Creo en Dios, juez castigador


Comenzábamos no hace mucho la reflexión sobre las características que podrían definir aquellos años en los que transcurrieron mi infancia y adolescencia. Y veíamos que la primera que salta a la vista tras la lectura de esta serie de relatos, sería, sin duda alguna, la escasez de dinero.


 Pues bien, la segunda, y no menos importante (aparte de las que atañen directamente a la infancia y que hemos visto en las dos últimas semanas), creo que tendría que ser “miedo”.

 Temíamos los niños al maestro y temíamos a los padres. Temían las mujeres a sus maridos y todos temían a cualquiera que ostentase un mínimo de autoridad. Se temía a los civiles, se temía al alcalde y se temía al alguacil. Se temía a todo y a todos.

 Y se temía a Dios. Que no es malo, por supuesto; pero sólo si nuestra relación con Él no queda reducida al miedo. “Creo en Dios Padre todopoderoso…” aprendimos en el catecismo. “Padre nuestro que estás en el cielo…” hemos rezado una y otra vez desde que nuestra madre nos enseñó las primeras oraciones antes de dormir.

 Pero nuestro corazón no sentía aquellas palabras que nuestros labios pronunciaban. Y es que, aunque maestros, curas y familiares nos hicieron aprender de memoria oraciones que no entendíamos, ellos mismos se empeñaron en inculcarnos que Dios era un ser vigilante que nunca nos perdía de vista, dispuesto a mandarnos a las calderas de Pedro Botero en cuanto nos descuidásemos y se nos ocurriera el más insignificante pensamiento lascivo.

 Intentaron hacernos comprender con mil imágenes lo mucho que había de durar la eternidad, no para superar con esperanza el miedo a lo desconocido, sino para temer el implacable castigo divino. Nos dijeron que era malo bailar, que era malo comer, que era malo amar, que era malo pensar…

 Nos hablaron mucho del infierno y muy poco del cielo. Nos hablaron mucho de miedo y muy poco de amor. Leíamos en el evangelio que Jesús nos había enseñado a hablar con Dios llamándole “Padre”; pero ahora se empeñaban todos en mostrárnoslo como juez castigador.

 No soy teólogo y mi opinión en estos temas puede ser, simplemente, un disparate, fruto de mi atrevida ignorancia. Pero pienso que, para mandarnos al infierno a la primera de cambio, a Dios no le merecía la pena hacerse hombre, vivir pobre y morir en una cruz.

 Creo que, afortunadamente, también en este aspecto nuestra sociedad ha cambiado y lo ha hecho a mejor. No es bueno el miedo, qué duda cabe. Las relaciones paterno-filiales basadas en el amor, el respeto y la confianza; las relaciones de pareja en condiciones de igualdad; la visión de agentes de la autoridad como garantes de la seguridad y el orden… esta forma de entender las relaciones humanas nos proporciona una convivencia mucho más gratificante.

 Y en cuanto a la relación del hombre con Dios, para quienes libremente y por convicción profesamos una fe, ver en Él a un padre protector y no a un severo juez es, simplemente, hacer lo que Él mismo nos enseñó. En cuanto a aquellos sacerdotes, principales responsables de nuestra formación religiosa, creo que, al igual que los maestros de la época, no hicieron más que plasmar en su apostolado lo que ellos mismos habían vivido y enseñar lo que habían aprendido. Mis sentimientos hacia los que entonces conocí no pueden ser otros que admiración, respeto y gratitud inmensa. Gracias a ellos me familiaricé en mi infancia con el cine y el teatro. Gracias a ellos pisé por primera vez un escenario. Por ellos me inicié en mis aficiones musicales. Y gracias a ellos tuve el privilegio de acceder a una formación que la sociedad de mi tiempo reservaba sólo para los hijos de padres pudientes.