemos hablado de teatro y poesía, de algún modo quiero recordar algo de narrativa. Precisamente un cuento que escribí, como tenia por costumbre, cuando empezaba las vacaciones en Alhama y que venía a ser el recuerdo literario para cada año, éste, aunque está fechado en 1976, sé que tuvo una versión primera varios años antes. Su título “Azul paraíso” y tema, algo muy alhameño que, de una u otra forma, sufrimos por imposición: la presa que tanto mermó al rio Marchan para los alhameños y todo este inigualable paisaje que llevamos en el alma.

 ¡Feliz verano a todos los alhameños, sin exclusión alguna! Si os viene bien, aunque sea un día, daros una vuelta por lo que fue “La Huerta de Lucas Perrute”, el “Ventorrillo Bernardo” o el mismo “Camino de Los Ángeles”, desde todo esto hasta la ciudad todo de tan grato e inolvidable recuerdo.

I

 Había un hermoso río junto a aquel viejo pueblo. Era un río que fecundaba una alargada y estrecha vega. Reducido valle defendido por gigantescos tajos.

 La ciudad quedaba arriba, encima de los macizos escarpados. El río mansamente vadeaba aquellos inaccesibles murallones de piedra.

 Pocas eran las personas que descendían de la urbe al río. Con asiduidad, sólo lo hacían algunos molineros, un que otro hortelano y una atractiva muchacha a los que todos los vecinos del lugar conocían por Ojos Azules.

 Ojos Azules era una belleza de tez blanca de algodón y sus ojos de un maravilloso azul paraíso, profundos y misteriosos. Solía hablar en pocas ocasiones. Cuando lo hacía era para relatar los encantos del río.

 Siempre que le era posible tomaba el enredado camino que conducía al pequeño valle. Allí, permanecía horas y horas, sin apartar la mirada de las cristalinas aguas. Su inmovilidad tan sólo se deshacía cuando, asomándose por los horizontes la noche, se incorporaba para regresar a la ciudad.

 La visita de Ojos Azules al río tenía carácter de diaria. Cuando le era imposible bajar, una enorme tristeza le invadía y se consolaba con la esperanza de hacerlo al día siguiente.

 Y de esta manera, efectuando su diaria visita, pasaron meses y meses y hasta algunos años. Ella sólo era feliz junto al río, quizá porque se había enamorado de él y, por ello, necesitaba contemplarlo cada día más.

II

 Una vez más se impuso el invierno. Ojos Azules, acaso por estar a la intemperie tantas horas, sufriendo las inclemencias de la fría estación, cayó enferma y hubo de permanecer varios días en cama.

 Sufría Ojos Azules, más que la enfermedad le hacía padecer el no poder contemplar el río. Probablemente ese deseo de volver a su lado fue lo que hizo que se recuperase con rapidez.

 Restablecida ya, corrió hacia el rio. No se detuvo, como en otras ocasiones, a observarlo desde aquel pretil natural que coronaba los vertiginosos tajos. Estaba impaciente por volver a verlo de cerca, por oír su murmullo lo mejor posible.

 Veloz, sin la más mínima pausa, se dirigió a su lugar preferido. Cuando estuvo cerca de él, tan sólo le faltaba ascender un montículo, dejó de correr y cerró los ojos. No quería ver al río poco a poco, mientras subía la cuesta. Se le apetecía que su primera aparición de éste, tras la separación, fuese completa.

 Decidió sentarse a tientas. Una vez acomodada, abrió los ojos. Jamás tuvieron estos un abrir tan amargo: el río había desaparecido. Sólo se veían las ya secas piedras de su cauce. Todo se encontraba en el mayor de los silencios, no se oía aquel sonoro murmullo de las aguas.

 Al contemplar tan triste panorama Ojos Azules quedó brutalmente sorprendida. Palideció. Empezó a temblar sin poder controlarse. Su mirada quedó clavada en lo que fue fondo del río. No se explicaba qué había podido suceder. Precipitadamente, se incorporó y comenzó a andar y andar cauce arriba.

 Tras caminar un largo rato, un alto muro la detuvo. Su mirada, profunda y apesadumbrada, surcó de abajo a arriba el murallón de hormigón. En aquel instante comprendió porqué el rio había dejado de fluir.

 Estaba allí, encajonado, entre aquellos muros que el llamado desarrollo había levantado para prenderle, para detenerlo para siempre, para esclavizarlo y dirigirlo, para obtener de él mayor rendimiento.

 Ojos Azules no pudo contener sus lágrimas. Con un dolor que le mordía hasta el alma, comenzó a llorar. Juan aquella barrera artificial e infranqueable estuvo varias horas, hasta que las primeras sombras de la noche le obligaron a volver a la ciudad.

III

 Al siguiente día Ojos Azules averiguó quien era el director de aquella presa. Sin pérdida de tiempo fue a visitarle.

- Vengo a pedirle un favor- le dijo tímida y cabizbaja.
- Usted dirá, Señorita.
- Le ruego dejen continuar al río, que no lo detenga ese muro.

 El ingeniero quedó perplejo. No sabía cómo reaccionar. Tras unos instantes de incertidumbre le dijo:

- Eso no puede ser, esta presa es necesaria para el mejor rendimiento de muchas tierras.
- ¡Pero es que sin el río yo no podré vivir!- exclamó echándose a llorar.
- ¿Qué le pasa? ¿No me explico qué le sucede?... Cálmese y no diga más tonterías.
- No son tonterías –replicó entre sollozos-, ustedes piensan antes en el aprovechamiento de sus trabajos que en los sentimientos de las personas… y de la propia Naturaleza.
- Señorita, creo que no se encuentra bien –dijo el director mientras la conducía hasta la puerta del despacho-, hágame el favor de marcharse a su casa.
- Por favor –suplicó-, dejen aunque sea sólo un caudal muy reducido, pero que el río vuelva a existir.
- No puede ser –asentó tajante el ingeniero- , el desarrollo es el desarrollo y ha de continuar.

 No permitió el director que Ojos Azueles continuase hablando. Haciendo sonar un timbre entro en el despacho uno de sus secretarios, al que ordenó que se llevase a aquella muchacha.

IV

 Pasaron los días. A Ojos Azueles cada vez más le consumía la tristeza. Su rostro, que había sido el más bello de la ciudad, tornase pálido y seco. Sus pupilas, que en otro tiempo brillaron con maravilloso azul paraíso, se apagaron.

 Durante el día permanecía encerrada. Cuando entraba la noche volvía al recodo desde el que, durante tanto tiempo, había contemplado al río. Allí pasaba horas y horas. Llorando en silencio la ausencia del río. 

 De esa manera transcurrieron varias semanas. Y una noche, helada y silenciosa, Ojos Azueles murió en aquel mismo paraje en el que tantas veces cumplió su cita con el río, con su encantador y majestuoso río.

 Al mismo tiempo que Ojos Azueles daba su último suspiro un estrepitoso ruido se hizo oír en todo aquel contorno: el río, sacando todas sus reservas naturales, extrayendo el agua de todos sus manantiales, había hecho reventar la presa en miles de miles de pedazos. Y entonces, ya libre se desbocó cauce abajo -por donde, desde la noche de los tiempos, jamás había dejado de pasar hasta que llegaron los hombres que lo aprisionaron- dirigiéndose, arrollando todo lo que encontraba a su paso, hacia donde yacía el cadáver de Ojos Azules.

 El río con un caudal inmenso, formaba un estruendo aterrador que, a todos los vientos, lanzaban los ecos interminables de aquellos colosales tajos.

 Así hasta que divisó el cuerpo de la joven. Entonces dejó de rugir y un armonioso mormullo de pena, como si fuese un canto fúnebre, invadió la atmósfera.

 Durante esos instantes permanecieron todas las aguas concentradas junto al cadáver, como abrazadas al mismo. Tras esto, tomando a Ojos Azules, volvieron a encauzarse y, velozmente, corrieron hacia el mar.

V

Dicen que Ojos Azules, desde entonces, se encuentra en el paraíso de las profundidades marinas, junto a su río que abandonó para siempre aquellos lugares de la presa dejándolos desolados, áridos y tristes.

Otoño, 1976