Secretos del Marchán: ¡Guillermín!

Memorias de Santeña


Desde que tuvo uso de razón, Guillermín se dio cuenta de que todo en su pequeño mundo era diferente.

 Su padre se pasaba el día en la taberna borracho. Cuando los taberneros iban a cerrar, unos cuantos gamberros se lo echaban a hombros y, entre risas y algarabía, lo llevaban hasta su casa arrojándolo sobre el camastro que le servía de lecho y que, al golpe, se desbarataba estrepitosamente. Cuando oía las voces de aquella procesión despiadada, Guillermín se tapaba la cabeza con la manta y se ponía a gritar, asustado, mientras su madre se levantaba, cogía las tenazas y se apostaba detrás de la puerta dispuesta a defenderse y a defender a su hijo de aquellos desalmados que no respetaban nada ni a nadie. Esto ocurría casi todas las noches. Durante el día, la madre trabajaba aquí y allá para traer algo de comer y los cuatro trapos con que se vestían, todo sobras de las casas en donde se dejaba el pellejo. El marido sólo contaba como una pesadilla.

 En este clima de pobreza y semiabandono crecía Guillermín, víctima de todos los males del vicio y la miseria. A menudo caía enfermo y tenía que guardar cama semanas enteras. La última vez había sido sarna, que lo retuvo en casa más de un mes. Cuando ya, casi curado, se sentaba en la puerta para distraerse, observaba con pena cómo sus amigos ni siquiera se atrevían a saludarlo por miedo al contagio. “Si ya no tengo nada”, les decía; pero ellos pasaban de largo y le contestaban que sus madres les habían prohibido acercarse a él: “Y si se enteran, luego nos pegan”. Sólo una persona no había dejado de venir ni un solo día a verlo. Era una vecina muy vieja, su ‘yaya’, que lo quería mucho y que cada mañana le llevaba un vaso de leche para que se hiciera grande y fuerte.

––“¿Y qué pasó anoche, vida mía?”, -dijo la vieja al entrar y ver la hoja de la puerta atada con una soga.
––“Que vinieron…”
––“No tienes que contármelo. Lo sé. ¡Los muy canallas! No les da lástima de esta criaturita que es un ángel de Dios. ¡Señor mío!
¿Por qué tendrá que ser así?”
Y continuó quejándose mientras ponía sobre la mesa un cazo con leche caliente que había traído escondido debajo del delantal y un trozo de pan tierno.
––“Anda, vida, bébetela y ponte pronto grande y fuerte para irte de este mulear en el que te ha tocado vivir. ¡Los muy canallas! Hacer sufrir a un ángel del cielo!”
El niño la miraba hacer y se quedaba escuchándola, cogido de su faldón como de una tabla salvavidas.
––“Y tu madre ¿dónde está?”
––“Se fue hace un …”
––“No, no me lo digas. Si lo sé. Es que pregunto por vicio. Yo lo sé todo, hijo, ¿no ves que soy muy vieja? ¡Las tenazas tenía que haberles roto en la cabeza a esa banda de desalmados! Anda, bébetela toda y no dejes nada. La leche es muy buena y tiene más alimento que nada. ¿No ves cómo las cabras y las ovejas crían con ella a sus hijitos? Porque es lo mejor. Y seguro que tu padre… Para qué hablar. No he dicho nada. Nada. Tu padre es un borrachín y no tiene… Pero… no, no quiero hablar. Porque… vendría borracho ¿verdad? Como de costumbre. Y dicen que Dios le da hijos a quien se los merece… ¡Mentira! Esto no lo entiende nadie. ¿A ver? Ah, no. Todavía queda un culillo. Hay que apurarlo. Has estado malo y ahora hay que alimentarse más, si no te quedas escuchimizao y otra vez te ataca la enfermedad”.

 El niño le sonreía de gratitud, consciente de que aquella mujer era como esas hadas buenas de los cuentos que siempre ayudan a los niños pobres. Volvió a beber y luego se detuvo un instante para tomar aliento antes de terminar mirando de nuevo a su yaya que, a su vez, lo miraba a él, enternecida al contemplar su boquita ribeteada del blanco de la nata.

 Cuando terminó, la vieja le limpió los labios con su delantal, le hizo un hoyo con el pan calentito que había traído, se lo dio e hizo ademán de marcharse; pero Guillermín le rogó que, antes de irse, le contara una historia de las muchas que ella sabía y que a él tanto le gustaban. Porque su yaya le contaba siempre historias relacionadas con Santeña y con personajes del entorno.

––“Pero, vida, es muy temprano todavía y vaya a pasar Cascanuez y me deje la cabrilla en el corral”.
––“Si tiene una cuerna, yaya, y se oye en todo el pueblo”, -dijo el niño, reteniéndola por la enagua.
––“Sí, hijo, pero yo estoy ya medio sorda y tengo que verlo”, - arguyó la vieja, cariñosa.
––“Pues yo te aviso en cuanto lo oiga”.
Y el niño tiró de ella hacia el tranco, donde el sol de junio ponía luz y calor desde las tempranas horas de la mañana.
––“La que te voy a contar hoy ocurrió de verdad. Y además, aquí, en nuestro pueblo”.
Siempre empezaba así para darle mayor interés al relato. Guillermín la escuchaba con verdadero arrobo. Era el único momento de evasión que su pequeña imaginación de niño pobre tenía, y aquellas historias eran su mejor juguete.
––“¿La ves allí, clavada como un diente viejo y carcomido del cerro?”
Guillermín miró hacia Cerro Gordo donde, fuerte y sólida, se destacaba Peña Gorda.
––“Fíjate que no hay ninguna roca a su lado. Y ni el terremoto que destruyó medio mundo por aquí cuando yo era mozuela, pudo moverla”.
Aquello era maravilloso, pensaba Guillermín. La yaya contemplaba sus ojitos que reflejaban el azul celeste de aquella hermosa mañana de junio y, a través de ellos, el alma pura más que el cielo de aquel ángel que la escuchaba a sus pies.
––“Pero eso no es todo. Por debajo, en lo que no se ve, es mucho más grande todavía, y ahí es precisamente donde ocurrieron las cosas que te voy a contar”.
 
 
¿La ves allí, clavada como un diente viejo y carcomido del cerro?
 
Guillermín volvió a mirar la peña.

––“Escucha: allí dentro hay escondido un tesoro, y sólo podrá hacerse con él quien consiga entrar en ella una noche de San Juan, mientras suenan las doce campanadas”.
––“¡Un tesoro!”,- exclamó el niño, asombrado. -“Y ¿quién lo ha escondido?”
––“Un hombre, un bandolero, un mago, pues de todo eso dicen que tenía”, -contestó la anciana emocionada también.
Guillermín no apartaba ya los ojos de Peña Gorda.
––“Verás. Hace muchos años andaba por estas sierras un bandolero que, con otros igual que él, se dedicaba a robar. Se escondían en una cueva del monte donde habían hecho galerías para escapar si llegaban a descubrirlos. Ese hombre, para compensar lo malo que hacía, -porque robar es una cosa mala y no debe hacerse-, dicen que guardaba parte de lo que robaba precisamente en Peña Gorda, y, una vez al año, en la noche de San Juan, cuando sonaban las doce en el reloj de la iglesia, decía unas palabras misteriosas y se abría la peña; entonces entraba y cogía el dinero que había guardado allí para repartirlo entre los pobres. Pero tenía que salir antes de la última campanada, si no, se cerraba la peña y se quedaba dentro para siempre. Bien, pues... un día desapareció y nadie lo volvió a ver. Unos dicen que lo mataron, otros que se marchó a una tierra lejana donde no lo conocían y allí se dedicó a hacer obras buenas hasta su muerte. Pero no falta quien dice -y es lo que creo yo, Guillermín- que, cansado de vivir, entró como de costumbre en la Peña una noche de San Juan para quedarse dentro. Y allí está, encantado, con su tesoro, esperando que alguien lo encuentre”.

 Guillermín no salía de su asombro. En aquella peña grande que él siempre había visto desde su puerta había un tesoro esperando.

––“Y ¿eso es verdad, yaya ?”, -preguntó esperanzado.
––“¿Que si es verdad? ”, -respondió la anciana. -“Pues claro que lo es, hijo. Lo que pasa es que todos los que lo intentaron, como no lo consiguieron, se volvieron renegando del misterioso habitante y de su tesoro. Y ya, después de tantos años, la gente no se lo cree. Dicen que son cuentos de vieja y se ríen”.

 Acabó la anciana su historia y se fue. Quedó Guillermín solo, en el tranco. Pero así como sus ojitos no se desprendían de la misteriosa peña, tampoco su cabecita paraba de darle vueltas a una idea: ir en busca del tesoro y acabar así con la miseria de sus padres. Él observaba que la gente que no era tan pobre era más respetada y no se emborrachaba tanto ni estaba siempre peleando en casa. Pero...
¿qué había que decir para que se abriese la peña?

 Volvió su madre y lo encontró tan abstraído que tuvo que llamarle la atención:

––“Guillermín, hijo, ¿es que no me ves ?”
––“¿Cuándo es la noche de San Juan?”,-preguntó a bocajarro.
––“Vaya. ¿Y tú para qué quieres saberlo, hijo?”, -dijo la madre, extrañada de la pregunta.
––“Bueno...”

 Dudaba. Pero quería saberlo a toda costa y contestó la verdad. “Es que la yaya me ha contado una historia y es en la noche de San Juan”.

––“En la noche de San Juan siempre han ocurrido cosas extrañas”,
-contestó la madre. -“Es dentro de tres días. Precisamente esa madrugada voy yo también a pasar por la mimbre al niño del cabrero, que ha nacido quebrado”.
Preguntó Guillermín, curioso, qué era eso de ‘pasar por la mimbre’ y su madre le contó en qué consistía.
––“Antes de que salga el sol, en la noche de San Juan, tres Marías y un Juan bajan a la alameda y en la rama de una mimbre se hace una raja ancha para que pueda pasar el niño enfermo. Dos Marías mantienen abierta la raja y la otra María y el Juan se ponen uno a cada lado de la rama. Entonces María coge al niño y se lo pasa a Juan diciéndole:

‘Por María y por San Juan
te doy este niño quebrado
y sano me lo devolverás’.

Luego Juan se lo pasa a María y le dice :

‘Por María y por San Juan
me das este niño quebrado
y sano lo recibirás’.

 Al terminar, se juntan las dos mitades, se atan y, a la vez que van formando otra vez una rama sola, el niño se va curando”.

 A Guillermín le maravilló lo que le contaba su madre y dedujo de todo ello que la noche de San Juan era muy milagrosa y que bien podía ocurrir lo que su yaya le había dicho. Así que se decidió a ir.

 Los dos días que faltaban para la misteriosa noche estuvo Guillermín pensando cómo lo haría. Puesto que su madre estaría ausente y su padre en la taberna como de costumbre, él tendría vía libre para realizar su plan. La víspera, al caer la tarde, cuando lo dejaron solo, cerró cuidadosamente la puerta y, esquivando como pudo a la gente, emprendió el camino. Se fue por la cuesta del cementerio que era más segura a pesar de que le daba un poco de miedo pasar por allí. Pero esa noche tenía que ser valiente pues se iba a enfrentar a algo misterioso. La cuesta es muy empinada y Guillermín la subió casi corriendo para que no se le hiciera del todo de noche; por eso cuando llegó a Peña Gorda estaba sudando y jadeaba. “¡Qué grande es!”, se dijo, al contemplarla de cerca, y la rodeó hasta encontrar el punto por donde subir a ella. Profundas y anchas grietas la atraviesan de parte a parte, como si algún gigante hubiese intentado destrozarla a hachazos. “Ahí dentro tiene que estar el bandolero con su tesoro”, pensó Guillermín. Y subió.

 Cayó la noche y una mezcla de ruidos extraños se puso a vibrar en medio del silencio. Era la primera vez que Guillermín se encontraba solo a aquella hora en pleno campo, y, sin embargo, no sentía ningún miedo. Al contrario, la aventura empezaba a darle seguridad, cosa que no experimentaba entre los otros niños, siempre sacando a relucir las borracheras de su padre y la pobreza en que vivían. ¡Buena sorpresa se iban a llevar a la mañana siguiente cuando se presentara en Santeña con las manos llenas de monedas de oro! “Pero ¿qué voy a decir cuando suenen las doce?” Por momentos se arrepentía de haber emprendido aquella aventura. Dan, dan, dan,... “Las once”, contó. “Una hora todavía”. El aire se enfriaba poco a poco. Guillermín se tendió en el suelo de la roca. Abrió los ojos y todo el cielo le entró por ellos con sus millones de puntitos brillantes. ¡Qué bonito era aquello! Nunca había visto tantas ni tan claras las estrellas. Miraba y remiraba tratando de distinguir los miles de garabatos que formaban aquellos puntitos luminosos. “¡Qué maravilla! La noche debiera ser para mirar el cielo”, pensaba. Se sentía libre y feliz. No era ya el niño pobre y con sarna que todos rehuían en el pueblo sino un puntito más en la serena noche de San Juan, aguardando el momento de adentrarse en el misterioso corazón de Peña Gorda de donde saldría rico. En su corta edad Guillermín se daba cuenta de que muchos de los males de los hombres provienen de vivir en la miseria, y de que la extrema pobreza lleva a menudo al abandono de toda esperanza y a la pérdida de la dignidad. Volvió a escuchar aquel silencio plagado de murmullos que parecían emanar de las estrellas. El universo entero lo acogía, bondadoso y sonriente, como a su pequeño rey.

 Poco a poco, igual que se extingue la llamita del candil por falta de aceite, fueron apagándose de sus ojos los incontables puntos luminosos del firmamento y silenciándose los ruidos de la noche. Ya se había hecho el oscuro total en su mente cuando, de pronto, un fragor de cataclismo irrumpió en la calma nocturna. Sobresaltado, abrió Guillermín los ojos y pudo ver cómo la roca sobre la que se hallaba, tras oscilar, violenta, durante unos segundos a un lado y otro del cerro, se hundía entera en una descomunal grieta abierta en la tierra y se cerraba inmediatamente sobre su cabeza. Al instante vióse el niño sumergido en un espacio tan luminoso que no podía abrir los ojos. Comenzó a gritar pidiendo auxilio pero su grito fue sofocado por una potente voz que parecía salir de todos los rincones de la cueva:

––“¡Guillermín! ¡Guillermín! ¿No querías entrar aquí? Pues ya estás. No tengas miedo. Nada malo te va a ocurrir.”
El niño se tranquilizó. Fue a abrir los ojos para ver quién le hablaba, pero...
––“No lo intentes todavía”, -se adelantó la voz. -“Aguarda a que yo te lo diga. Vienes de un mundo de tinieblas y tus pupilas necesitan adaptarse”.
-“¿Quién es usted?”, -preguntó Guillermín, pero la voz no contestó. Insistió más fuerte: -“¿Quién es usted?”
––“¿Yo?”, -dijo la voz. -“Creo que ya me conoces”.
––“Usted es el bandolero de Peña Gorda que daba monedas de oro a los pobres y ahora está encantado.”
Guillermín dijo esto como quien recita una lección.
––“Así es”, -asintió la voz. -“Te lo sabes muy bien”.
––“Sí”, -respondió el niño; -“me lo ha dicho mi yaya. Pero la idea de venir aquí ha sido mía”.
––“Lo sé”, -replicó la voz. -“Pero ¿cómo estabas tan seguro de que podrías entrar si no sabías las palabras mágicas?”
Guillermín, en efecto, recordó que ése había sido justamente su problema.
––“Es verdad; pero yo pensé: ‘si ese buen hombre está ahí dentro, tiene que entenderme porque hablará como yo, y cuando yo lo llame él dirá las palabras mágicas por mí y la peña se abrirá’.”
La voz sonrió.
––“Vaya, vaya. Me parece muy bien tu razonamiento, Guillermín; pero ¿tú crees que me has llamado realmente?”
El niño dudó.
––“No sé. Yo sólo recuerdo que estaba ahí arriba, encima de la peña, y, que de pronto, en medio de un ruido muy grande, he caído aquí. ¿Qué ha pasado?”
––“Abre ya los ojos”,- dijo la voz, ahora muy próxima y nada difusa.
Obedeció el niño y vio delante de sí a un hombre alto vestido de caballero antiguo igual que en los dibujos de su enciclopedia, que le sonreía. De todo su cuerpo brotaba un resplandor que llenaba de luz la enorme estancia en donde se encontraban.
––“¿Ha sido usted quien me ha traído aquí?”, -preguntó.
El hombre radiante avanzó, se puso de rodillas frente a él y le tendió las manos:
––“No, Guillermín, no he sido yo. Ha sido tu deseo. Verás. Llevo muchos años esperando que alguien venga a visitarme como tú lo has hecho, con un corazón limpio, pero nadie ha venido así. Por eso dicen que yo no existo y que cuantas historias se cuentan de Peña Gorda son pura patraña. Pero eso no es verdad y tú mismo lo estás viendo con tus propios ojos”.
El niño contemplaba, embelesado, al hombre de luz.
––“¿Tú sabes quién fui yo mientras vivía como vosotros?”
––“Sí”, -contestó el niño en seguida. -“Usted era un bandolero que hizo muchas cosas malas y que tenía unas galerías en su cueva para escapar si venían a prenderlo. Pero también daba limosnas a los pobres”.
––“Y eso es lo que me ha salvado”, -continuó el misterioso caballero. -“Esas obras buenas en medio de tantas malas me han librado de vivir para siempre en el lugar oscuro y triste donde habitan después de la muerte los que nunca en su vida hicieron bien a los demás”.
El hombre de luz se puso de pie y al instante apareció detrás de él una enorme sala toda de cristal, de cuyos muros pendían objetos más o menos extraños que dejaron boquiabierto a Guillermín.
––“¡Oh! ¿Qué es esto?, -preguntó asombrado.
––“¿Te gusta?”, -contestó el caballero radiante.
––“¡Es maravilloso!
––“Todas esas cosas están ahí desde que yo fui autorizado a habitar el corazón de esta peña para atender a los que vengan como tú. Son las cosas que me pertenecieron mientras viví en el mundo. Porque quiero que sepas, Guillermín, que los hombres nos hacemos buenos o malos según el uso que damos a las cosas que poseemos. Vamos, dame tu mano. Te las enseñaré todas. Son como una breve historia de mi vida mortal”.
 
 Mientras recorrían la sala, una música maravillosa llenaba los rincones de aquella encantada cueva. Los objetos, de la más diversa índole, aparecían inertes y envueltos en un halo azulado que los distanciaba de la realidad de su uso. Espadas, capas, trabucos, bolsas de cuero con lujosos adornos, monturas bordadas con hilos de colores, faroles, accesorios de escritura... ¡Hasta un caballo! El hombre de luz daba completa información de todo ello al niño haciéndole una breve historia de su vida de bandolero. Al final del recorrido, sobre un saliente de la pared, veíase un precioso y minúsculo cofre.

––“¡Oh!”, -exclamó el niño al verlo. -“¿Qué hay dentro?”

 El misterioso guía se detuvo detrás del niño y cuando éste hubo contemplado a placer el resplandeciente objeto, le contestó:

––“Guillermín, has querido saber desde el principio del recorrido dónde estaban las arcas con las monedas de oro. Debes saber, hijo, que yo, aquí, en mi nuevo estado, no tengo nada de eso, pues, al no ser mortal como vosotros, no poseo ya capacidad para actuar libremente. También quiero que sepas que cuando era bandolero, los objetos de valor y las joyas que guardaba en las grietas de esta peña, tampoco eran los mismos que sacaba en la noche de San Juan para distribuirlos entre los pobres en forma de limosna. En todo esto hay un misterio que te voy a revelar. Mira: siempre que realizamos una obra buena, lo que hacemos tiene un valor muy superior al que nosotros mismos creemos. Para que lo entiendas mejor te contaré una historia que a mí me contaron también cuando era como tú. Verás. Una vez iba por un camino un mendigo que había pasado el día pidiendo de puerta en puerta y al fin había conseguido una pequeña bolsa de granos de trigo. Ocurrió que, por el mismo camino, vino a pasar un señor ricamente vestido, sentado en una lujosísima carroza tirada por cuatro hermosos caballos y seguida de otras carrozas con sus criados y sus tesoros. Al alcanzar al mendigo, la comitiva se detuvo y el rico señor bajó de su carroza y se dirigió al pobre caminante con estas palabras. “Buen hombre, ¿querrías darme una limosna?” El mendigo, imagínate, no podía creer lo que estaba viendo. Pensó que sería un sueño o que estaba delirando. Entonces, lleno de asombro, le contestó: “Señor, ¿cómo vos, con tanto lujo y riqueza, os dignáis pedirme limosna a mí, un pobre miserable que vive de la caridad ajena? No lo puedo entender”. El señor, sonriendo, le contestó: “No importa lo que tú pienses, buen hombre. Haz lo que te digo si es que quieres socorrerme”. Entonces el mendigo lo miró de nuevo, se frotó los ojos para estar seguro de que no era un sueño, y, al fin, abriendo su bolsa, cogió un grano de trigo, uno solo, y lo puso en la mano que le tendía el señor. Éste, agradecido, le sonrió otra vez, le dio las gracias, subió a su carroza y ordenó a sus criados continuar. El mendigo estuvo un rato viéndolo alejarse hasta que se perdió del todo envuelto en una nube de sol. Durante todo el camino el pobre hombre no dejaba de pensar cuán extraño había sido todo aquello y aún seguía creyendo que podía tratarse de una alucinación. Llegó de noche a su mísera casa y en seguida abrió la bolsa para ver cuánto trigo había recogido aquel día. Y... cuál no fue su sorpresa al comprobar que, entre los granos ordinarios de trigo, había uno idéntico a los demás en su forma pero con un brillo que lo distinguía del resto. ¡Era de oro, Guillermín! El pobre hombre quedó maravillado del suceso y comprendió enseguida. Y... ¿sabes lo que hizo? Pues que se echó a llorar como un niño mientras decía: “¡Qué tacaño he sido! Nunca me lo perdonaré. Si hubiera sido más generoso con el rico señor, le habría dado la bolsa entera y él me la habría devuelto llena de granos de oro”.

 Guillermín quedó maravillado del cuento y miraba al hombre de luz como si también él fuese el rico señor de la carroza. “Esto no lo sabe la gente”, continuó. “O mejor, no lo cree. Por eso es tan poco generosa. Yo sí lo creí. A pesar de mi mala vida, siempre estuve convencido de ello. Entonces... Pero, antes de seguir, quiero enseñarte una cosa”.

Se acercaron al cofrecito, que el niño miraba extasiado, y el caballero le dijo:

––“¿Ves ese cofrecito que brilla con tanta intensidad?”
––“Sí, claro”, -contestó el niño, impaciente por ver en qué iría a parar todo aquello.
––“Pues cógelo y ábrelo”.
El niño se acercó como hipnotizado por la proximidad del objeto, lo contempló de nuevo y luego alargó sus manecitas para cogerlo. Cuando lo tuvo en las manos lo abrió suavemente y ...
––“¡Oh ! ¡Es una gallinita! ¡Y brilla como el oro!”
––“Es que es de oro, Guillermín. Todo aquí es de verdad”.
El hombre de luz, que hasta aquí se había mantenido detrás del niño observando todos sus movimientos, se acercó ahora a él, le tomó el cofre y, con suma delicadeza, sacó la gallinita.
––“Toma”, -dijo, colocándola en las manos abiertas del niño.
––“¡No puedo creerlo! ¡Qué cosa tan bonita!”
Y la acariciaba como se acaricia un cachorrillo recién nacido.
––“Y ¿dice usted que es de verdad?”, -volvió a preguntar el niño.
––“Claro que sí, Guillermín. Todos los hombres, mientras viven, tienen una gallinita como ésta, que fue la mía. También tú, por supuesto. Y ¿sabes cuál es el misterio? Pues mira: cada vez que alguien realiza una buena obra, su gallinita, como el hombre rico de la leyenda, convierte esa obra en un lindo y maravilloso huevo de oro. Y cuando llega la hora de abandonar el mundo al que tú todavía perteneces, cada cual, como te dije antes, va a habitar un lugar distinto, siempre agradable, según el número de huevos que le haya puesto su gallinita, es decir, según las obras buenas que haya realizado durante su vida terrena.
––“¿Y dónde está mi gallinita ahora?”, -preguntó Guillermín, deseoso, al saberse dueño de tamaño tesoro.
––“Allí donde hagas el bien, aunque tú no la veas, está. Y ahora enlazo con lo que te empecé a contar. Yo escondía aquí todo aquello de valor que había destinado para limosnas, convencido de que mi gallinita operaba el maravilloso cambio que te he dicho. Y en la noche de San Juan, mientras sonaban las doce campanadas, entraba en esta peña. Pero tenía que actuar muy deprisa, de lo contrario, ya sabes, me hubiera quedado aquí encerrado. Luego me iba a mi cueva, y, sin que nadie me viera, en este crisol que tienes delante, fundía el oro y lo pesaba en esta pequeña balanza para hacer con él monedas de las que entonces usaba la gente, de manera que nadie pudiera sospechar. Y esas monedas, purificadas por la bondad de la intención, eran las que finalmente repartía entre los pobres”.

Dejó de hablar el hombre de luz pero el niño seguía embobado ante tanta maravilla. Luego, de repente, cogió la mano del misterioso caballero y le dijo:

––“Usted tiene que ser un mago. Nadie puede hacer las cosas que hace usted”.
––“Te equivocas, Guillermín”, -contestó. -“Todos tenemos una palabra mágica para hacer lo que queramos. Sólo hace falta creer en ella. Yo creí, como ya te he dicho, en la gallinita de los huevos de oro. Y también creí que era posible cambiar de conducta a pesar de tantos años de vida mala. Y cambié. Mis últimos años de existencia terrenal los dediqué a compensar todo el mal que había hecho. Y un buen día me vine aquí para quedarme; y me quedé, ya lo ves. Pero ¿a qué hablar tanto de mí si ya lo sabes todo? Fíjate, en ti mismo tienes la prueba de lo que estoy diciendo. Tú creíste que yo estaba aquí, y, aunque no sabías lo que había que decir para que se abriese la peña, viniste. Tampoco conozco exactamente el deseo que te hizo venir a verme, pero estoy seguro de que tuvo que ser noble y bueno; de lo contrario no se te hubiera abierto la peña ni habrías visto las cosas que estás viendo. Has creído en ti mismo y has actuado, ¿me equivoco?”
––“No”,-respondió el niño. -“Es como usted dice”.
El hombre de luz se acercó más al niño, puso una rodilla en el suelo y echó sus brazos sobre los hombros de Guillermín. En tierna confidencia se dirigió a él:
––“Ahora, Guillermín, quiero yo hacerte una pregunta. ¿Por qué has venido?”
El niño tardó en contestar. Aquella aventura tan llena de sorpresas gratas y maravillosas lo había sacado de su mundo de todos los días, un mundo triste y sin esperanza que él quería a toda costa cambiar. Y la pregunta del caballero lo devolvía a todo aquello. El recuerdo de sus padres le llegó con esfuerzo, sin encanto y apenas sin alegría. Pero los quería tanto... Al fin contestó:
––“Mi padre está siempre borracho y mi madre dice que no le quiere. Se pelean porque nunca hay de nada en casa. Los niños se burlan de mí por tener unos padres así. Entonces, cuando mi yaya me contó la historia de Peña Gorda y me dijo que era verdad, yo creí que tú estabas aquí. Y he venido por si nos puedes ayudar”.
Un rayo de luz con fulgor de bengala apareció en el aire, caracoleó unos instantes sobre sus cabezas y fue a posarse sobre un punto del suelo de donde, toda encendida, brotó una estalagmita de cristal. En su extremo lucía un objeto de pequeñas proporciones. El niño quedó mudo ante la nueva maravilla.
––“Acércate, Guillermín, y mira lo que es”, -le dijo su querido guía. Pero el niño no pareció haber oído la indicación; tan absorto estaba ante el fenómeno. El hombre de luz le tocó suavemente en la espalda y lo encaminó hacia la columna de cristal. Guillermín avanzaba como un autómata. Cuando estuvo delante, exclamó:
––“¡Otro cofrecito! ¿Y qué hay dentro?” Su voz sonó como fino cristal.
––“ábrelo y verás. Lo que encierra es tuyo”. Obedeció el niño y, al abrirlo, su rostro se transfiguró.
––“¡Oh! ¡Un huevo de oro! ¡Es fantástico!”
––“Cógelo, es tuyo. Está ahí desde que esta misma tarde te pusiste en camino para venir aquí convencido de que el milagro iba a producirse. Tu misteriosa gallinita ha transformado tu buena acción en ese precioso e inestimable huevo de oro. ¿Ves como era verdad?”
El niño se volvió de pronto hacia su interlocutor y le dijo:
––“¡Gracias!”
––“Guárdalo bien, Guillermín”, -contestó emocionado el hombre de luz. -“Con él podrás cumplir tu deseo y demostrar a quienes no te crean la verdad de esta aventura que has vivido en el corazón de Peña Gorda una noche de San Juan”.

 Calló la voz. El niño siguió todavía un tiempo contemplando su tesoro. Luego cerró la mano con fuerza y se volvió hacia el hombre de luz pero ya no vio a nadie. Oyó voces lejanas. Alguien gritaba su nombre. Abrió los ojos con dificultad y vio caras extrañas que lo miraban, curiosas. Un gesto suyo de búsqueda ansiosa quedó truncado al no ver entre quienes lo rodeaban al que él buscaba. En ese momento irrumpieron en el grupo un hombre y una mujer que se postraron ante él gritando: “¡Hijo mío ! ¡Hijo mío!”. Pero él no entendía nada de cuanto estaba ocurriendo a su alrededor. De pronto cayó en la cuenta de algo y rápidamente se miró la mano. La tenía cerrada y apretaba con fuerza. La abrió pero estaba vacía. Quedó perplejo unos instantes preguntándose si aquello era sueño o realidad. Volvió a mirarse la mano. Una mueca de llanto se asomó a su rostro, pero al instante sonó la voz querida saliendo de lo profundo de la peña:

––“Guillermín, lo que buscas no está ya en tu mano sino delante de ti. ¡ánimo, valiente! ¡Lo has conseguido!”.
 
 El niño se frotó con fuerza los ojos y los fijó en sus padres, a los que reconoció al momento. Estaban delante de él como nunca antes los había visto, abrazados y llorando. Su rostro se iluminó. El sol apuntaba por el retamal y el campo entero despertaba a un nuevo día. Sonrió el niño, se levantó de un brinco y saltó sobre ellos fundiéndose en el mismo abrazo.

Nota del autor: Existe versión dramática de este relato.